La manifestación de Jesús explica el carácter misionero de la Iglesia

Palabras que dirigió Benedicto XVI al rezar el Ángelus desde la ventana de su estudio junto a los peregrinos congregados en la plaza de San Pedro.

Ciudad del Vaticano, 6 enero 2006.


¡Queridos hermanos y hermanas!

        Celebramos hoy la Epifanía del Señor, es decir, su manifestación a las gentes, representadas por los Magos, misteriosos personajes venidos de Oriente, de los que habla el Evangelio según Mateo (Mateo 2, 1-12). La adoración de Jesús por parte de los Magos fue reconocida inmediatamente como cumplimiento de las Escrituras proféticas. «Caminarán las naciones a tu luz –se lee en el libro de Isaías–, y los reyes al resplandor de tu alborada… trayendo oro e incienso y pregonando alabanzas al Señor» (Isaías 60, 3.6). La luz de Cristo, que en la gruta de Belén está como contenida, hoy se expande en todo su esplendor universal. Mi pensamiento se dirige particularmente a los queridos hermanos y hermanas de las Iglesias orientales que, siguiendo el calendario juliano, celebran hoy la santa Navidad: les dirijo mi más cordial augurio de paz y de bien en el Señor.

        Hoy resulta espontáneo recordar la Jornada Mundial de la Juventud. En el pasado mes de agosto, congregó en Colonia a más de un millón de jóvenes, que enarbolaban como lema las palabras de los Magos referidas a Jesús: «Hemos venido a adorarle» (Mateo 2, 2). ¡Cuántas veces las escuchamos y repetimos! Ahora no podemos escucharlas sin volver espiritualmente a aquel memorable acontecimiento que representó una auténtica «epifanía». De hecho, la peregrinación de los jóvenes en su dimensión más profunda, puede ser vista como un itinerario guiado por la luz de una «estrella», por la luz de la fe. Y hoy quiero extender a toda la Iglesia el mensaje que propuse entonces a los jóvenes reunidos en las orillas de Rin: «¡Abrid de par en par vuestro corazón a Dios, dejaos sorprender por Cristo! ¡Abrid las puertas de vuestra libertad a su amor misericordioso! Exponed vuestras alegrías y penas a Cristo, dejando que Él os ilumine con su luz la mente y toque con su gracia vuestro corazón» (Discurso del 18 de agosto de 2005).

        Quisiera que en toda la Iglesia se respirara, como en Colonia, la atmósfera de «epifanía» y de auténtico compromiso misionero suscitado por la manifestación de Cristo, luz del mundo, enviado por Dios Padre para reconciliar y unificar la humanidad con la fuerza del amor. Con este espíritu, recemos con fervor por la plena unidad de todos los cristianos para que su testimonio se convierta en fermento de comunión para el mundo entero. Con este motivo, invoquemos la intercesión de María Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia.