«El Espíritu Santo, en cierto sentido, nos necesita»

¿Podemos –o debemos– ser instrumentos del Espíritu Santo? A dos semanas de la celebración de la Solemnidad de Pentecostés, el padre Raniero Cantalamessa --predicador de la Casa Pontificia-- aborda esta cuestión en su comentario al Evangelio de la liturgia (Jn 14, 15-21).

ROMA, viernes, 29 abril 2005 (ZENIT.org).

 

Juan (14,15-21)

        En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros».

        En el Evangelio Jesús habla del Espíritu Santo a los discípulos con el término «Paráclito», que significa consolador, o defensor, o las dos cosas a la vez. En el Antiguo Testamento, Dios es el gran consolador de su pueblo. Este «Dios de la consolación» (Rm 15, 4) se ha «encarnado» en Jesucristo, quien se define de hecho como el primer consolador o Paráclito (Jn 14, 15).

        El Espíritu Santo, siendo aquel que continúa la obra de Cristo y que lleva a cumplimento las obras comunes de la Trinidad, no podía no definirse, también él, consolador, «que estará con vosotros para siempre», como le define Jesús. La Iglesia entera, tras la Pascua, ha hecho experiencia viva y fuerte del Espíritu como consolador, defensor, aliado, en las dificultades externas e internas, en las persecuciones, en la vida de cada día. En los Hechos de los Apóstoles leemos: «La Iglesia se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación (paráclesis) del Espíritu Santo» (9, 31).

        Debemos ahora sacar de esto una consecuencia práctica para la vida. ¡Tenemos que convertirnos nosotros mismos en paráclitos! Si es verdad que el cristiano debe ser «otro Cristo», es igualmente cierto que debe ser «otro paráclito». El Espíritu Santo no sólo nos consuela, sino que nos hace capaces de consolar a nuestra vez a los demás. La consolación verdadera viene de Dios, que es el «Padre de toda consolación».

        Viene sobre quien está en la aflicción; pero no se detiene en él; su objetivo último se alcanza cuando quien ha experimentado la consolación se sirve de ella para consolar a su vez al prójimo, con la consolación misma con la que él ha sido consolado por Dios. No contentándose así con repetir palabras de circunstancia que dejan las cosas igual («¡Ánimo, no te desalientes; verás que todo sale bien!»), sino transmitiendo el auténtico «consuelo que dan las Escrituras», capaz de «mantener viva nuestra esperanza» (Rm 15, 4). Así se explican los milagros que una sencilla palabra o un gesto, en clima de oración, son capaces de obrar a la cabecera de un enfermo. ¡Es Dios quien está consolando a esa persona a través de ti!

        En cierto sentido, el Espíritu Santo nos necesita para ser paráclito. Él quiere consolar, defender, exhortar; pero no tiene boca, manos, ojos para «dar cuerpo» a su consuelo. O mejor, tiene nuestras manos, nuestros ojos, nuestra boca. Cuando el Apóstol exhorta a los cristianos de Tesalónica diciendo: «Confortaos mutuamente» (1Ts 5, 11), es como si dijera: «haceos paráclitos» los unos de los otros. Si la consolación que recibimos del Espíritu no pasa de nosotros a los demás, si queremos retenerla egoístamente para nosotros, aquella pronto se corrompe.

        De ahí el porqué de una bella oración atribuida a San Francisco de Asís, que dice: «Que no busque tanto ser consolado como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar...».

        A la luz de lo que he dicho, no es difícil descubrir que existen hoy, a nuestro alrededor, paráclitos. Son los que se inclinan sobre los enfermos terminales, sobre los enfermos de Sida, quienes se preocupan de aliviar la soledad de los ancianos, los voluntarios que dedican su tiempo a las visitas en los hospitales. Los que se dedican a los niños víctimas de abuso de todo tipo, dentro y fuera de casa.

        Terminamos esta reflexión con los primeros versos de la secuencia de Pentecostés, donde el Espíritu Santo es invocado como el «consolador perfecto»: «Ven, Padre de los pobres; ven, Dador de gracias, ven, luz de los corazones. Consolador perfecto, dulce huésped del alma, dulcísimo alivio. Descanso en la fatiga, brisa en el estío, consuelo en el llanto».