Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa.

«Al contemplarte todo se rinde»

Reflexiones sobre la Eucaristía a la luz del «Adoro te devote»

En la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ha iniciado con su predicación una serie de reflexiones Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» –«Al contemplarte todo se rinde» ha sido el tema de esta meditación–, en el contexto del Año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II.

Ciudad del Vaticano, viernes, 3 diciembre 2004 (ZENIT.org).

 


Primera predicación
ADORO TE DEVOTE

        En respuesta al deseo y a las intenciones del Santo Padre de dedicar el año en curso a la Eucaristía, la predicación de este Adviento –y, si es voluntad de Dios, también la de la próxima Cuaresma– será un comentario, estrofa a estrofa, del «Adoro te devote».

        Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia» el Santo Padre Juan Pablo II se ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el estupor eucarístico» [1] y el «Adoro te devote» se presta maravillosamente para lograr este objetivo. Aquél puede servir para dar un soplo espiritual y un alma a todo lo que se hará, en este año, para honrar la Eucaristía.

        Un cierto modo de hablar de la Eucaristía, lleno de cálida unción y devoción, y además de profunda doctrina, expulsado por la llegada de la teología llamada «científica», se refugió en los antiguos himnos eucarísticos y es ahí donde debemos ir a buscar si queremos superar un cierto conceptualismo árido que ha afligido al sacramento del altar después de tantas disputas a su alrededor.

        La nuestra, sin embargo, no quiere ser una reflexión sobre el «Adoro te devote», ¡sino sobre la Eucaristía! El himno es sólo el mapa que nos sirve para explorar el territorio, la guía que nos introduce en la obra de arte.

1. Una presencia escondida

        En esta meditación reflexionamos sobre la primera estrofa del himno. Dice así:

Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.

Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondida bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.

        Se hicieron intentos de establecer el texto crítico del himno en base a los pocos manuscritos existentes anteriores a la imprenta. Las variaciones respecto al texto que conocemos no son muchas. La principal se refiere precisamente a los dos primeros versos de esta estrofa que, según Wilmart, al principio resonaban así: Adoro devote latens veritas / Te qui sub his formis vere latitas, donde «veritas» estaría por la persona de Cristo y «formis» sería el equivalente a «figuris».

        Pero aparte del hecho de que esta lectura es todo menos segura [2], hay otro motivo que empuja a atenerse al texto tradicional. Éste, como otros venerables himnos litúrgicos latinos del pasado, pertenecen a la colectividad de los fieles que lo han cantado durante siglos, lo han hecho propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha compuesto, frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado no tiene menos valor que el texto crítico y es con él de hecho que el himno sigue siendo conocido y cantado en toda la Iglesia.

        En cada estrofa del «Adoro te devote» hay una afirmación teológica y una invocación que es la respuesta orante del alma al misterio. En la primera estrofa la verdad teológica evocada se refiere al modo de presencia de Cristo en las especies eucarísticas. La expresión latina «vere latitas» es densísima en significado; quiere decir: estás escondido, pero estás verdaderamente (en la parte en que el acento está en «vere»), y quiere decir también: estás verdaderamente, pero escondido (donde el acento se pone en «latitas», en el carácter sacramental de esta presencia).

        Para comprender este modo de hablar de la Eucaristía hay que tener en cuenta el «gran cambio» que se verifica en torno a la Eucaristía en el paso de la teología simbólica de los Padres a la dialéctica de la Escolástica. Ella tiene sus remotos inicios en el siglo IX, con Pascasio Radberto y Ratramno de Corbie: el primero defensor de una presencia física y material de Cristo en el pan y en el vino, el segundo de una presencia verdadera y real, pero sacramental, no física; explota en cambio abiertamente sólo más tarde, con Berengario de Tours (H 1088), que acentúa hasta tal punto el carácter simbólico y sacramental de Cristo en la Eucaristía como para comprometer la fe en la realidad objetiva de tal presencia.

        Mientras que antes se decía que Cristo en la Eucaristía está presente sacramentalmente, o, según los orientales, mistéricamente, ahora, con un lenguaje tomado prestado desde Aristóteles, se dice que está presente sustancialmente, o según la sustancia. Figura no indica ya, como sacramentum, el conjunto de los signos con que se realiza la presencia de Cristo, sino sencillamente las «especies o apariencias» del pan y del vino, en el lenguaje técnico los accidentes [3].

        Nuestro himno se sitúa claramente en este lado del cambio, si bien evita el recurso a los nuevos términos filosóficos, poco apropiados en un texto poético. En el verso «quae sub his figuris vere latitas», el término figura indica las especies del pan y del vino en cuanto que ocultan lo que contienen y contienen lo que ocultan [4].

2. En devota adoración

        Decía que en cada estrofa del himno hallamos una afirmación teológica seguida de una invocación con la que el orante responde a aquella y se apropia de la verdad evocada. A la afirmación de la presencia real, si bien escondida, de Cristo en el pan y en el vino el orante responde derritiéndose literalmente en devota adoración y arrastrando consigo, en el mismo movimiento, las innumerables formaciones de almas que durante más de medio milenio han orado con sus palabras.

        Adoro: esta palabra con la que se abre el himno es por sí sola una profesión de fe en la identidad entre cuerpo eucarístico y el cuerpo histórico de Cristo, «nacido de María Virgen, que verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre». Es sólo gracias a esta identidad de hecho y a la unión hipostática en Cristo entre humanidad y divinidad que podemos estar en adoración ante la hostia consagrada sin pecar de idolatría. Ya decía San Agustín: «En esta carne [el Señor] caminó aquí y esta misma carne nos ha dado para comer para la salvación; y ninguno come esa carne sin haberla adorado antes... Nosotros no pecamos adorándola, pero pecamos si no la adoramos» [5].

        ¿Pero en qué consiste exactamente y cómo se manifiesta la adoración? La adoración puede estar preparada por prolongada reflexión, pero termina con una intuición y, como toda intuición, no dura mucho. Es como un rayo de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que quita la respiración. Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios.

        Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Adorar, según la estupenda expresión de San Gregorio Nacianceno, significa elevar a Dios un «himno de silencio». Hubo un tiempo en que, para entrar en un clima de adoración ante el Santísimo, me bastaba repetir las primeras palabras de un himno del místico alemán del siglo XVII Gerhard Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes y católicas de Alemania:

«Dios está aquí presente; ¡venid, adoremos!
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]

        Tal vez porque las palabras de una lengua extranjera están menos agotadas por el uso y la banalización, lo cierto es que aquellas palabras me producían cada vez un estremecimiento interior. «Gott ist gegenwärtig, Dios está presente, ¡Dios está aquí!: las palabras se desvanecían rápidamente, quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el «sentimiento vivo de la presencia» de Dios.

        El sentido de la adoración está reforzado, en nuestro himno, por el de la devoción: «adoro te devote». La Edad Media dio a este término un significado nuevo respecto a la antigüedad pagana y cristiana. Con él se indicaba al principio la adhesión a una persona, expresada en un fiel servicio y, en la costumbre cristiana, toda forma de servicio divino, sobre todo el litúrgico de la recitación de los salmos y de las oraciones.

        En los grandes autores espirituales de la Edad media la palabra se interioriza; pasa a significar no las prácticas exteriores, sino las disposiciones profundas de corazón. Para San Bernardo indica «el fervor interior del alma encendida por el fuego de la caridad» [7]. Con San Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el objeto central de la devoción, entendida como el sentimiento de conmovida gratitud y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios. El Doctor angélico dedica dos artículos enteros de la Suma a la devoción, que considera el primero y más importante acto de la virtud de la religión [8]. Para él consiste en la prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí misma a Dios que se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.

        Este rico y profundo contenido lamentablemente se perdió en gran parte después, cuando al concepto de «devoción» se arrimó el de «devociones», esto es, de prácticas exteriores y particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino más a menudo a santos o a lugares determinados, advocaciones e imágenes. Se volvió en la práctica al viejo significado del término.

        En nuestro himno el adverbio devote conserva intacta toda la fuerza teológica y espiritual que el propio autor (si él es Tomás de Aquino) había contribuido a dar al término. La mejor explicación de qué se entiende aquí por devotio está en las palabras que siguen en la segunda parte de la estrofa: Tibi se cor meum totum subiicit; «a ti se somete mi corazón por completo». Disponibilidad total y amorosa a hacer la voluntad de Dios.

3. La contemplación eucarística

        Queda por tomar la llamarada más alta que es la que se eleva de los dos últimos versos de la estrofa: Quia te contemplans totum deficit: Al contemplarte todo se rinde. La característica de ciertos venerables himnos litúrgicos latinos, como el «Adoro te devote», el «Veni creator» y otros, es la extraordinaria concentración de significado que se realiza en cada palabra. En ellos cada palabra está llena de contenido.

        Para comprender plenamente el sentido de esta frase, como de todo el himno, es necesario tener en cuenta el ambiente y el contexto en que nace. Estamos, decía, en este lado del gran cambio de la teología eucarística ocasionado por la reacción a las teorías de Berengario de Tours. El problema sobre el que se concentra casi exclusivamente la reflexión cristiana es el de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que a veces excede en la afirmación de una presencia física y casi material [9]. De Bélgica partió la gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en poco tiempo toda la cristiandad y, en 1264, llevará a la institución de la fiesta del Corpus Domini por parte del Papa Urbano IV.

        Se acrecienta el sentido de respeto de la Eucaristía y, paralelamente, aumenta el sentido de indignidad de los fieles de acercarse a ella, a causa de las condiciones casi impracticables establecidas para recibir la comunión (ayuno, penitencias, confesión, abstinencia de las relaciones conyugales). La comunión por parte del pueblo pasó a ser un hecho tan raro que el Concilio Lateranense IV en 1215 tuvo que establecer la obligación de comulgar al menos en Pascua. Pero la Eucaristía sigue atrayendo irresistiblemente a las almas y así, poco a poco, la falta del contacto comestible de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual de la contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas razones, a los laicos se les sustrae también el contacto visual porque el rito central de la Misa se desarrolla tras una cortina que después de convertirá en el muro del iconostasio).

        La elevación de la hostia y del cáliz en el momento de la consagración, antes desconocido (el primer testimonio escrito de su institución es de 1196), se transforma para los laicos en el momento más importante de la Misa, en el que desahogan sus sentimientos de devoción y esperan recibir gracias. Se tocan en ese momento las campanas para advertir a los ausentes y algunos corren de una Misa a otra para asistir a varias elevaciones. Muchos himnos eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para acompañar este momento; son himnos para la elevación. A ellos pertenece también nuestro «Adoro te devote». Desde el principio hasta el final su lenguaje es el de ver, contemplar: te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim beatus.

        Nosotros ya no tenemos la misma concepción de la Eucaristía; hace tiempo que la comunión se convirtió en parte integrante de la participación en la Misa; las conquistas de la teología (movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que confluyeron en el Concilio Vaticano II y en la reforma litúrgica han restablecido en valor, junto a la fe en la presencia real, otros aspectos de la Eucaristía, el banquete, el sacrificio, el memorial, la dimensión comunitaria y eclesial...

        Se podría pensar que en este nuevo clima ya no hay lugar para el «Adoro te devote» y las prácticas eucarísticas nacidas en aquel período. En cambio es precisamente ahora cuando esos nos resultan más útiles y necesarios para no perder, a causa de las conquistas de hoy, las de ayer. No podemos reducir la Eucaristía a la sola contemplación de la presencia real de la Hostia consagrada, pero sería también una gran pérdida renunciar a ella. El Papa no hace sino recomendarla desde su primera carta «El misterio y el culto de la Santísima Eucaristía», del Jueves Santo de 1980: «La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar su expresión en diversas formas de devoción eucarística: oración personal ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales... Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración y en la contemplación llena de fe».

        Nuestros hermanos ortodoxos no comparten este aspecto de la piedad católica; alguno de ellos señala amablemente que el pan está hecho para ser comido, no para ser mirado. Otros, también entre los católicos, observan que la práctica se desarrolló en un tiempo de grave ofuscamiento de la vida litúrgica y sacramental.

        Pero a favor de la bondad de la contemplación eucarística no hay especiales explicaciones teológicas y teóricas, sino el imponente testimonio de los hechos, literalmente «una nube de testimonios». Uno bastante reciente es el de Charles de Foucauld, quien hizo de la adoración de la Eucaristía uno de los puntos fuertes de su espiritualidad y de la de sus seguidores. Innumerables almas han alcanzado la santidad practicándola y está demostrada la contribución decisiva que ésta ha dado a la experiencia mística [10]. La Eucaristía, dentro y fuera de la Misa, ha sido para la Iglesia católica lo que en la familia era hasta hace poco el fuego doméstico durante el invierno: el lugar en torno al cual la familia reencontraba su propia unidad e intimidad, el centro ideal de todo.

        Esto no quiere decir que no existan también razones teológicas en la base de la contemplación eucarística. La primera es la que brota de la palabra de Cristo: «Haced esto en memoria mía». En la idea de memorial hay un aspecto objetivo y sacramental que consiste en repetir el rito realizado por Cristo que recuerda y hace presente su sacrificio. Pero existe también un aspecto subjetivo y existencial que consiste en cultivar el recuerdo de Cristo, «en tener constantemente en la memoria pensamientos que se refieren a Cristo y a su amor» [11]. Esta «dulce memoria de Jesús» (Jesu dulcis memoria) no está limitada al tiempo que uno pasa ante el tabernáculo; se la puede cultivar con otros medios, como la contemplación de los iconos; pero es cierto que la adoración ante el Santísimo es un medio privilegiado para hacerlo.

        Los dos aspectos del memorial –celebración y contemplación de la Eucaristía–, no se excluyen recíprocamente, sino que se integran. La contemplación de hecho es el medio con el que nosotros «recibimos», en sentido fuerte, los misterios, con el cual los interiorizamos y nos abrimos a su acción; es el equivalente de los misterios en el plano existencial y subjetivo; es un modo para permitir a la gracia, recibida en los sacramentos, plasmar nuestro universo interior, esto es, los pensamientos, los afectos, la voluntad, la memoria.

        Hay una gran afinidad entre Eucaristía y Encarnación. En la Encarnación –dice San Agustín– «María concibió al Verbo antes con la mente que con el cuerpo» (Prius concepit mente quam corpore). Es más, añade, de nada le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo hubiera llevado con amor también en su corazón [12]. También el cristiano debe acoger a Cristo en su mente antes de acogerlo y después tenerlo en su cuerpo. Y acoger a Cristo en la mente significa, concretamente, pensar en él, tener la mirada puesta en él, hacer memoria de él, contemplando el signo que él mismo eligió para permanecer entre nosotros.

4. Olvido de todo

        Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno. ¿Qué encierra el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente presente en la hostia, pero no una presencia estática e inerte; indica todo el misterio de Cristo, la persona y la obra; es volver a escuchar silenciosamente el Evangelio o una frase suya en presencia del autor mismo del Evangelio que da a la palabra una fuerza e inmediatez particular.

        Pero esto no es aún la cumbre de la contemplación. Los grandes maestros del espíritu han definido la contemplación: «Una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien: «Una mirada afectiva en Dios» (San Buenaventura). Estar en contemplación eucarística significa, por lo tanto, concretamente, establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse al Padre en el Espíritu Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada. La contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a las partes. Contemplación eucarística es mirar a quien me mira.

        Esta fase de contemplación es la descrita por el autor del «Adoro te devote» cuando afirma: te contemplans totum deficit, al contemplarte todo se rinde. Estas son palabras nacidas ciertamente de la experiencia. «Todo se rinde», ¿el qué? No sólo el mundo exterior, las personas, las cosas, sino también el mundo interior de los pensamientos, de las imágenes, de las preocupaciones. «Olvido de todo excepto de Dios», escribía Pascal describiendo una experiencia similar a ésta. Y Francisco de Asís amonestaba a sus hermanos: «¡Gran miseria sería, y miserable mal si, teniéndole a Él así presente, os ocuparais de cualquier otra cosa que hubiera en todo el universo!» [13].

        Por la misma época en que se componía nuestro himno, o sea a finales del siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado de la Eucaristía, escribía estas palabras que parecen un comentario a la primera estrofa del «Adoro te devote» y una confirmación de la experiencia que de ella se trasluce: «Si la majestad divina se hubiera manifestado sensiblemente, no habríamos podido sostenerla y nos habríamos rendido (deficeremus!) del todo por la reverencia, la devoción y el estupor... La experiencia lo demuestra. Los que se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no consiguen soportar la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en lágrimas y sin que su alma, saliendo de sí misma, se licue por la dulzura de la devoción, hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra ni por qué» [14]

        La contemplación eucarística es todo menos indulgencia al quietismo. Se ha observado cómo el hombre refleja en sí, a veces también físicamente, lo que contempla. No se está por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la cara. Permaneciendo prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor sensible, ante el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos de Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex opere operato».

        Sucede como en el proceso de fotosíntesis de las plantas. En primavera brotan de las ramas las hojas verdes; éstas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción de la luz solar, se «fijan» y transforman en alimento de la planta. ¡Tenemos que ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas que, contemplando el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu Santo mismo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice el apóstol Pablo: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2Co 3, 18).

        Si ahora, sin embargo, de estos fragmentos de luz que el autor del himno nos ha hecho entrever volvemos con el pensamiento a nuestra realidad y a nuestro pobre modo de estar ante la Eucaristía, nos arriesgamos a sentirnos acobardados y desanimados. Sería del todo erróneo. Es ya un aliento y un consuelo saber que estas experiencias son posibles; que lo que nosotros mismos hemos tal vez experimentado en los momentos de mayor fervor de nuestra vida y después perdido puede volver a encenderse, gracias también al año eucarístico que se nos ha dado a vivir.

        Lo único que el Espíritu Santo requiere de nosotros es sólo que le demos nuestro tiempo, aunque al principio pudiera parecer tiempo perdido. Nunca olvidaré la lección que un día se me dio al respecto. Decía a Dios: «Señor, dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que quieras para la oración». En mi corazón hallé la respuesta: «Raniero, dame tu tiempo y yo te daré todo el fervor que quieras en la oración». Lo recuerdo por si puede servirle a alguien como a mí.

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[1] Enc. Ecclesia de Eucharistia, 6.

[2] La expresión “latens veritas” recurre en Isidoro de Sevilla, Sent. III, col. 688, l. 22, pero no está referida a Cristo. A favor de «latens Deitas» está el paralelismo con «latens humanitas» de la tercera estrofa y también la posible alusión a Is 45,15: “vere tu es Deus absconditus”.

[3] Cfr. de Lubac, op. cit., p. 287.

[4] Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Comentario al Evangelio de Juan, VI, lez. 6, n. 954: «El maná sólo prefiguraba, mientras que este pan contiene aquello que representa» (continet quod figurat).

[5] S. Agustín, In Ps. 98,9 (PL 37, 1264).

[6] G. Tersteegen, Geistliches Blumengärtlein 11, Stuttgart 1969, p.340 s.:
«Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten,
Und in Ehrfurcht vor ihn treten!
Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige
Und sich innigst vor ihm beuge! »

[7] Cfr. J. Charillon, art. Devotio, in Dict. Spir. 3, col. 715.

[8] Sto. Tomás, S. Th. II, IIae, q.82 a.1-2, cf. J.W. Curran, art. Dévotion, Fondement théologique, in Dict. Spir. III, coll. 716 ss.

[9] La primera fórmula de fe que se hizo suscribir a Berengario sostenía que, en la comunión, el cuerpo y la sangre de Cristo estaban presentes en el altar «sensiblemente y eran en verdad tocados, y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» : Denzinger - Sch`nmetzer, Enchiridion symbolorum, 690. Sto. Tomás de Aquino corrige esta afirmación, diciendo que el cuerpo de Cristo «no es partido, ni quebrado, ni dividido por quien lo recibe»: cfr. S. Th. III, q. LXXVII, a.7.

[10] Cfr. E. Longpré, Eucharistie et expérience mystique, in Dict. Spir. IV, coll.1586-1621.

[11] N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI,4 (PG 150,653).

[12] Cf Agustín, Sulla santa verginità, 3 (PL 40, 398).

[13] S. Francisco, Lettera a tutti I frati, 2 (FF 220).

[14] Roger Bacon, De sacramento altaris, in Moralis philosophia, ed. E. Massa, Zurigo 1953, pp. 231 s.