Meditación sobre los días de Todos los Santos y los Fieles Difuntos

Intervención de Benedicto XVI en la solemnidad de Todos los Santos, al rezar desde la ventana de su estudio la oración mariana del Ángelus junto a miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.

Ciudad del Vaticano, 2 de noviembre 2005.

 


 

 

 

 

 

 

Somos para una vida incorruptible de eterna dicha

¡Queridos hermanos y hermanas!

        Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos, que nos permite experimentar la alegría de formar parte de la gran familia de los amigos de Dios, o, como escribe san Pablo, «participar en la herencia de los santos en la luz» (Colosenses 1, 12). La liturgia vuelve a presentar la expresión llena de sorpresa del apóstol Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Juan 3, 1). Sí, ser santos significa realizar plenamente lo que ya somos en cuanto elevados, en Cristo Jesús, a la dignidad de los hijos adoptivos de Dios (Cf. Efesios 1, 5; Romanos 8, 14-17). Con la encarnación del Hijo, su muerte y su resurrección, Dios ha querido reconciliar consigo a toda la humanidad y permitirle compartir su misma vida. Quien cree en Cristo Hijo de Dios renace «de lo alto», vuelve a ser como engendrado por obra del Espíritu Santo (Cf. Juan 3, 1-8). Este misterio se actúa en el sacramento del Bautismo, mediante el cual la madre Iglesia da a luz a los «santos».

        La nueva vida, recibida en el Bautismo, no está sometida a la corrupción ni al poder de la muerte. Para quien vive en Cristo, la muerte es el paso de la peregrinación terrena a la patria del Cielo, donde el Padre acoge a todos sus hijos, «de toda nación, razas, pueblos y lenguas», como leemos hoy en el libro del Apocalipsis (7, 9). Por este motivo, es muy significativo y apropiado que, después de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos haga celebrar mañana la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. La «comunión de los santos», que profesamos en el Credo, es una realidad que se constituye aquí, pero que se manifestará plenamente cuando veamos a Dios «tal cual es» (1 Juan 3, 2). Es la realidad de una familia unida por profundos lazos de solidaridad espiritual, que une a los fieles difuntos con quienes peregrinan en el mundo. Un lazo miserioso, pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía. En el Cuerpo místico de Cristo, las almas de los fieles se encuentran superando la barrera de la muerte, rezan las unas por las otras, realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. Con esta dimensión de fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de manera especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pascua de Cristo, que ha abierto a los creyentes la entrada en la vida eterna.

        Uniéndome espiritualmente a quienes van a los cementerios a rezar por sus difuntos, también yo me recogeré mañana por la tarde en oración en las Grutas Vaticanas ante las tumbas de los Papas, que coronan el sepulcro del apóstol Pedro, y recordaré en particular al querido Juan Pablo II. Queridos amigos, que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea una oportunidad para pensar sin temor en el misterio de la muerte y cultivar esa incesante vigilancia que nos prepara para afrontarlo con serenidad. Que nos ayude para ello la Virgen María, Reina de los santos, a quien nos dirigimos ahora con confianza filial.