Cristo defensor de los pobres y oprimidos

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 71 (versículos 12-19), canto al «Reino de paz y bendición» del Señor.

Ciudad del Vaticano, 15 diciembre de 2004.

Salmo 71 (versículos 12-19)

Él librará al pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;
él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.

Que viva y que le traigan el oro de Saba,
que recen por él continuamente
y lo bendigan todo el día.

Que haya trigo abundante en los campos,
y susurre en lo alto de los montes;
que den fruto como el Líbano,
y broten las espigas como hierba del campo.

Que su nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol;
que él sea la bendición de todos los pueblos,
y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas;
bendito por siempre su nombre glorioso;
que su gloria llene la tierra.
¡Amén, amén!

Un canto de esperanza

        1. La Liturgia de las Vísperas, que estamos siguiendo a través de la serie de sus salmos, nos propone en dos etapas distintas el Salmo 71, un himno real-mesiánico. Después de haber meditado en la primera parte (Cf. versículos 1-11), se nos presenta ahora el segundo movimiento poético y espiritual de este canto dedicado a la figura gloriosa del rey Mesías (Cf. versículos 12-19). Ante todo hay que subrayar que el final de los últimos dos versículos (Cf. 18-19) es en realidad un añadido litúrgico sucesivo al Salmo.

        Se trata, de hecho de una breve, aunque intensa bendición que tenía que sellar el segundo de los cinco libros en los que la tradición judía había dividido la colección de los 150 salmos: este segundo libro comenzaba con el Salmo 41, el de la cierva sedienta, símbolo luminoso de la sed espiritual de Dios. Ahora, este canto de esperanza en una era de paz y justicia concluye esa secuencia de salmos y las palabras de la bendición final son una exaltación de la presencia eficaz del Señor ya sea en la historia de la humanidad, donde «hace maravillas» (versículo 18), ya sea en el universo creado, lleno de su gloria (Cf. versículo 19).

Protector de las víctimas

        2. Como ya sucedía en la primera parte del Salmo, el elemento decisivo para reconocer la figura del rey mesiánico es sobre todo la justicia y su amor por los pobres (Cf. versículos 12-14). Éstos sólo le tienen a Él como punto de referencia y manantial de esperanza, pues es el representante visible de su único defensor y patrono, Dios. La historia del Antiguo Testamento enseña que los soberanos de Israel, en realidad, desmintieron con demasiada frecuencia este compromiso suyo, prevaricando con los débiles, con los indigentes y los pobres.

        Por este motivo, ahora la mirada del salmista se dirige hacia un rey justo, perfecto, encarnado por el Mesías, el único soberano dispuesto a rescatar a los oprimidos «de la violencia» (Cf. versículo 14). El verbo hebreo utilizado es el jurídico del protector de los últimos y de las víctimas, aplicado también a Israel, «rescatado» de la esclavitud cuando estaba oprimido por la potencia del faraón.

        El Señor es el «rescatador-redentor» primario que actúa visiblemente a través del rey-Mesías, defendiendo «la vida» y «la sangre» de los pobres, sus protegidos. «La vida» y «la sangre» son la realidad fundamental de la persona, son la representación de los derechos y de la dignidad de cada uno de los seres humanos, derechos con frecuencia violados por los potentes y por los prepotentes de este mundo.

Una bendición divina generosa

        3. El Salmo 71 concluye, en su redacción original, antes de la antífona final mencionada, con una aclamación en honor del rey-Mesías (Cf. versículos 15-17). Es como una trompeta que acompaña un coro de auspicios y buenos deseos dirigidos al soberano, a su vida, a su bienestar, a su bendición, a la permanencia de su recuerdo en los siglos. Son elementos que pertenecen al estilo de formas de una corte, con su énfasis propio. Pero estas palabras alcanzan su verdad en la acción del rey perfecto, esperado y deseado, el Mesías.

        Según una característica de los cánticos mesiánicos, toda la naturaleza queda involucrada en una transformación que ante todo es social: el trigo de la mies será tan abundante que se convertirá como en un mar de espigas cuyas olas llegan hasta las cumbres de los montes (Cf. versículos 16). Es el signo de la bendición divina que se difunde en plenitud sobre una tierra pacificada y serena. Es más, toda la humanidad, dejando caer y cancelando toda división, convergirá hacia este soberano de justicia, realizando de este modo la gran promesa hecha por el Señor a Abraham: que «lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra» (versículo 17; Cf. Génesis 12, 3).

Cristo es víctima salvadora

        4. En el rostro de este rey-Mesías la tradición cristiana ha intuido el retrato de Jesucristo. En su «Comentario al Salmo 71», san Agustín hace una lectura en clave cristológica en la que explica que los indigentes y los pobres a los que Cristo sale en su ayuda son «el pueblo de los creyentes en Él». Es más, recordando los reyes mencionados precedentemente por el Salmo, aclara que «en este pueblo se incluyen también los reyes que lo adoran. No han desdeñado hacerse indigentes y pobres, es decir, confesar humildemente sus pecados y reconocerse necesitados de la gloria y de la gracia de Dios para que ese rey, hijo del rey, les liberase del potente», es decir, de Satanás, el «calumniador», el «fuerte». «Pero nuestro Salvador humilló al calumniador, y entró en la casa del fuerte, llevándose sus riquezas después de haberle encadenado; él "ha liberado al indigente del potente, y al pobre que no tenía a nadie para ayudarle". Ninguna potencia creada hubiera podido hacer esto, ni la de cualquier hombre justo, ni siquiera la de un ángel. No había nadie que fuera capaz de salvarnos; por eso vino Él, en persona, y nos salvó» (71, 14: «Nueva Biblioteca Agustiniana» –«Nuova Biblioteca Agostiniana»–, XXVI, Roma 1970, pp. 809.811).