Meditación improvisada en la primera congregación del Sínodo

Meditación improvisada que dirigió Benedicto XVI después del rezo de la Hora Tercia, cuya lectura estaba tomada de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (13, 11), al comenzar la primera congregación general del Sínodo de los Obispos.

Ciudad del Vaticano, 4 octubre 2005.

 


Hermanos, alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros.

        Queridos hermanos:

        El texto de la Hora Tercia de hoy implica cinco imperativos y una promesa. Intentemos entender un poco mejor qué trata de decirnos el Apóstol con estas palabras. El primer imperativo se encuentra con mucha frecuencia en las Cartas de San Pablo, más bien, se podría decir que es el «Cantus firmus» de su pensamiento: «gaudete» En una vida tan atormentada como era la suya, una vida llena de persecuciones, de hambre, de sufrimientos de todo tipo, sin embargo, una palabra clave queda siempre presente: «gaudete».

        Nace aquí la pregunta: ¿es posible ordenar la alegría? La alegría, quisiéramos decir, llega o no llega, pero no puede ser impuesta como un deber. Y aquí nos ayuda pensar en el escrito más conocido sobre la alegría de las Cartas paulinas, el de la «Domenica Gaudete» en el corazón de la liturgia del Adviento: «Gaudete, iterum dico gaudete quia Dominus prope est».

        Aquí sentimos el motivo del por qué Pablo con todos sus sufrimientos, con todas sus tribulaciones sólo podía decir a los demás «gaudete»: lo podía decir porque en él mismo la alegría estaba presente: «gaudete, Dominus enim prope est».

        Si el amado, el amor, el más grande don de mi vida, me es cercano, si puedo estar convencido de que quien me ama está cerca de mí, aunque esté afligido, queda en el fondo del corazón la alegría que es más grande que todos los sufrimientos.

        El apóstol puede decir «gaudete» porque el Señor está cerca de cada uno de nosotros. Y así este imperativo, en realidad, es una invitación a darse cuenta de la presencia del Señor en nosotros. Es la conciencia de la presencia del Señor. El apóstol busca hacernos conscientes de esta presencia de Cristo –escondida pero real– en cada uno de nosotros. Para todos nosotros son verdaderas las palabras del Apocalipsis: llamo a tu puerta, escúchame, ábreme.

        Es, por esto, una invitación a ser sensibles de esta presencia del Señor que toca a mi puerta. No debemos ser sordos a Él, porque los oídos de nuestros corazones estén tan llenos de tantos ruidos del mundo que no podamos escuchar esta silenciosa presencia que toca a nuestras puertas. Pensemos ahora si estamos realmente dispuestos a abrir las puertas de nuestro corazón; o quizás nuestro corazón está lleno de tantas otras cosas que no hay espacio para el Señor y por el momento no tenemos tiempo para Él. Y así, insensibles, sordos a su presencia, llenos de otras cosas, no escuchamos lo esencial: Él toca a la puerta, está cerca de nosotros y así está cerca la verdadera alegría –que es más potente que todas las tristezas del mundo– de nuestra misma vida.

        Oremos entonces en el contexto de este primer imperativo: Señor haznos sensibles a Tu presencia, ayúdanos a escuchar, a no cerrar nuestros oídos a Ti, ayúdanos a tener un corazón libre y abierto a Ti. El segundo imperativo «perfecti estote» así como se lee en el texto latín, parece coincidir con la palabra que resume el Sermón de la Montaña: «perfecti estote sicut Pater vester caelestis perfectus est».

        Esta palabra nos invita a ser lo que somos: imágenes de Dios, seres creados en relación al Señor, «espejo» en el cual se refleja la luz del Señor. No vivir el cristianismo al pie de la letra y no escuchar la Sagrada Escritura al pie de la letra con frecuencia es difícil, históricamente discutible, pero hay que ir más allá de la letra, de la realidad presente hacia el Señor que nos habla hasta llegar a la unión con Dios. Pero si vemos el texto griego encontramos el uso de otro verbo «catartizesthe», y esta palabra quiere decir rehacer, reparar un instrumento, restituirle su función total.

        El ejemplo más frecuente para los apóstoles es el de rehacer una red para los pescadores que ya no está en la posición justa, que tiene tantos agujeros que ya no sirve, rehacer la red para que pueda ser nuevamente una red de pescar, volver a la perfección como instrumento para este trabajo. Otro ejemplo, un instrumento musical de cuerdas que tiene una cuerda rota no permitirá que se pueda ejecutar la música como debería ser. Por eso, con este imperativo aparece nuestra alma como una red apostólica que, con frecuencia, no funciona bien porque está lacerada por nuestras propias intenciones; o como un instrumento musical en el que desgraciadamente alguna cuerda está rota y, por lo tanto, la música de Dios que debería sonar desde la profundidad de nuestra alma no puede resonar bien. Hay que rehacer este instrumento, conocer las laceraciones, las destrucciones, las negligencias, cuando está descuidado e intentar que este instrumento esté perfecto, que sea completo para que sirva para lo que fue creado por el Señor.

        Y así este imperativo también puede ser la invitación para hacer un examen de conciencia regular, para ver cómo está este instrumento mío y hasta qué punto está descuidado o ha dejado de funcionar, para intentar recuperar su integridad. Es además una invitación al Sacramento de la Reconciliación en el cual Dios mismo rehace este instrumento y nos da de nuevo la plenitud, la perfección y la funcionalidad para que en este alma puedan resonar las alabanzas a Dios.

        Luego «exortamini invicem». La corrección fraterna es una obra de misericordia. Ninguno de nosotros se ve bien a sí mismo ni ve bien sus faltas. Y por eso es un acto de amor útil para constituir el complemento el uno del otro, para ayudarnos a vernos mejor, a corregirnos. Pienso que una de las funciones de la colegialidad es precisamente la de ayudarnos, también en el sentido del imperativo precedente, la de conocer las lagunas que nosotros mismos no queremos ver –«Ab occultis meis munda me» dice el Salmo– de ayudarnos para que nos abramos y podamos ver estas cosas.

        Naturalmente, esta gran obra de misericordia de ayudarnos los unos a los otros para que cada uno pueda realmente encontrar la propia integridad, la propia funcionalidad como instrumento de Dios, exige mucha humildad y amor. Sólo se conseguirá si viene de un corazón humilde que no se pone por encima del otro, no se considera mejor que el otro, sino sólo instrumento para ayudarse recíprocamente. Sólo si se siente esta profunda y verdadera humildad, si se siente que estas palabras vienen del amor común, del afecto colegial en el cual queremos servir juntos a Dios, podremos, en este sentido, ayudarnos con un gran acto de amor. También aquí el texto griego añade algunos matices, la palabra griega es «Paracaleisthe»; es la misma raíz de la cual también viene la palabra «Paracletos, paraclesi», consolar. No sólo corregir, sino también consolar, compartir los sufrimientos del otro, ayudarlo en las dificultades. Y también esto me parece un gran acto de verdadero afecto colegial. En tantas situaciones difíciles que nacen hoy en nuestra pastoral, alguno se encuentra realmente un poco desesperado, no ve cómo puede ir adelante. En aquel momento tiene necesidad de consuelo, tiene necesidad de que alguien esté con él en su soledad interior y cumpla la obra del Espíritu Santo, del Consolador: la de dar coraje, la de acompañarnos, apoyarnos mutuamente, ayudados por el Espíritu Santo mismo que es el gran Paráclito, el Consolador, nuestro Abogado que nos ayuda. Por lo tanto, es una invitación a hacer nosotros mismos «ad invicem» la obra del Espíritu Santo Paráclito.

        «Idem sapite»: sentimos detrás de la palabra latina la palabra «Sapor»: Tengan el mismo sabor por las cosas, tengan la misma visión fundamental de la realidad, con todas las diferencias que no sólo son legítimas sino necesarias, pero tengan «eundem sapore», tengan la misma sensibilidad. El texto griego dice «froneite», lo mismo. Es decir, tengan sustancialmente el mismo pensamiento. ¿En realidad cómo podremos conseguir conjuntamente un pensamiento común que nos ayude a guiar a la Santa Iglesia si no compartimos conjuntamente la fe que no está inventada por ninguno de nosotros, sino que es la fe de la Iglesia, el fundamento común que nos guía, sobre el cual estamos y trabajamos? Por lo tanto, es una invitación a que entremos siempre y nuevamente en este pensamiento común, en esta fe que nos precede. «Non respicias peccata nostra sed fidem Ecclesiae tuae»: es la fe de la Iglesia que el Señor busca en nosotros y que también es el perdón de los pecados. Tener esta misma fe común. Podemos, debemos vivir esta fe, cada uno en su originalidad, pero siempre sabiendo que esta fe nos precede. Y debemos comunicarles a todos los demás la fe común. Este elemento ya nos hace superar el último imperativo, que nos trae la paz profunda entre nosotros.

        Llegados a este punto, también podemos pensar en «touto froneite», en otro texto de la Carta a los Filipenses, al principio del gran himno al Señor, donde el Apóstol nos dice: tengan los mismos sentimientos de Cristo, entrar en la «fronesis», en el «fronein», en el pensamiento de Cristo. Por tanto, podemos tener la fe de la Iglesia conjuntamente, para que con esta fe entremos en los pensamientos y en los sentimientos del Señor. Pensar juntos con Cristo.

        Esto es la última profundización de la advertencia del Apóstol: pensar con el pensamiento de Cristo. Y podemos hacerlo leyendo la Sagrada Escritura en la que los pensamientos de Cristo son Palabras, hablan con nosotros. En este sentido, debemos ejercer la «Lectio Divina», escuchar en las escrituras el pensamiento de Cristo, aprender a pensar con Cristo, a pensar el pensamiento de Cristo y, de esta manera, tener los pensamientos de Cristo, ser capaces de dar a los demás también el pensamiento de Cristo y los sentimientos de Cristo.

        Y así tenemos el último imperativo «pacem habete et eireneute», es casi el resumen de los cuatro imperativos precedentes, estando en unión con Dios, que es nuestra paz, con Cristo que nos ha dicho: «pacem davo vobis». Estamos en la paz interior porque estar en el pensamiento de Cristo une nuestro ser. Las dificultades, los contrastes de nuestra alma se unen, se han unido al original, del que somos imagen con el pensamiento de Cristo. Así nace la paz interior y sólo si nuestro fundamento es una profunda paz interior podemos ser personas de paz en el mundo, para los demás.

        De aquí la pregunta, ¿está esta promesa condicionada por los imperativos? Es decir, ¿sólo en la medida en la que nosotros podemos realizar los imperativos, este Dios de la paz está con nosotros? ¿Cuál es la relación entre imperativo y promesa?

        Diría que es bilateral, es decir, la promesa precede a los imperativos y los hace realizables y sigue también a dicha realización. Es decir, antes de todo lo que hacemos nosotros, el Dios del amor y de la paz se ha abierto a nosotros, está con nosotros. En la Revelación empezada en el Antiguo Testamento, Dios nos ha salido al encuentro con su amor, con su paz.

        Y finalmente en la Encarnación se ha hecho Dios con nosotros, Emanuel, está con nosotros este Dios de la paz que se ha hecho carne con nuestra carne, sangre de nuestra sangre. Es hombre con nosotros y abraza a todo ser humano. Y en la crucifixión, y en el descenso a la muerte, se ha hecho uno con nosotros totalmente, nos precede con su amor, abraza antes que nada todas nuestras acciones. Y esta es nuestra gran consolación. Dios nos precede. Ya ha hecho todo. Nos ha dado paz, perdón y amor. Está con nosotros. Y sólo porque está con nosotros, porque en el Bautismo hemos recibido su gracia, en la confirmación el Espíritu Santo, y en el sacramento del Orden hemos recibido su misión, podemos ahora actuar nosotros, cooperar con su presencia que nos precede. Toda acción nuestra, sobre la cual hablan los cinco imperativos es un cooperar, un colaborar con el Dios de la paz que está con nosotros.

        Pero también vale, por otra parte, en la medida en que realmente entramos en esta presencia que nos ha donado, en este don ya presente en nuestro ser. Crece naturalmente su presencia, su estar con nosotros.

        Y rogamos al Señor que nos enseñe a colaborar con su precedente gracia y estar así realmente siempre con nosotros. Amén.