El secreto para dar sentido al trabajo

Comentario del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, al pasaje evangélico de la liturgia del domingo, (Lucas 21,5-19), sobre el sentido del trabajo.


ROMA, viernes, 12 noviembre 2004 (ZENIT.org).

 


Lucas (21,5-19)

        Como dijeron algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, Jesús les dijo: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra que no sea derruida». Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Él les dijo: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: “Yo soy” y “el tiempo está cerca”. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis».

        El Evangelio de este domingo forma parte de los famosos discursos sobre el fin del mundo, característicos de los últimos domingos del año litúrgico. Parece que en una de las primeras comunidades cristianas, la de Tesalónica, había creyentes que sacaban, de estos discursos de Cristo, una conclusión errónea: inútil afanarse, inútil trabajar y producir; total, todo pasará; mejor vivir el día, sin asumir ningún compromiso a largo plazo, tal vez recurriendo a pequeñas artimañas para vivir.

        A ellos responde San Pablo en la segunda lectura: «Nos hemos enterado que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A estos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan» (2 Ts, 3,11-12). Al inicio del pasaje, San Pablo recuerda la regla que él ha dado a los cristianos de Tesalónica: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (3,10). Esta era una novedad para los hombres de entonces. La cultura a la cual pertenecían despreciaba el trabajo manual, lo consideraba degradante, así que se dejaba a esclavos e incultos. Pero la Biblia tiene una visión distinta. Desde el principio presenta a Dios que trabaja durante seis días y descansa el séptimo. Todo esto, antes aún de que en la Biblia se hable del pecado. El trabajo por lo tanto forma parte de la naturaleza originaria del hombre, no de la culpa y del castigo. El trabajo manual es igual de digno que el intelectual y espiritual. Jesús mismo dedica una veintena de años al primero (suponiendo que comenzara a trabajar hacia los trece años) y sólo un par de años al segundo.

        Un laico ha escrito: «¿Qué sentido y que valor tiene nuestro trabajo de laicos ante Dios? Es verdad que los laicos nos dedicamos también a muchas obras de bien (caridad, apostolado, voluntariado); pero la mayor parte del tiempo y de las energías de nuestra vida debemos dedicarlas al trabajo. Así que si el trabajo no vale para el cielo, nos encontraremos con bien poco para la eternidad. Todas las personas a quienes hemos recurrido no han sabido darnos respuestas satisfactorias. Nos dicen: “¡Ofreced todo a Dios!”. ¿Pero basta esto?».

        Respondo: no, el trabajo no vale sólo por la «buena intención» que se pone, o por el ofrecimiento que se hace de él a Dios por la mañana; vale también por sí mismo, como participación a la obra creadora y redentora de Dios y como servicio a los hermanos. El trabajo, dice el Concilio, «es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo» (Gaudium et spes, 67)

        No importa tanto qué trabajo hace uno, sino cómo lo hace. Esto restablece una cierta paridad, por encima de todas las diferencia (a veces injustas y escandalosas) de categoría y de remuneración. Una persona que ha desempeñado tareas humildísimas en la vida puede «valer» mucho más que quien ha ocupado puestos de gran prestigio. El trabajo, se decía, es participación en la acción creadora de Dios y en la acción redentora de Cristo, y es fuente de crecimiento personal y social, pero éste, se sabe, también es fatiga, sudor, pena. Puede ennoblecer, pero también puede vaciar y deteriorar. El secreto es poner el corazón en lo que hacen las manos. No es tanto el volumen o el tipo de trabajo ejercido lo que cansa, sino la falta de entusiasmo y de motivación. A las motivaciones terrenas, la fe añade una eterna: nuestras obras, dice el Apocalipsis, nos acompañarán (Cfr. Ap 14, 13).