Benedicto XVI recuerda el Vía Crucis de Juan Pablo II
Intervención de Benedicto XVI al rezar la oración mariana del Ángelus desde la ventana de su estudio junto a miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 2 abril 2006.
La sal de la tierra: quién es y cómo piensa Benedicto XVI (4ª ed.)
Joseph Ratzinger entrevistado por Peter Seewald

¡Queridos hermanos y hermanas!

        El 2 de abril del año pasado, un día como hoy, el querido Papa Juan Pablo II vivía en estas mismas horas las última fase de su peregrinación terrena, una peregrinación de fe, de amor y de esperanza, que ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Su agonía y su muerte constituyen como una prolongación del Triduo pascual. Todos recordamos las imágenes de su último Vía Crucis, el Viernes Santo: al no poder ir al Coliseo, lo siguió desde su capilla privada, teniendo entre sus manos una cruz. Después, en el día de Pascua, impartió la bendición «urbi et orbi» sin poder pronunciar palabras, sólo con el gesto de la mano. Fue la bendición más dolorosa y conmovedora que nos dejó como máximo testimonio de su voluntad de cumplir con su ministerio hasta el final. Juan Pablo II murió como había vivido, animado por la indomable valentía de la fe, abandonándose en Dios y encomendándose a María santísima. Esta noche le recordaremos con una vigilia de oración mariana en la Plaza de San Pedro, donde mañana celebraré por él la santa misa.

        Un año después de su paso de la tierra a la casa del Padre podemos preguntarnos: ¿qué nos ha dejado este gran Papa que introdujo a la Iglesia en el tercer milenio? Su herencia es inmensa, pero el mensaje de su largísimo pontificado se puede resumir en las palabras con las que lo quiso inaugurar, aquí, en la Plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978: «¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!». Juan Pablo II encarnó este llamamiento inolvidable con toda su persona y toda su misión de sucesor de Pedro, especialmente con su extraordinario programa de viajes apostólicos. Al visitar los países de todo el mundo, al encontrarse con las muchedumbres, las comunidades eclesiales, los gobernantes, los jefes religiosos y las diferentes realidades sociales, realizó algo así como un único y gran gesto de confirmación de las palabras iniciales. Siempre anunció a Cristo, proponiéndolo a todos, como había hecho el Concilio Vaticano II, como respuesta a las expectativas del hombre, expectativas de libertad, de justicia, de paz. Cristo es el Redentor del hombre –le gustaba repetir–, el único Salvador de toda persona y de todo el género humano.

        En los últimos años, el Señor le despojó paulatinamente de todo para asimilarle plenamente a él. Y cuando ya no podía viajar, y después ni siquiera caminar, y por último, ni siquiera hablar, su gesto, su anuncio, se redujo a lo esencial: al don de sí mismo hasta el final. Su muerte ha sido el cumplimiento de un testimonio coherente de fe, que ha tocado el corazón de muchos hombres de buena voluntad. Juan Pablo II nos dejó un sábado, día dedicado en particular a María, por la que siempre sintió una devoción filial. Le pedimos ahora a la celestial Madre de Dios que nos ayude a conservar como un tesoro todo lo que nos dio y enseñó este gran pontífice.