Benedicto XVI hace un balance de su viaje a Polonia
Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general dedicada a comentar su segundo viaje apostólico internacional que tuvo por destino Polonia, la tierra natal de Juan Pablo II, del 25 al 28 de mayo.
Ciudad del Vaticano, 31 mayo 2006.
La Revolución de Dios
Benedicto XVI

        Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy quiero recorrer junto a vosotros las etapas del viaje apostólico que pude realizar en los días pasados a Polonia. Doy las gracias al episcopado polaco, en particular a los arzobispos metropolitanos de Varsovia y de Cracovia, por el celo y el cuidado con que han preparado esta visita. Vuelvo a expresar mi reconocimiento al presidente de la República y a las diferentes autoridades del país, así como a todos los que han cooperado en el éxito de este acontecimiento. Sobre todo quiero dar gracias de corazón a los católicos y a todo el pueblo polaco, pues he sentido su abrazo lleno de calor humano y espiritual. Y muchos de vosotros lo han visto por televisión. Era una verdadera expresión de la catolicidad, del amor a la Iglesia, que se expresa en el amor por el sucesor de Pedro.

        Después de la llegada al aeropuerto de Varsovia, el lugar de mi primera cita reservada a los sacerdotes fue la catedral de esa importante ciudad en el día en el que se celebraba el quincuagésimo aniversario de la ordenación sacerdotal del cardenal Józef Glemp, pastor de esa archidiócesis. De este modo, mi peregrinación comenzó con el signo del sacerdocio y continuó después con la solicitud ecuménica testimoniada en la iglesia luterana de la Santísima Trinidad. En esa ocasión, junto a los representantes de las diferentes iglesias y comunidades eclesiales que viven en Polonia, confirmé el firme propósito de considerar el compromiso por la reconstrucción de la plena y visible unidad entre los cristianos como una auténtica prioridad de mi ministerio. Después llegó la solemne celebración eucarística en la plaza Pilsudski, llena de gente, en el centro de Varsovia. Este lugar, en el que celebramos solemnemente con alegría la Eucaristía, alcanzó un valor simbólico, pues había acogido acontecimientos históricos como las santas misas celebradas por Juan Pablo II y la de los funerales del cardenal primado Stefan Wyszynski, así como algunas de las masivas celebraciones de sufragio en los días posteriores a la muerte de mi venerado predecesor.

        En el programa no podía faltar la visita a los santuarios que han marcado la vida como sacerdote y obispo de Karol Wojtyla; sobre todo tres: el de Czestochowa, el de Kalwaria Zebrzidowska y el de la Divina Misericordia. No podré olvidar la visita al famoso santuario mariano de Jasna Góra. En ese Claro Monte, corazón de la nación polaca, como si fuera un cenáculo, numerosísimos fieles, en especial religiosos, religiosas, seminaristas y representantes de los movimientos eclesiales, se reunieron en torno al sucesor de Pedro para ponerse, junto a mí, en escucha de María. Inspirándome en la estupenda meditación mariana que Juan Pablo II regaló a la Iglesia en la encíclica «Redemptoris Mater», quise volver a proponer la fe como actitud fundamental del espíritu, que no es algo meramente intelectual o sentimental. La fe auténtica involucra a toda la persona: sus pensamientos, afectos, intenciones, relaciones, corporeidad, actividad, trabajo cotidiano. Al visitar después el maravilloso santuario de Kalwaria Zebrzydowska, cercano a Cracovia, le pedí a la Virgen de los dolores que apoye la fe de la comunidad eclesial en los momentos de dificultad y de prueba; la etapa sucesiva en el Santuario de la Divina Misericordia, en Lagiewniki, me permitió subrayar que sólo la Divina Misericordia ilumina el misterio del hombre. En el convento cercano a este santuario, al contemplar las llagas luminosas de Cristo resucitado, sor Faustina Kowalska recibió un mensaje de confianza para la humanidad, el mensaje de la Misericordia Divina, al que Juan Pablo II hizo eco y del que se convirtió en su intérprete. Es un mensaje realmente central para nuestro tiempo: la Misericordia como fuerza de Dios, como límite divino contra el mal del mundo.

        Quise visitar otros «santuarios» simbólicos: me refiero a Wadowice, localidad que se ha hecho famosa porque allí nació y fue bautizado Karol Wojtyla. La visita me dio la oportunidad de dar las gracias al Señor por el don de este incansable servidor del Evangelio. Las raíces de su fe robusta, de su humanidad tan sensible y abierta, de su amor por la belleza y la verdad, de su devoción a la Virgen, de su amor por la Iglesia y sobre todo de su vocación a la santidad se encuentran en esta pequeña ciudad en la que recibió su primera educación y formación. Otro lugar amado por Juan Pablo II es la Catedral de Wawel, en Cracovia, lugar simbólico para la nación polaca: en la cripta de esa catedral Karol Wojtyla celebró su primera misa.

        Otra bellísima experiencia ha sido el encuentro con los jóvenes, que tuvo lugar en Cracovia, en el gran parque de Blonie. A los numerosos jóvenes entregué simbólicamente la «Llama de la misericordia» para que sean en el mundo heraldos del Amor y de la Divina Misericordia. Con ellos medité en el pasaje evangélico de la casa construida sobre la roca (Cf. Mateo 7, 24-27), leído también hoy, al inicio de esta audiencia. Me detuve a reflexionar también sobre la Palabra de Dios el domingo por la mañana, solemnidad de la Ascensión, durante la celebración conclusiva de mi visita. Fue un encuentro litúrgico animado por una extraordinaria participación de fieles en el mismo parque en el que, en la noche anterior, se había desarrollado la cita con los jóvenes. Aproveché la oportunidad para renovar ante el pueblo polaco el anuncio estupendo de la verdad cristiana sobre el hombre, creado y redimido en Cristo; esa verdad que en tantas ocasiones proclamó Juan Pablo II con vigor para alentar a todos a permanecer firmes en la fe, en la esperanza y en el amor. «¡Permaneced firmes en la fe!». Esta ha sido la consigna que he dejado a los hijos de la querida Polonia, alentándoles a perseverar en la fidelidad a Cristo y a la Iglesia para que no falte nunca a Europa y al mundo la contribución de su testimonio evangélico. Todos los cristianos tienen que sentirse comprometidos a dar este testimonio para evitar que la humanidad del tercer milenio pueda conocer de nuevo horrores semejantes a los que son evocados trágicamente por el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.

        Precisamente quise detenerme en ese lugar tristemente conocido en todo el mundo antes de regresar a Roma. En el campo de Auschwitz-Birkenau, al igual que en otros campos semejantes, Hitler hizo exterminar a seis millones de judíos. En Auschwitz-Birkenau murieron también unos 150.000 polacos y decenas de miles de hombres y mujeres de otras nacionalidades. Ante el horror de Auschwitz no hay otra respuesta que la Cruz de Cristo: el Amor que desciende hasta el abismo del mal para salvar al hombre en su raíz, donde su libertad puede rebelarse contra Dios. ¡Que la humanidad de hoy no se olvide de Auschwitz y de las demás «fábricas de la muerte» en las que el régimen nazi trató de eliminar a Dios para tomar su puesto! ¡Que los hombres vuelvan a reconocer que Dios es Padre de todos y que nos llama a todos en Cristo a construir juntos un mundo de justicia, de verdad y de paz! Queremos pedirle esto al Señor por intercesión de María, a quien hoy, al concluir el mes de mayo, contemplamos visitando con diligencia y amor a su anciana pariente Isabel.