Benedicto XVI da inicio a la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general celebrada en el Aula Pablo VI sobre la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que en la mayoría de los países se celebra del 18 al 25 de enero.
Ciudad del Vaticano, 18 enero 2006.
Unidos en su nombre

        «Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 18, 19). Esta solemne aseguración de Jesús a sus discípulos sostiene nuestra oración. Comienza hoy la ya tradicional Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, cita importante para reflexionar sobre el drama de la división de la comunidad cristiana y pedir junto al mismo Jesús «que todos sean uno para que el mundo crea» (Juan 17, 21). También nosotros lo hacemos aquí, en sintonía con una gran multitud en el mundo. La oración «por la unión de todos» involucra con formas y tiempos diferentes a católicos, ortodoxos y protestantes, aunados por la fe en Jesucristo, único Señor y Salvador.

        La oración por la unidad forma parte de ese núcleo central que el Concilio Vaticano II llama «el alma de todo el movimiento ecuménico» («Unitatis redintegratio», 8), núcleo que comprende precisamente las oraciones públicas y privadas, la conversión del corazón y la santidad de vida. Esta visión nos presenta el centro del problema ecuménico, que es la obediencia al Evangelio para hacer la voluntad de Dios con su ayuda necesaria y eficaz. El Concilio lo explicó explícitamente a los fieles declarando: «cuanto más se unan en estrecha comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y fácilmente podrán acrecentar la mutua hermandad» (ibídem, 7).

Oración en común         Los elementos que, a pesar de la división permanente siguen uniendo a los cristianos, sostienen la posibilidad de elevar una oración común a Dios. Esta comunión en Cristo sostiene todo el movimiento ecuménico y apunta hacia el objetivo de la búsqueda de la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Dios. Esto distingue el movimiento ecuménico de cualquier otra iniciativa de diálogo o de relaciones con otras religiones e ideologías. Sobre esto también había sido precisa la enseñanza del decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II: «En este movimiento de unidad, llamado ecuménico, participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y salvador» (ibídem, 1). Las oraciones comunes que tienen lugar en todo el mundo particularmente en este período, o en torno a Pentecostés, expresan además la voluntad de un empeño común por el restablecimiento de la comunión plena de todos los cristianos. Estas oraciones comunes «son un medio muy eficaz para impetrar la gracia de la unidad» (ibídem, 8). Con esta afirmación, el Concilio Vaticano II interpreta en definitiva lo que dice Jesús a sus discípulos, a quienes les asegura que si dos se reúnen en la tierra para pedir algo al Padre que está en los cielos, Él lo concederá «porque» donde dos o tres se reúnen en su nombre, él está en medio de ellos. Después de la resurrección Él asegura que estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). La presencia de Jesús en la comunidad de los discípulos y en nuestra oración garantiza la eficacia. Hasta el punto de que promete que «todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mateo 18, 18).

Rezar por la unidad

        Pero no nos limitamos a impetrar. Podemos también dar gracias al Señor por la nueva situación que con esfuerzo se ha creado en las relaciones ecuménicas entre los cristianos con la fraternidad que se ha vuelto a encontrar a través de los fuertes lazos de solidaridad establecidos, del crecimiento de la comunión y de las convergencias realizadas –ciertamente de manera desigual– entre los diferentes diálogos. Hay muchos motivos para dar gracias a Dios. Y si todavía queda mucho por hacer y esperar, no olvidemos que Dios nos ha dado mucho en el camino hacia la unión. Por este motivo, le estamos agradecidos por estos dones. El futuro está ante nosotros. El Santo Padre Juan Pablo II, de feliz memoria, que tanto hizo y sufrió por la cuestión ecuménica, nos ha enseñado oportunamente que «reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad» («Ut unum sint», 41). Por tanto, hermanos y hermanas, sigamos rezando para que seamos conscientes de que la santa causa del restablecimiento de la unidad de los cristianos supera nuestras pobres fuerzas humanas y que la unidad, en definitiva, es un don de Dios.