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El Papa Pío
X lo nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de
todas las obras relacionadas con la propagación de la fe. Sir
Walter Scott comentó: «El protestante más rígido
y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo
reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido,
la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador
que haya ido nunca en embajada alguna».
De
Javier a París
Francisco nació
en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España.
Era el benjamín de la familia. A los dieciocho años fue
a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa
Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Dios estaba
preparando grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco Javier tuviese
como compañero de la pensión a Pedro Fabro, que sería
como él jesuita y luego beato, también providencialmente
conoció a un extraño estudiante llamado Ignacio de Loyola,
ya bastante mayor que sus compañeros. Al principio Francisco
rehusó la influencia de Ignacio el cual le repetía la
frase de Jesucristo: «¿De qué le sirve a un hombre
ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?». Este
pensamiento al principio le parecía fastidioso y contrario a
sus aspiraciones, pero poco a poco fue calando y retando su orgullo
y vanidad. Por fin san Ignacio logró que Francisco se apartara
un tiempo para hacer un retiro especial que el mismo Ignacio había
desarrollado basado en su propia lucha por la santidad. Se trata de
los «Ejercicios Espirituales». Francisco fue guiado por
Ignacio en aquellos días de profundo combate espiritual y quedó
profundamente transformado por la gracia de Dios. Comprendió
las palabras que Ignacio: «Un corazón tan grande y un alma
tan noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos.
Tu ambición debe ser la gloria que dura eternamente».
Llegó a
ser uno de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de
los jesuitas, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre,
en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y resolvieron ir a Tierra
Santa para comenzar desde allí su obra misionera, poniéndose
en todo caso a la total dependencia del Papa. Junto con ellos recibió
la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más
tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía.
Abandonado el proyecto de Tierra Santa, emprendieron camino hacia Roma,
en donde Francisco colaboró con Ignacio en la redacción
de las Constituciones de la Compañía de Jesús.
A
las misiones
En 1540, San Ignacio
envió a Francisco de Javier y a Simón Rodríguez
a la India en la primera expedición misional de la Compañía
de Jesús. Para embarcarse, Javier llegó a Lisboa hacia
fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el padre Rodríguez,
quien se ocupaba de asistir a los enfermos en el hospital donde vivía.
Javier se hospedó también ahí y ambos solían
salir a catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones
en la corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa
fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo que quedarse
en Lisboa. También San Francisco Javier se vio obligado a permanecer
ahí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a San
Ignacio: «El rey no está todavía decidido a enviarnos
a la India, porque piensa que aquí podremos servir al Señor
tan eficazmente como allí». Pero Dios tenía otros
planes y Francisco Javier partió hacia las misiones el 7 de abril
de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó
un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en
el oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase más que
un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar consigo
a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar
la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo
sepa». Con él partieron a la India el P. Pablo de Camerino,
que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún
no había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa
carta de despedida que el santo escribió a San Ignacio, le decía
a propósito de este último, que poseía «un
bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria».
Otros cuatro navíos
completaban la flota. En el barco viajaba el gobernador de la India,
Don Martín Alfonso Sousa y, además de la tripulación,
había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación
y entre los pasajeros había gente de toda clase y Javier tuvo
que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes.
Los domingos predicaba al pie del palo mayor. Convirtió su camarote
en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos,
a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir
mucho a él también. Pronto se desató a bordo una
epidemia de escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del
cuidado de los enfermos. La expedición navegó meses para
alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente
africano y llegar a Mozambique, donde se detuvo durante el invierno;
después siguió por la costa este de África oriental
y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, la expedición llegó
a Goa, el 6 de mayo de 1542.
La
pérdida de la fe entre los cristianos de las colonias
Goa era colonia portuguesa
desde 1510. Había ahí un número considerable de
cristianos, con obispo, clero y varias iglesias. Pero muchos portugueses
se habían dejado arrastrar por la ambición y los vicios,
y muchos abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído
en desuso; se usaba el rosario para contar el número de azotes
que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos
alejaba de la fe a los indígenas. Esto fue un reto para San Francisco
Javier. El misionero comenzó por instruir a los portugueses en
los principios de la religión y a formar a los jóvenes
en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana
en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y
prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita
para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos
acudían en gran cantidad y el santo les enseñaba el Credo,
las oraciones y la practica de la vida cristiana. Todos los domingos
celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos y a los
hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con
el prójimo le ganaron muchas almas. Uno de los pecados más
comunes era el concubinato de los portugueses con las mujeres del país.
Javier predicó la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía
ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos.
Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía
adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un
método que tuvo tal éxito que, poco después, toda
Goa cantaban las canciones que él había compuesto.
Misionero
con los paravas
Cinco meses más
tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería,
que se extienden frente a Ceilán desde el Cabo de Comorín
hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas. Estos habían
aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses
contra los árabes y otros enemigos; pero, por falta de instrucción,
conservaban aún las supersticiones del paganismo. Javier partió
en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era
cristiana y nada más». El santo hizo trece veces aquel
viaje peligroso, bajo el calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad,
aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y confirmar
a los ya bautizados. Los paravas, que hasta entonces no conocían
siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes.
A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que
a veces tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo,
que apenas podía moverlos. Los generosos paravas, que eran de
casta baja, dieron a Javier una acogida muy calurosa, en tanto que los
brahamanes, de clase alta, recibieron al santo con gran frialdad, y
su éxito con ellos fue tan reducido que, tras un año,
sólo había logrado convertir a un brahamán.
Por su parte, Javier
se adaptó plenamente al pueblo con el que vivía. Con los
pobres comía arroz y dormía en el suelo de una choza.
Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió
a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígena
y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos
del país. El santo escribió a Mansilhas una serie de cartas
que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender
el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó.
El escándalo
de los malos cristianos: espina en el corazón
Nada podía desanimar a Francisco. «Si no encuentro una
barca- dijo en una ocasión- iré nadando». Al ver
la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar
comentó: «Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos
se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar».
Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador. El sufrimiento
de los nativos a manos de los paganos y los portugueses se convirtió
en lo que él describía como «una espina que llevo
constantemente en el corazón». En cierta ocasión,
fue raptado un esclavo indio y el santo escribió: «¿Les
gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por
la fuerza a un portugués al interior del país? Los indios
tienen idénticos sentimientos que los portugueses». Poco
tiempo después, San Francisco Javier extendió sus actividades
a Travancore. Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo
ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas
las poblaciones y que bautizó a muchos habitantes. En seguida,
escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre
los nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de
los niños, a quienes divertía mucho repetir a otros lo
que acababan de aprender de labios del misionero. Los badagas del norte
cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín, destrozaron
las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos como
esclavos. Ello entorpeció la obra misional del santo. Según
se cuenta, en cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro
del enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse.
Por otra parte, también los portugueses entorpecían la
evangelización; así, el comandante de la región
estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando el
propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas,
San Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas:
«Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle
auxilio sin demora». De no haber sido por los esfuerzos infatigables
del santo, los badagas hubieran exterminado a los paravas. Hay que decir,
en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe resistió a todos
los embates.
El reyezuelo de
Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que
había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí
a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó
una expedición punitiva que debía partir de Negatapam.
San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la expedición
no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender
una peregrinación, a pie, al santuario del Apóstol Santo
Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa
a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas
de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión
de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba
con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros
milagros.
Carta
de protesta al rey
En 1545, el santo escribió
una carta desde Cochín al rey de Portugal. En ella habla del
peligro en que estaban los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados
y desalentados por las injusticias y vejaciones que les imponen los
propios oficiales de Vuestra Majestad . . . Cuando nuestro Señor
llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad
las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste
a aquellos de tus súbitos sobre los que tenías autoridad
y que me hicieron la guerra en la India?'». El santo habla muy
elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega
al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que
éste haya rendido su informe en Lisboa. «Como espero morir
en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad
en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para que
nos encontremos en el otro, ciertamente estaremos más descansados
que en éste». San Francisco Javier repite sus alabanzas
sobre el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez,
en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los europeos:
«No titubean en hacer el mal, porque piensan que no puede ser
malo lo que se hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy aterrado
ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí a
la conjugación del verbo 'robar'».
Malaca
En la primavera de 1545,
San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro
meses. Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque
la había conquistado para la corona portuguesa en 1511 y desde
entonces se había convertido en un centro de costumbres licenciosas.
El santo fue acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad,
y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma. En los dieciocho
meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una época
muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un
mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él
da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar
con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio
sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de
los cuales había colonia de mercaderes portugueses. Aunque sufrió
mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio: «Los
peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo
por Dios, son primavera de gozo espiritual. Estas islas son el sitio
del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder
la vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría.
No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores y
los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones
materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados
y los amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el santo pasó
ahí otros cuatro meses predicando, y entonces oyó hablar
del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció a Anjiro,
un fugitivo de Japón. Javier desembarcó nuevamente en
la India, en 1548. Pasó los siguientes quince meses viajando
sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para
consolidar su obra (sobre todo el «Colegio Internacional de San
Pablo» en Goa) y preparar su partida al Japón, en el que
hasta entonces no había penetrado ningún europeo.
Japón
En abril de 1549, partió
de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía
de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que tomó
el nombre de Pablo) y por dos japoneses que se habían convertido
al cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción desembarcaron
en Kagoshima, Japón. San Francisco Javier se dedicó a
aprender el japonés y logró traducir una exposición
muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se
mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo,
había logrado unas cien conversiones. Ello provocó las
sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese
predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio
con sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos.
Antes de partir de Kagashima, fue a visitar la fortaleza de Ichku; ahí
convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al criado de
ésta, a algunas personas más. Diez años más
tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía
de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada.
San Francisco Javier
se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de
la ciudad acogió bien a los misioneros, y en unas cuantas semanas
pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima
en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P.
Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés
a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante
del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes
de la región se burlaron de él.
Javier quería
ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad de Japón.
Después de un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo
más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros.
Era diciembre y las lluvias, la nieve y los abruptos caminos hicieron
el viaje muy penoso. En febrero llegaron a Miyako. Ahí se enteró
el santo de que para tener una entrevista con el gobernador necesitaba
pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por otra parte, como
una guerra civil hacía estragos en la ciudad, Javier comprendió
que, por el momento, no podía hacer ningún bien ahí,
y volvió a Yamaguchi quince días después. Viendo
que la pobreza de su persona se convertía en un obstáculo
para llegar al gobernador, se vistió con gran pompa y fue al
gobernador escoltado por sus compañeros, con toda la regalía
de su título de embajador de Portugal. Le entregó las
cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la
India y le regaló una caja de música, un reloj y unos
anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con
esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un
antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí.
Habiendo obtenido así la protección oficial, San Francisco
Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas
personas.
Habiéndose
enterado de que un navío portugués había atracado
en Funai, el santo partió para allá y resolvió
partir en ese barco a visitar sus comunidades cristianas en la India
antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón,
que eran ya unos 2.000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y
del hermano Fernández. A pesar de las dificultades que sufrió,
Javier opinaba que «no hay entre los infieles ningún pueblo
más bien dotado que el japonés».
Regreso
a la India y expedición a la China
La cristiandad había
prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero también
se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre
los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba
urgentemente la atención del santo. Javier emprendió la
tarea con tanta caridad como firmeza. El 25 de abril de 1552 se embarcó
nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante
jesuitas, un criado indio y un joven chino. En Malaca, el santo fue
recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India había
nombrado embajador ante la corte de China. San Francisco tuvo que hablar
en Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco
de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro
de Ataide era enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejar
partir a Pereira y a Javier, tanto en calidad de embajador como de comerciante.
Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Javier, ni
siquiera cuando éste le mostró el breve por el que había
sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de oponer obstáculos
a un nuncio pontificio, Ataide incurría en excomunión
y finalmente Ataide permitió que Javier partiese a China. El
santo envió al Japón al sacerdote jesuita y sólo
conservó a su lado al joven chino, que se llamaba Antonio. Con
su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que hasta
entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de
agosto de 1552, la expedición llegó a la isla desierta
de Sancián (Shang-Chawan) que dista unos 20 kilómetros
de la costa y está situada 100 kilómetros al sur de Hong
Kong.
Muerte
a las puertas de China
Francisco Javier escribió
desde ahí varias cartas. Una de ellas iba dirigida a Pereira,
a quien el santo decía: «Si hay alguien que merezca que
Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su
éxito». En seguida, describía las medidas que había
tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había conseguido
que un mercader chino se comprometiese a desembarcarle de noche en Cantón.
En tanto que llegaba la ocasión, Javier cayó enfermo.
Como sólo quedaba uno de los navíos portugueses, el santo
se encontró en la miseria. En su última carta escribió:
«Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de vivir
como ahora». El mercader chino no volvió a presentarse.
El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió
en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño,
de suerte que al día siguiente pidió que le trasportasen
de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don
Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron
a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo
comerciante portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha,
que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo Francisco
Javier, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías,
sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba
constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3
de diciembre, según escribió Antonio, «viendo que
estaba moribundo, le puse en la mano un cirio encendido. Poco después,
entregó el alma a su creador y Señor con gran paz y reposo,
pronunciando el nombre de Jesús». San Francisco Javier
tenía entonces cuarenta y seis años y había pasado
once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro
asistieron Antonio, un portugués y dos esclavos.
El cuerpo se conserva
incorrupto. Uno de los tripulantes del navío había aconsejado
que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más
tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a
abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron
que se conservaba perfectamente fresco y que no había perdido
el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo
olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos
salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al
fin del año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron
que se hallaba incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia
del Buen Jesús.
Francisco Javier
fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa
de Ávila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.
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