«DIOS DEMUESTRA SU AMOR POR NOSOTROS»
Predicación que pronunció el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en la celebración de la Pasión del Señor este Viernes Santo en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, en presencia de Benedicto XVI.
Ciudad del Vaticano, viernes, 14 abril 2006
La vida en Cristo
Raniero Cantalamessa

1. «¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»

        «Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4)

        Esta palabra de la Escritura –sobre todo la alusión al prurito de oír cosas nuevas– se está realizando de modo nuevo e impresionante en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo de la Pasión y Muerte del Salvador, millones de personas son inducidas por hábiles retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret nunca fue, en realidad, crucificado. En los Estados Unidos hay un best seller del momento, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús» [1].

        «Existe una percepción penosa en la naturaleza humana –escribía hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown–: cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita. Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María Magdalena hacia La India... [o hacia Francia, según la versión más actualizada]… Estas teorías demuestran que cuando se trata de la Pasión de Jesús, a pesar de la máxima popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más rentable» [2].

        Se habla mucho de la traición de Judas, y no se percibe que se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios, sino a editores y libreros por miles de millones de denarios... Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que, es más, registrará una crecida con la inminente salida de cierta película; pero habiéndome ocupado durante años de Historia de los Orígenes Cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un equívoco descomunal que está en el fondo de toda esta literatura pseudohistórica.

        Los evangelios apócrifos sobre los que se apoya son textos conocidos de siempre, en todo o en parte, pero con los que ni siquiera los historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo pensaron jamás, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si dentro de algún siglo se pretendiera reconstruir la historia actual basándose en novelas escritas en nuestra época.

        El error garrafal consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Estos forman parte de la literatura gnóstica del siglo II y III. La visión gnóstica --una mezcla de dualismo platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas-- sostiene que el mundo material es una ilusión, obra del Dios del Antiguo Testamento, que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo no murió en la cruz porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo éste indigno de Dios (docetismo).

        Si Jesús, según el Evangelio de Judas, del que se ha hablado mucho estos días, ordena Él mismo al apóstol que le traicione es porque, muriendo, el espíritu divino que está en Él podrá finalmente liberarse de la implicación de la carne y volver a subir al cielo. El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo); la mujer se salvará sólo si el «principio femenino» (thelus) personificado por ella se transforma en el principio masculino, esto es, si deja de ser mujer [3].

        ¡Lo cómico es que actualmente hay quien cree ver en estos escritos la exaltación del principio femenino, de la sexualidad, del pleno y desinhibido goce de este mundo material, en polémica con la Iglesia oficial que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado todo ello! El mismo equívoco que se observa a propósito de la doctrina de la reencarnación. Presente en las religiones orientales como un castigo debido a culpas precedentes y como aquello a lo que se anhela poner fin con todas las fuerzas, aquella es acogida en occidente como una maravillosa posibilidad de volver a vivir y a gozar indefinidamente de este mundo.

        Son asuntos que no merecerían tratarse en este lugar y en este día, pero no podemos permitir que el silencio de los creyentes sea tomado por vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?) de millones de personas sea burdamente manipulada por los medios de comunicación sin levantar un grito de protesta en nombre no sólo de la fe, sino también del sentido común y de la sana razón. Es el momento, creo, de volver a oír la advertencia de Dante Alighieri:

«Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.

Tenéis el antiguo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros…

¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!». [4]

2. ¡La Pasión ha precedido a la Encarnación!

        Pero dejemos de lado estas fantasías, que tienen todas una explicación común: estamos en la era de los medios de comunicación, y a los medios más que la verdad les interesa la novedad. Concentrémonos en el misterio que estamos celebrando. El mejor modo de reflexionar, este año, en el misterio del Viernes Santo sería releer por entero la primera parte de la Encíclica del Papa «Deus caritas est». Al no poder hacerlo aquí, desearía al menos comentar algunos pasajes suyos que se refieren más directamente al misterio de este día. Leemos en la encíclica:

        «Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: “Dios es amor”. Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» [5].

        Sí, ¡Dios es amor! Si todas las Biblias del mundo, se ha dicho, fueran destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y quedara sólo una copia, y también ésta estuviera tan dañada que sólo quedara una página entera, e igualmente esta página estuviera tan estropeada que sólo se pudiera leer una línea: si tal línea es la de la Primera Carta de Juan, donde está escrito: «¡Dios es amor!», toda la Biblia se habría salvado, porque todo el contenido está ahí.

        El amor de Dios es luz, es felicidad, es plenitud de vida. Es el torrente que Ezequiel vio salir del templo y que, donde llega, sana y suscita vida; es el agua que sacia toda sed prometida a la samaritana. Jesús también nos repite a nosotros, como a ella: «¡Si conocieras el don de Dios!». Viví mi infancia en una casa de campo a pocos metros de un tendido eléctrico de alta tensión, pero nosotros vivíamos a oscuras o a la luz de las velas. Entre nosotros y el tendido estaba el ferrocarril, y, con la guerra en marcha, nadie pensaba en superar el pequeño obstáculo. Así ocurre con el amor de Dios: está ahí, al alcance de la mano, capaz de iluminar y caldear todo en nuestra vida, pero pasamos la existencia en la oscuridad y el frío. Es el único motivo verdadero de tristeza de la vida.

        Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello, la demostración histórica. Hay dos modos de manifestar el propio amor hacia alguien, decía un autor del oriente bizantino, Nicolás Cabasilas. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en sufrir por ella. Dios nos amó en el primer modo, o sea, con amor de generosidad, en la creación, cuando nos llenó de dones, dentro y fuera de nosotros; nos amó con amor de sufrimiento en la redención, cuanto inventó su propio anonadamiento, sufriendo por nosotros los más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor [6]. Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que «Dios es amor».

        La palabra «pasión» tiene dos significados: puede indicar un amor vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una continuidad entre las dos cosas y la experiencia diaria muestra cuán fácilmente se pasa de una a la otra. Así fue también, y antes que nada, en Dios. Hay una pasión –escribió Orígenes– que precede a la encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, le llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros [7].

3. Tres órdenes de grandeza

        La encíclica «Deus caritas est» indica un nuevo modo de hacer apología de la fe cristiana, tal vez el único posible hoy y ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales a los naturales, el amor divino al amor humano, el eros al agapé, sino que muestra su armonía originaria, que siempre hay que redescubrir y sanar a causa del pecado y de la fragilidad humana. «El eros –escribe el Papa– quiere remontarnos “en éxtasis” hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación» [8]. El Evangelio está, sí, en concurrencia con los ideales humanos, pero en el sentido literal de que acude a su realización: los sana, los eleva, los protege. No excluye el eros de la vida, sino el veneno del egoísmo del eros.

        Existen tres órdenes de grandeza, dijo Pascal en un célebre pensamiento [9]. El primero es el orden material o de los cuerpos: en él sobresale quien tiene muchos bienes, quien está dotado de fuerza atlética o de belleza física. Es un valor que no hay que despreciar, pero el más bajo. Por encima de él está el orden del genio y de la inteligencia, en el que se distinguen los pensadores, los inventores, los científicos, los artistas, los poetas. Éste es un orden de calidad diferente. Al genio no le añade ni le quita nada ser rico o pobre, guapo o feo. La deformidad física de su persona no quita nada a la belleza del pensamiento de Sócrates y de la poesía de Leopardi.

        Éste del genio es un valor ciertamente más elevado que el precedente, pero no aún el supremo. Por encima de él existe otro orden de grandeza, y es el orden del amor, de la bondad (Pascal lo llama el orden de la santidad y de la gracia). Una gota de santidad –decía Gounod– vale más que un océano de genio. Al santo no le añade ni le quita nada ser guapo o feo, docto o iletrado. Su grandeza es de un orden distinto.

        El cristianismo pertenece a este tercer nivel. En la novela Quo vadis, un pagano pregunta al apóstol Pedro, recién llegado a Roma: «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; vuestra religión, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro le responde: ¡el amor! [10]. El amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le representa, y lo es, como un niño. Se le puede dar muerte con muy poco, como –lo hemos contemplado con horror en Italia en las pasadas semanas– se puede hacer con un niño. Sabemos por experiencia en qué se convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad...

4. Amor que perdona

        «El eros de Dios para con el hombre –prosigue la encíclica–, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona» (n.10).

        También esta cualidad resplandece en el grado máximo en el misterio de la cruz. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos! Pablo dice que a duras penas se encuentra quién esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).

        Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas le amara, ¡sino porque Él le amaba! No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándoles amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

        Debemos reflexionar en qué modo, concretamente, el amor de Cristo en la cruz puede ayudar al hombre de hoy a encontrar, como dice la encíclica, «la orientación de su vivir y de su amar». Aquél es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo, sino en todo caso la enemistad (Ef 2, 16). Jeremías, el más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo: «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11,20); Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

        Es precisamente de esta misericordia y capacidad de perdón de lo que tenemos necesidad hoy, para no resbalar cada vez más en el abismo de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas [literalmente] de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13)

        Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en el corazón (cordis) respecto al propio enemigo, comprender de qué pasta estamos hechos todos y por lo tanto perdonar. ¿Qué podría ocurrir si, por un milagro de la historia, en Oriente Próximo, los dos pueblos en lucha desde hace décadas, más que en las culpas empezaran a pensar los unos en el sufrimiento de los otros, a apiadarse los unos de los otros? Ya no sería necesario ningún muro de división entre ellos. Lo mismo se debe decir de muchos otros conflictos presentes en el mundo, incluidos aquellos entre las diferentes confesiones religiosas e Iglesias cristianas.

        Cuánta verdad en el verso de nuestro Pascoli: «¡Hombres, tened paz! Que en la prona tierra grande es el misterio» [11]. Un común destino de muerte se cierne sobre todos. ¡La humanidad está envuelta por tanta oscuridad e inclinada («prona») bajo tanto sufrimiento que deberíamos también tener un poco de compasión y de solidaridad los unos con los otros!

5. El deber de amar

        Hay otra enseñanza que nos viene del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El amor de Dios por el hombre es fiel y eterno: «Con amor eterno te he amado», dice Dios al hombre en los profetas (Jr, 31, 3), y también: «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89, 34). Dios se ha ligado a amar para siempre, se ha privado de la libertad de volver atrás. Es éste el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha transformado en «nueva y eterna».

        En la encíclica papal leemos: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad –“sólo esta persona”–, y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» [12].

        En nuestra sociedad se cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio; qué necesidad de «vincularse» tiene el amor, que es todo impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos quienes rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor libre o la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la relación profunda y vital que hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «atarse» a amar para siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber».

        «Sólo cuando existe el deber de amar –apuntó el filósofo que, después de Platón, ha escrito las cosas más bellas sobre el amor, Kierkegaard–, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación» [13]. El sentido de estas palabras es que la persona que ama, cuanto más intensamente ama, más percibe con angustia el peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros, sino de ella misma. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que, ahora que está en la luz del amor, ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene «atándose» a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, a la eternidad su acto de amor, el cual se sitúa en el tiempo.

        Ulises deseaba volver a ver su patria y a su esposa, pero tenía que atravesar el lugar de las sirenas que fascinan a los navegantes con su canto y les llevan a estrellarse contra las rocas. ¿Qué hizo? Se hizo atar al mástil de la nave, después de haber tapado con cera los oídos a sus compañeros. Al llegar a tal lugar, hechizado gritaba para que le desataran y poder alcanzar a las sirenas, pero sus compañeros no podían oírle, y así pudo volver a ver su patria y volver a abrazar a su esposa e hijo [14]. Es un mito, pero ayuda a entender el porqué, también humano y existencial, del matrimonio «indisoluble» y, en un plano diferente, de los votos religiosos.

        El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace «feliz e independiente» en el sentido de que protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dadme un verdadero enamorado –decía el mismo pensador– y él os dirá si, en amor, existe oposición entre placer y deber; si el pensamiento de «deber» amar para toda la vida procura al amante temor y angustia, o más bien gozo y felicidad total.

        Apareciéndose un día de Semana Santa a la beata Angela de Foligno, Cristo le dijo una palabra que se ha hecho célebre: «¡No te he amado en broma!» [15]. Cristo verdaderamente no nos ha amado en broma. Existe una dimensión lúdica y graciosa en el amor, pero él mismo no es una broma; es lo más serio y lo más cargado de consecuencias que existe en el mundo; la vida humana depende de él. Esquilo compara el amor con un leoncillo que se cría en casa, «dócil y tierno primero más que un niño», con el que se puede hasta bromear, pero que, creciendo, es capaz de causar estragos y manchar la casa de sangre [16].

        Estas consideraciones no bastarán para modificar la cultura presente que exalta la libertad de cambiar y la espontaneidad del momento, la práctica del «usar y tirar» aplicada también al amor. (Se encargará, lamentablemente, de hacerlo la vida, cuando al final uno se encuentre con cenizas en la mano y la tristeza de no haber construido nada duradero con el propio amor). Pero que por lo menos sirvan, estas consideraciones, para confirmar la bondad y la belleza de la propia elección a aquellos que han decidido vivir el amor entre el hombre y la mujer según el proyecto de Dios y sirvan para animar a muchos jóvenes a hacer la misma opción.

        No nos queda más que entonar con Pablo el himno al amor victorioso de Dios. Nos invita ha realizar con él una maravillosa experiencia de sanación interior. Piensa en todas las cosas negativas y en los momentos críticos de su vida: la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Los contempla a la luz de la certeza del amor de Dios y grita: «¡Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquél que nos amó!».

        Alza entonces la mirada; desde su vida personal pasa a considerar el mundo que le rodea y el destino humano universal, y de nuevo la misma certeza gozosa: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida..., ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 37-39).

        Recojamos su invitación, en este Viernes de Pasión, y repitamos para nosotros sus palabras mientras, dentro de poco, adoremos la cruz de Cristo.

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[1] H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, The Gospel of Thomas, HarperSan Francisco, s.d., p. 125.
[2] R. Brown, The Death of the Messiah, II, New York 1998, pp. 1092-1096.
[3] Ver el logion 114 en el mismo Evangelio de Tomás (ed. Mayer, p. 63); en el Evangelio de los Egipcios Jesús dice: «He venido a destruir las obras de la mujer» (Cf. Clemente Al., Stromati, III, 63). Esto explica por qué el Evangelio de Tomás se convierte en el evangelio de los maniqueos, mientras que fue combatido severamente por los autores eclesiásticos (por ejemplo por Hipólito de Roma) que defendían la bondad del matrimonio y de la creación en general.
[4] Paradiso, V, 73-80.
[5] Benedicto XVI, Enc. «Deus caritas est», n.12.
[6] Cf. N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI, 2 (PG 150, 645)
[7] Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6,6 (GCS, 1925, p. 384 s).
[8] Enc. «Deus caritas est», n.5.
[9] Cf. B. Pascal, Pensieri, 793, ed. Brunschvicg.
[10] Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, cap. 33.
[11] Giovanni Pascoli, «I due fanciulli».
[12] Enc. «Deus caritas est», n.6.
[13] S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, I, 2, 40, ed. a cura di C. Fabro, Milano 1983, p. 177 ss.
[14] Cf. Odisea, canto XII.
[15] Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23 (ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612).
[16] Eschilo, Agamennone, vv. 717 ss.