Discurso de Benedicto XVI a representantes musulmanes

Que pronunció Benedicto XVI en la tarde del sábado al encontrarse con representantes de algunas comunidades musulmanes.

Colonia, viernes, 19 agosto 2005.

 

        Queridos amigos musulmanes:

        Me es grato acogeros y dirigiros mi cordial saludo. Estoy aquí para encontrarme con los jóvenes venidos de todas las partes de Europa y del mundo. Los jóvenes son el futuro de la humanidad y la esperanza de las naciones. Mi querido predecesor, el Papa Juan Pablo II, dijo un día a los jóvenes musulmanes reunidos en el estadio de Casablanca, en Marruecos: «Los jóvenes pueden construir un futuro mejor si ponen en primer lugar su fe en Dios y se empeñan en edificar con sabiduría y confianza un mundo nuevo según el plan de Dios» (Insegnamenti, VIII/2, 1985, p. 500). Ésta es la perspectiva desde la que me dirijo a vosotros, queridos amigos musulmanes, para compartir con vosotros mis esperanzas y haceros partícipes de mis preocupaciones, en estos momentos particularmente difíciles de la historia de nuestro tiempo.

        Estoy seguro de interpretar también vuestro pensamiento al subrayar, entre las preocupaciones, la que nace de la constatación del difundido fenómeno del terrorismo. Continúan cometiéndose en varias partes del mundo actos terroristas, que siembran muerte y destrucción, dejando a muchos hermanos y hermanas nuestros en el llanto y la desesperación. Los que idean y programan estos atentados demuestran querer envenenar nuestras relaciones, recurriendo a todos los medios, incluso a la religión, para oponerse a los esfuerzos de convivencia pacífica, leal y serena. El terrorismo, de cualquier origen que sea, es una opción perversa y cruel, que desdeña el derecho sacrosanto a la vida y corroe los fundamentos mismos de toda convivencia civil. Si conseguimos juntos extirpar de los corazones el sentimiento de rencor, contrastar toda forma de intolerancia y oponernos a cada manifestación de violencia, frenaremos la oleada de fanatismo cruel, que pone en peligro la vida de tantas personas, obstaculizando el progreso de la paz en el mundo. La tarea es ardua, pero no imposible. En efecto, el creyente sabe que puede contar, no obstante su propia fragilidad, con la fuerza espiritual de la oración.

        Queridos amigos, estoy profundamente convencido de que hemos de afirmar, sin ceder a las presiones negativas del entorno, los valores del respeto recíproco, de la solidaridad y de la paz. La vida de cada ser humano es sagrada, tanto para los cristianos como para los musulmanes. Tenemos un gran campo de acción en el que hemos de sentirnos unidos al servicio de los valores morales fundamentales. La dignidad de la persona y la defensa de los derechos que de tal dignidad se derivan deben ser el objetivo de todo proyecto social y de todo esfuerzo por llevarlo a cabo. Éste es un mensaje confirmado de manera inconfundible por la voz suave pero clara de la conciencia. Un mensaje que se ha de escuchar y hacer escuchar: si cesara su eco en los corazones, el mundo estaría expuesto a las tinieblas de una nueva barbarie. Sólo se puede encontrar una base de avenencia reconociendo la centralidad de la persona, superando eventuales contraposiciones culturales y neutralizando la fuerza destructora de las ideologías.

        En el encuentro que he tenido en abril con los Delegados de las Iglesias y Comunidades eclesiales y con representantes de diversas Tradiciones religiosas, dije: «Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera» (L’Osservatore Romano, 25 abril 2005, p. 4). La experiencia del pasado nos enseña que el respeto mutuo y la comprensión no siempre han caracterizado las relaciones entre cristianos y musulmanes. Cuántas páginas de historia dedicadas a las batallas y las guerras emprendidas invocando, de una parte y de otra, el nombre de Dios, como si combatir al enemigo y matar al adversario pudiera agradarle. El recuerdo de estos tristes acontecimientos debería llenarnos de vergüenza, sabiendo bien cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la religión. La lección del pasado ha de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro. La defensa de la libertad religiosa, en este sentido, es un imperativo constante, y el respeto de las minorías una señal indiscutible de verdadera civilización.

        A este propósito, siempre es oportuno recordar lo que los Padres del Concilio Vaticano II han dicho sobre las relaciones con los musulmanes. «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse por entero, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica se refiere de buen grado [...]. Si bien en el transcurso de los siglos han surgido no pocas disensiones y enemistades entre cristianos y musulmanes, el santo Sínodo exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua, defiendan y promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (Declaración Nostra Aetate, n. 3).

        Vosotros, estimados amigos, representáis a algunas Comunidades musulmanas en este País en que he nacido, estudiado y pasado una buena parte de mi vida. Precisamente por eso deseaba encontraros. Guiáis a los creyentes del Islam y los educáis en la fe musulmana. La enseñanza es el vehículo por el que se comunican ideas y convicciones. La palabra es la vía maestra en la educación de la mente. Tenéis, por tanto, una gran responsabilidad en la formación de las nuevas generaciones. Juntos, cristianos y musulmanes, hemos de afrontar los numerosos desafíos que nuestro tiempo nos plantea. No hay espacio para la apatía y el desinterés, y menos aún para la parcialidad y el sectarismo. No podemos ceder al miedo ni al pesimismo. Debemos más bien fomentar el optimismo y la esperanza. El diálogo interreligioso e intercultural entre cristianos y musulmanes no puede reducirse a una opción temporánea. En efecto, es una necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro. Los jóvenes, procedentes de tantas partes del mundo están aquí, en Colonia, como testigos vivos de solidaridad, de hermandad y de amor. Ellos son la primicia de un alba nueva para la humanidad. Os deseo de todo corazón, queridos amigos musulmanes, que el Dios misericordioso y compasivo os proteja, os bendiga y os ilumine siempre. El Dios de la paz conforte nuestros corazones, alimente nuestra esperanza y guíe nuestros pasos por los caminos del mundo.