LA CIZAÑA Y EL BUEN TRIGO

Salvador Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962

         "¡Divina pedagogía de las parábolas!: luminosas y claras, para las almas sencillas; ininteligibles, para los complicados e indóciles: por eso los fariseos no las entienden. El sembrador, el campo, el enemigo, la cizaña... Acércate más a Cristo, y dile que te explique la parábola –edissere nobis parabolam– en la intimidad de tu oración."

San Josemaría Escrivá, 24-III-1931.


Para no estropear la cosecha

        Estos días he releído la parábola de la cizaña en el campo, y me han impresionado particularmente algunas palabras del Señor: Cum autem crevisset herba et fructum fecisset, tunc apparuerunt et zizania (Mt 13, 26), cuando la hierba creció y dio fruto, apareció también la cizaña. Un hombre bueno había sembrado ya en su campo buen trigo cuando su enemigo llegóse alli a escondidas y arrojó cizaña en medio del sembrado.

        En nuestra meditación ante la presencla del Señor, nos detendremos sobre esas pocas palabras que acabamos de citar: nos detendremos a contemplar esa cizaña que brota entre el buen trigo y pasaremos a considerar cómo en nuestra alma, el mal despunta también sobre el bien y entre el bien. Esas breves palabras nos dejan advertidos y nos invitan a estar atentos, a vigilar, para que no suceda que convirtamos en mal el bien que hay en nosotros, el bien que hemos realizado o que venimos realizando, o lo echemos a perder con el mal qué sobrevenga.

Entre nuestro bien puede surgir el mal y es necesario combatirlo

        Las palabras de Jesús expresan una realidad de la cual tenemos intima y personal experiencia. En nuestra alma y en nuestra vida, como en el campo de la parábola, el mal despunta sobre el bien y entre el bien. Y hemos de emplearnos tenazmente, y vivir con espíritu de vigilancia, para que, en nuestro propio ser, no destruya, disminuya ó corrompa el bien. Adentrémonos, a la luz de la doctrina ascética, en nuestra personal experiencia –experiencia de cristianos que desean vivir cristianamente– para ver cómo se repite, en nuestra vida, esa dolorosa realidad a la que alude la parábola.

        He aquí, para empezar, un primer ejemplo tomado del Evangelio: Dos hombres subieron al templo a orar: esto es trigo bueno, esto es el bien, y un bien grandísimo: el de la oración, adoración que la criatura tributa al Creador, conversación del hijo con su Padre. Pero he aquí que, en la oración de uno de aquellos dos hombre, brota el mal del orgullo, de la complacencia en sí mismo llevada hasta el desprecio del otro: sobre el bien y en medio del bien, despunta, por consiguiente, el mal.

        Entre el buen trigo, brota la cizaña. Pharisaeus stans, haec apud se orabat: Deus, gratias ago tibi, quia non sum sicut caeteri hominum (Lc 18, 11); el fariseo, erguido, en pie, oraba de este modo en su interior: "Te doy gracias, oh Dios, porque yo no soy como los demás hombres." En el orden de la virtud, tampoco es raro, por desgracia, encontrarse con que en el bien (grande y hermoso) de la castidad brote a veces el mal del orgullo y del desprecio de los demás. Y tampoco es raro –nuestra personal experiencia puede darnos buena prueba de ello– ver despuntar el mismo mal del desprecio hacia los demás en el campo de una vida honesta y sacrificada.

Cada virtud y acto meritorio se puede corromper por el pecado

        No hay duda alguna de que el ayuno sea un bien, incluso un gran bien, hoy por desgracia un poco descuidado. La palabra de Dios nos lo recuerda: Bona est oratio cum ieiunio, se compagina bien la oración con el ayuno. Y, sin embargo, el Señor nos aconseja que vigilemos, para que en medio del bien del sacrificio no comparezca el mal de la vanidad, que vacía aquel bien, porque el vanidoso no recibirá otra recompensa que la ridícula merced (y eso si la recibe) de la admiración humana que neciamente busca. Para que de aquel bien no tenga que brotar este mal, el Señor nos amonesta: Cum ieiunes, lava faciem tuam et unge caput tuum, cuando ayunes, lávate la cara y perfúmate la cabeza; lo que es como decir: vigila sobre la rectitud de tu intención, para que el bien que realizas no se vacíe y destruya por el mal que sobrevenga, por el brote de la vanidad.

        No es de distinta naturaleza esa cizaña que se encarama –apuntando en ellos casi inadvertidamente– sobre los dones de naturaleza o de gracia, y sobre el bien de los éxitos que tales dones nos han procurado, cuando deducimos y afirmamos complacidos que tales dones son nuestros, que nos pertenecen, y nos negamos a admitir que los hemos recibido de Dios.

Hasta sobre la caridad puede crecer el mal y destruir la más valiosa de las virtudes

        Para conjurar el peligro de esta cizaña, el Apóstol de las Gentes nos hace una pregunta amonestadora: Quid habes quod non accepisti? ¿Qué tienes, que no hayas recibido?

        Todos sabemos que, en el campo sobrenatural, nada hay más grande que la caridad. Y, sin embargo, también sobre esta virtud, que es reina de las virtudes, pesa la insidia del mal que puede germinar en ella. La caridad, en efecto, para que pueda seguir siendo verdaderamente tal y ser caridad auténtica, ha de ser ordenada. Su jerarquía nos impone, ante todo amar a Dios por encima de todos; luego, amar ordenadamente a las personas –el prójimo–, según su vecindad a Dios, por una parte, y a nosotros mismos, por la otra.

        Descomponer semejante jerarquía y orden quiere decir no amar ya recta y cristianamente: quiere decir que sobre el bien de la caridad ha brotado el mal del egoísmo. Amar a los demás significa quererles bien, es decir, querer su bien, que es el bien sobrenatural. Sobre este punto no es raro ver que brote la cizaña sobre la caridad de los cristianos: creen querer amar cuando dan a las personas que dicen amar (y de las cuales pretenden ser amados) unos bienes que no son verdaderamente tales, porque se oponen a su verdadero bien.

        ¡Cuántas veces pasa de contrabando por amor lo que no es amor, sino puro egoísmo, y algunas veces refinado egoísmo! Entonces no amamos a los demás por Dios y por sí mismos, sino tan sólo por nosotros. Sigue siendo el mal del egoísmo, que brota sobre el bien de la caridad, lo vacía y lo destruye.

El gran bien del apostolado también tiene su punto de corrupción y puede degenerar en mal

        Que la actividad realizada para el bien de las almas, el apostolado, sea un gran bien, no se puede ciertamente dudar. Pero si tal actividad, por buena y santa que sea, nos hace prescindir de la oración o descuidar la vida de piedad u olvidar nuestros deberes de estado, tarde o temprano se transformará en cizaña, en cizaña que comparece precisamente en medio del buen trigo de Cristo.

        Cuando hablábamos acerca del "peligro de las cosas buenas", proferimos el angustiado lamento de un alma que se había percatado demasiado tarde de la cizaña brotada entre su buen trigo, y que al ver invadido el campo de su alma por esa cizaña, exclamaba: "¡La abnegación me ha perdido!" A precavernos de este peligro tiende aquella frase de Cristo a la hermana de María de Betania: Martha, Martha... sollicita es, et turbaris erga plurima: Porro unum est necessarium. Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas: pero una sola es necesaria. Pero también en otro caso, cuando el amor por las almas, el celo por su bien, de discreto llega a ser indiscreto o amargo, asistimos al brote de un mal entre el bien, al germinar de la cizaña entre el buen trigo.

        Con este motivo, podemos recordar las palabras con que el Señor refrenó la impaciencia de aquellos dos discípulos suyos que eran llamados "los hijos del trueno" y que querían hacer caer fuego del cielo para castigo de los habitantes de una ciudad que no había acogido inmediatamente la Buena Nueva por ellos predicada. En aquella ocasión, el Hijo del hombre dirigió a sus dos demasiado celosos discipulos estas palabras: "No sabéis a qué espíritu pertenecéis " Pues algunas veces, en efecto, nos sucede a los hombres que, primero no cumplimos con nuestro deber y luego, enardecidos por un espíritu de reparación y por un fervor que excede el justo límite, querríamos hacer más de cuanto es nuestro mismo deber.

        La misma enseñanza parece deducirse de la parábola de la cizaña, en la cual los labradores faltaron primero a su deber al adormecerse, y luego hubieran querido hacer incluso demasiado, arrancando la cizaña antes de tiempo. Pero entonces el dueño del campo dice unas palabras prudentes y moderadas: Sinite... usque ad messem, esperad a la siega.

La caída desde el bien a causa de la soberbia es siempre dramática

        Y así como el mal puede a menudo aparecer sobre el bien (si los hombres no vigilan de verdad), el amor a la verdad y al bien puede, por desgracia, transformarse en fanatismo y en espíritu de casta, cuando, por no estar rectamente iluminado y estar poco caritativamente dispuestos hacia los demás, no sabemos en la práctica distinguir entre el pecado y el pecador, entre el error y los que yerran. Y puede también ocurrir, una vez iniciada esta peligrosa pendiente, que hombres que están, sin embargo, consagrados al bien, obren y se comporten como si el bien, cuando no sea realizado por ellos mismos, no fuera ya bien.

        Cosa buena, incluso óptima, es ciertamente la espiritualidad. Pero si el hombre olvida que no es sólo espíritu, sino también materia; si juzga que sólo es ángel, no tarda en convertirse –a causa de la soberbia que lo saca fuera de su verdadero estado– en ángel rebelde. Entonces, las consecuencias son trágicas: Vidi Lucifer sicut fulgur de coelo cadentem, vi a Lucifer cayendo del cielo como un rayo. La caída precipitada de tales hombres que se habían situado soberbiamente a una altura que no era ni podía ser nunca la suya, es de tal modo vertiginosa que recuerda la del primer ángel rebelde y caído.¡Cuántos ejemplos de este género en la historia de la humanidad! Sin embargo, nosotros los hombres nunca acabamos de aprender la lección.

La obediencia y el recto deseo de servir a Dios puede decaer en falta de iniciativa

        No hay necesidad de recordar cuán santo sea y necesario para la propia santificación y para la consecución del bien común, el respeto y el obsequio que los súbditos deben a sus superiores: pero si tal respeto, santo y debido, se convierte en servilismo, ya no estamos frente a un bien. Ha brotado un mal, un mal que impide precisamente que los súbditos puedan servir rectamente a sus superiores.

        El servilismo desnaturaliza la relación de subordinación, porque priva al súbdito de la lealtad y de la sinceridad. Lo sitúa por debajo de su dignidad de persona humana, le impide prestar al superior cualquier verdadero y recto servicio. Lo mismo puede acaecer con la obediencia, cuado es mal entendida: puede suprimir el espíritu de iniciativa y el sentido de responsabilidad personal, decayendo y degenerando en pereza y en comodidad. Una vez más nos encontramos ante males que nacen sobre el bien y en medio del bien. Es la repetición de la parábola de la cizaña entre el buen trigo, en la intimidad de nuestras almas y en la concreta realidad de nuestra vida.

        Y no sucede de otro modo cuando el amor hacia la Iglesia se transforma, por orgullosa impaciencia ante las sombras humanas entrevistas en la fisonomía de la Esposa de Cristo, en escándalo farisaico que no acaba de entender el Misterio de la Iglesia. Los buenos hijos de la Iglesia (aquéllos para los cuales ella es Sancta Mater Ecclesia), nunca pretenden sustituir la sabiduría de Dios por sus personales puntos de vista, y por ello mientras adoran el designio de Dios, logran penetrar en el Misterio de la Iglesia, cuanto al hombre le es posible.

Vigilancia para descubrir los efectos ocultos y paciencia para perseverar un día y otro en la lucha contra ellos

        Podríamos continuar con más ejemplos: pero cuanto hemos dicho basta para hacernos comprender que la enseñanza de la parábola se refiere muy de cerca a nuestra alma: el mal nace a menudo en el bien y entre el bien, igual que la cizaña brota entre el buen trigo. Y para terminar, recojamos de la misma parábola dos consejos, para evitar que el mal ahogue el bien en nuestra alma y en nuestra vida.

        El primero es aquella invitación del Señor a la vigilancia para evitar lo que en la parábola fue el origen de todo mal: ... dum dormirent homines, mientras los hombres dormían, el sueño, la desatención, la negligencia, que favorecen la acción del hombre enemigo y la insurrección del mal, tanto más cuanto que el enemigo no duerme: antes al contrario, cuanto más realiza el hombre el bien, más lo tienta el enemigo; cuanto más alto asciende el hombre, más lo acecha el enemigo. Qui stat –nos advierten las Sagradas Escrituras– caveat ne cadat: quien está de pie, esté atento para no caer. Cadunt cedri de Libano, nos amonesta la Biblia; también los cedros del Líbano caen.

        El segundo consejo que Cristo nos ofrece se refiere a la paciencia, paciencia con nosotros mismos y con los demás. In patientia vestra possidebitis animas vestras, en vuestra paciencia poseeréis vuestras almas, nos dice El en otro lugar del Evangelio: el precio último de nuestra santidad es así la paciencia, esa paciencia en la cual la palabra de Dios da fruto: fructum afferunt in patientia. Paciencia que es humilde siempre, y prudencia y humilde voluntad de no sustituir jamás a los planes de Dios por nuestros planes.