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Es preciso convencerse de que Dios está junto a
nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá
lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también
está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros
nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus
hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros
padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no
lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos
a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara
seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor
de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos
hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que
Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros
y en los cielos.
Camino, 267
El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla
indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias.
Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo,
Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose,
muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos
atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu
Santo que habita en nuestros corazones.
La alegría del Jueves Santo arranca de ahí:
de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus
criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran
suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía
para que podamos tenerle siempre cerca y -en lo que nos es posible entender-
porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir
de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden
de la gracia y hecho a su imagen y semejanza.
Es Cristo que pasa, 84 |