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Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida
que nos impulse a tratar al Espíritu Santo –y, con El, al Padre
y al Hijo– y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos
en tres realidades fundamentales: docilidad –repito–, vida de oración,
unión con la Cruz.
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien,
con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos,
deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo
y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia
de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que
Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen
de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos
así acercándonos cada día más a Dios Padre
(...).
Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que
es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo
y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad
y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre
(...).
Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia,
la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y
el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida
cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y
es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...).
Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario
precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y
ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...).
El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios,
de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros
mismos.
Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar
en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por
amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda
falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es
entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego,
la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.
Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad
que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu
Santo.
Es Cristo que pasa, nn. 135-137
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