![]() EN EL AÑO DEL ROSARIO, CUARTO MISTERIO DE GOZO La purificación
de María y la Presentación del Niño
Textos escogidos de san Josemaría Escrivá
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Cumplido
el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley
de Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén
para presentarle al Señor (Lc., 2, 22). Y esta vez serás
tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas.
¿Te fijas? Ella ¡la Inmaculada! se somete
a la Ley como si estuviera inmunda.
La fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios: Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre.
La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2 Cor 12,9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba.
María, Madre nuestra, "auxilium christianorum, refugium peccatorum": intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: "veni ad Patrem", ven, vuelve a tu Padre que te espera.
La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados ¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios! y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús (2 Cor 4, 10). Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el "gaudium cum pace", la alegría y la paz.
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