Roma, 6 de octubre de 2004. |
|
Por eso, nos ha
llenado de alegría la decisión del Santo Padre, hecha pública en la pasada
Solemnidad del Corpus Christi, de celebrar un Año de la Eucaristía en la Iglesia universal. Recordáis que este tiempo
comienza en este mes de octubre, con el Congreso Eucarístico Internacional
de Guadalajara (México), y se concluirá en octubre de 2005, con la Asamblea
ordinaria del Sínodo de Obispos, dedicada precisamente a este admirable Sacramento. En continuidad
ideal con el Jubileo del 2000 y en el espíritu de la Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, deseo que los fieles
de la Prelatura, los Cooperadores y las personas que se forman al calor del
espíritu de la Obra, diariamente secundemos al Romano Pontífice y procuremos
con todas nuestras fuerzas que la Sagrada Eucaristía ocupe cada vez más el
núcleo de nuestra existencia entera. También os sugiero que, en este Año eucarístico,
acompañados por la Virgen con el rezo del Rosario y movidos por el ejemplo
de San Josemaría, vayamos activamente al Sagrario para manifestar a Jesús,
hecho Hostia Santa, con profunda sinceridad: Adoro te devote! Fijémonos esta meta con exigencia de conducta, porque
tanto valdrá nuestra vida cuanto intensa sea nuestra piedad eucarística. Adoro
te devote, latens deitas, quæ sub his figuris vere latitas Tanto amó Dios al mundo Comenzamos con
un acto personal de rendida adoración a la Eucaristía, al mismo Cristo,
pues en este Santísimo Sacramento «están contenidos verdadera, real
y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad
de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero»[3]. Jesús se halla presente,
pero no se le ve: está oculto bajo las especies de pan y de vino[4]. «Está escondido
en el Pan ... por amor a ti»[5]. El amor que manifiesta
a las criaturas es la causa de que se haya quedado entre nosotros, en
este mundo, bajo el velo eucarístico. «Desde pequeño he comprendido
perfectamente el porqué de la Eucaristía: es un sentimiento que todos
tenemos; querer quedarnos para siempre con quien amamos»[6]. Nuestro
Padre, considerando el misterio del amor de Cristo que pone sus delicias
en estar entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31), que no consiente en dejarnos huérfanos (cfr. Jn 14, 18), que ha decidido permanecer
con nosotros hasta la consumación de los siglos (cfr. Mt 28, 20), ilustraba el motivo de la institución de este Sacramento
con la imagen de las personas que se tienen que separar. «Desearían
estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse»;
y al no estar en condiciones de conseguirlo, «se cambian un recuerdo,
quizá una fotografía», pero «no logran hacer más porque el poder de
las criaturas no llega tan lejos como su querer». Jesús, Dios y Hombre,
supera esos límites por amor nuestro. «Lo que nosotros no podemos, lo
puede el Señor». Él «no deja un símbolo, sino la realidad: se queda
Él mismo»[7]: el que nació
de María en Belén; el que trabajó en Nazaret y recorrió Galilea y Judea
y murió crucificado en el Gólgota; el que resucitó gloriosamente al
tercer día y se apareció a sus discípulos repetidas veces[8]. La fe cristiana
ha confesado siempre esta identidad, también para rechazar las nostalgias
de quienes excusaban su escaso espíritu cristiano, alegando que no veían al
Señor como los primeros discípulos; o de quienes argumentaban que se comportarían
de otro modo si pudieran tratarlo físicamente. «Cuántos dicen ahora: "¡Quisiera
ver su forma, su figura, sus vestidos, su calzado!" Pues he ahí que a
Él ves, a Él tocas, a Él comes. Tú deseas ver sus vestidos; pero Él se te
da a sí mismo, no sólo para que lo veas, sino para que lo toques y lo comas,
y le recibas dentro de ti. Nadie, pues, se acerque con desconfianza, nadie
con tibieza: todos encendidos, todos fervorosos y vigilantes»[9]. Un Dios cercano San Josemaría
nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo
en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida
y nosotros en la suya, que le miremos y contemplemos —con los ojos de la fe—
como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla,
se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa[10]. Explicaba nuestro
Padre que los hombres tienden a imaginar al Señor muy «lejos, donde brillan
las estrellas», como desentendido de sus criaturas; y no terminan de creer
«que también está siempre a nuestro lado»[11]. Quizá hayáis encontrado personas que consideran al Creador
tan distinto de los hombres, que les parece que no le conciernen los pequeños
o grandes avatares que componen la vida humana. Nosotros, sin embargo, sabemos
que no es así, que «Dios habita en lo más alto y mira las cosas pequeñas»
(Sal 137, 6, Vg): se fija con amor en cada uno, todo lo nuestro le
interesa. «El Dios de nuestra
fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres:
sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta
el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para
que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso
que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo
que habita en nuestros corazones»[12]. Su amor y su interés infinitos por cada uno de nosotros,
han llevado al Hijo a quedarse en la Hostia Santa, además de a encarnarse
y a trabajar y a sufrir como sus hermanos los hombres. Es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros. «El Creador se ha desbordado en cariño
por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes
todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que
podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque,
movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros»[13]. Actos de adoración Ante este misterio
de fe y de amor, caemos en adoración; actitud necesaria, porque sólo así manifestamos
adecuadamente que creemos que la Eucaristía es Cristo verdadera, real y sustancialmente
presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. También resulta
precisa esta disposición porque sólo así nuestro amor —rendido y total— puede
alcanzar el nivel de respuesta adecuada al inmenso amor de Jesús por cada
uno (cfr. Jn 13, 1; Lc
22, 15). Nuestra adoración a Cristo sacramentado, por ser Dios, entraña a
la vez gesto externo y devoción interna, enamoramiento. No es ritualismo convencional,
sino oblación íntima de la persona que se traduce externamente. «En la Santa
Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para
su Creador: «adorarás al Señor, Dios tuyo, y a Él sólo servirás» (Dt
6, 13; Mt 4, 10). No adoración fría,
exterior, de siervo, sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable
de hijo»[14]. Los gestos de
adoración —como la inclinación de cabeza o de cuerpo, la genuflexión, la postración—
quieren siempre expresar reverencia y afecto, sumisión, anonadamiento, deseo
de unión, de servicio y, desde luego, ningún servilismo. La verdadera adoración
no significa alejamiento, distancia, sino identificación amorosa, porque «un
hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil,
ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad
y de confianza»[15]. ¡Qué categoría
concedía San Josemaría a esos modales de piedad, por pequeños que pudieran
parecer! Esos detalles están llenos de sentido, revelan la finura interior
de la persona y la calidad de su fe y de su amor. «¡Qué prisa tienen todos
ahora para tratar a Dios! (...). Tú no tengas prisa. No hagas, en lugar de
una genuflexión piadosa, una contorsión del cuerpo, que es una burla (...).
Haz la genuflexión así, despacio, con piedad, bien hecha. Y mientras adoras
a Jesús sacramentado, dile en tu corazón: Adoro
te devote, latens deitas. Te adoro, mi Dios escondido»[16]. Y más importancia
aún reconocía a esa actitud interior de amor, que debe empapar todas las manifestaciones
externas de la devoción eucarística. La adoración a Jesús sacramentado va
de la contemplación de su amor por nosotros, a la declaración rendida del
amor de la criatura por Él; pero no se queda sólo en cuestión de palabras,
que también resultan necesarias, sino que se manifiesta sobre todo en hechos
externos e internos de entregamiento: «que sepamos cada uno decir al Señor,
sin ruido de palabras, que nada podrá separarnos de Él, que su disponibilidad
—inerme— de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino,
nos ha convertido en esclavos voluntarios»[17]. Haciendo eco a San Juan Damasceno, Santo Tomás de Aquino
explica que, en la verdadera adoración, la humillación exterior del cuerpo
manifiesta y excita la devoción interior del alma, el ansia de someterse a
Dios y servirle[18]. No hemos de tener
reparo —¡al contrario!— en repetir al Señor que le amamos y le adoramos, pero
hemos de avalorar esas palabras con nuestras obras de sujeción y de obediencia
a su querer. «Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada
mañana: ¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies
sacramentales! ¡Te adoro, te amo! Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio,
repetídselo nuevamente: ¡Señor, creo que estás realmente presente! ¡te adoro,
te amo! Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día. Luego,
continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración:
voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el
tabernáculo»[19]. Tibi
se cor meum totum subiicit, quia, te contemplans, totum deficit Pasmarse ante el misterio de amor Ante la entrega
de Jesucristo en la Eucaristía, cuántas veces repetía nuestro Padre: «se quedó
para ti»; «se humilló hasta esos extremos por amor a ti»
[20]
. Al contemplar tanto amor, el corazón creyente queda como
fulminado, lleno de admiración, y desea corresponder a su vez dándose del
todo al Señor. «Yo me pasmo ante este misterio de Amor»[21]. Cultivemos este sentimiento, esta disposición de la inteligencia
y de la voluntad, para no acostumbrarnos y para mantener siempre el ánimo
sencillo del niño que se maravilla ante los regalos que su padre le prepara.
Expresemos también con hondo agradecimiento: «Gracias, Jesús, gracias por
haberte rebajado tanto, hasta saciar todas las necesidades de nuestro pobre
corazón»[22]. Y, como consecuencia lógica, rompamos a cantar, alabando
a nuestro Padre Dios, que ha querido alimentar a sus hijos con el Cuerpo y
la Sangre de su Hijo; perseverando en esa alabanza porque siempre resultará
corta[23]. Jesús se ha quedado
en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros
miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades,
nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la
lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor. «Cuando
contempléis la Sagrada Hostia expuesta en la custodia sobre el altar, mirad
qué amor, qué ternura la de Cristo. Yo me lo explico, por el amor que os tengo;
si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros,
¡con qué gusto lo haría!» »Cristo, en cambio,
¡sí puede! Y Él, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan
albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos
unirnos siempre a su Humanidad Santísima, y para ayudarnos, para consolarnos,
para fortalecernos, para que seamos fieles»[24]. «No son mis pensamientos
como vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo de
Yahveh—. Pues cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos
a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55, 8-9). La lógica eucarística sobrepasa
toda lógica humana, no sólo debido a que la presencia de Cristo bajo las especies
sacramentales es un misterio que nunca podremos comprender plenamente con
nuestra inteligencia; sino también porque la donación de Cristo en la Eucaristía
desborda completamente la pequeñez del corazón humano, la de todos los corazones
humanos juntos. A la capacidad de nuestra mente, tanta generosidad le puede
parecer inexplicable, porque se halla muy distante de los egoísmos grandes
o pequeños que tantas veces nos acechan. «El más grande
loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él
se entrega, y a quienes se entrega? »Porque locura
hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos
malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso
anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan. »—¡Divino Loco!
¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?»[25]. Es necesario agrandar
el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la
fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, "saber querer",
"saber darse a los demás", imitando —dentro de nuestra poquedad—
la entrega de Cristo a todos y a cada uno. Con su experiencia personal, San
Josemaría ha podido confiarnos: «La frecuencia con que visitamos al Señor
está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla»[26]. En la "escuela" de San Josemaría Nuestro Padre
saboreó con hondura, desde muy joven, el amor de Cristo al quedarse en este
Sacramento, porque tenía una fe muy grande —«que se podía cortar»— y porque
sabía amar: se podía poner «como ejemplo de hombre que sabe querer». Por eso,
la «locura de amor» del Señor al donarse a nosotros en este Sacramento «le
robó el corazón», y entendió el colmo de anonadamiento y humillación a que
llegó el Señor por cariño tierno y recio a cada uno de nosotros. Por eso también,
supo corresponder a ese amor sin ceder a la generalidad del anonimato: se
consideró directamente interpelado por Cristo que se ofrecía por su vida,
y por la de todos, en la Eucaristía, y estuvo en condiciones de escribir,
refiriéndose al Santo Sacrificio: «"Nuestra" Misa, Jesús...»[27]. Emprendamos cotidianamente
ese itinerario de nuestro queridísimo Fundador: pidamos al Señor muchas veces
con los Apóstoles, como repetía San Josemaría: adauge nobis fidem!; y, por tanto, aprendamos
en "la escuela de Mariano" a darnos constantemente a los demás,
comenzando por servir a quienes se encuentran a nuestro alrededor, con una
atención vibrante de amor sacrificado. Así sabremos también nosotros entrar
en el misterio del Amor eucarístico y unirnos íntimamente al sacrificio de
Cristo. A la vez, el amor que alberguemos al Señor sacramentado nos conducirá
a darnos a los otros, precisamente sin que se note, sin hacerlo pesar: como
Él, pasando ocultos. «Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra
y se quedó entre nosotros en la Eucaristía»[28]. Hemos de imitar
en nuestra conducta personal el oblatus
est quia ipse voluit (Is 53,
7, Vg) de Jesús: esa decidida determinación interior de donarse y entregarse
a la persona amada, de cumplir lo que espera y pide. Necesitamos un corazón
limpio, lleno de afectos rectos, vacío de los desórdenes que introduce el
yo desorbitado. «Las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón,
y prolongarse con testimonio de conducta cristiana (...). Que nuestras palabras
sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan,
sobre todo, llevar a otros la luz de Dios»[29]. Ser de verdad
almas de Eucaristía no se reduce a la fiel observancia de unas ceremonias,
que resultan desde luego indispensables; se extiende a la entrega completa
del corazón y de la vida, por amor a Quien nos consignó y nos sigue consignando
la suya con absoluta generosidad. Aprendamos de la Virgen la humildad y la
disponibilidad sin condiciones para amar, acoger y servir a Jesucristo. Meditemos
frecuentemente, como nos proponía nuestro queridísimo Padre, que Ella «fue
concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo». Y afrontemos la pregunta
con que concluía esa invitación: «si la acción de gracias ha de ser proporcional
a la diferencia entre don y méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro
día en una Eucaristía continua?»[30]. Visus,
tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur Con la luz de la fe ¡Qué patente se
alza el fracaso de los sentidos ante el Santísimo Sacramento! La experiencia
sensible, camino natural para que nuestra inteligencia conozca lo que son
las cosas, aquí no basta. Sólo el oído salva al hombre del naufragio sensible
ante la Eucaristía. Sólo oyendo la Palabra de Dios que revela lo que la mente
no percibe a través de la sensibilidad, y acogiéndola con la fe, se llega
a saber que la sustancia —aunque lo parezca— no es pan sino el cuerpo de Cristo,
no es vino sino la sangre del Redentor. También la inteligencia
zozobra, porque no alcanza ni alcanzará jamás a comprender la posibilidad
de que permaneciendo lo sensible —las "especies"— del pan y del
vino, la realidad sustancial constituya el Cuerpo y la Sangre de Cristo. «Lo
que no comprendes y no ves, lo afirma una fe viva, más allá del orden propio
de las cosas»[31]. Por esta virtud
teologal se consigue, ante el Misterio eucarístico, la certeza que a la sola
razón humana se presenta como imposible. «Señor, yo creo firmemente. ¡Gracias
por habernos concedido la fe! Creo en Ti, en esa maravilla de amor que es
tu Presencia Real bajo las especies eucarísticas, después de la consagración,
en el altar y en los Sagrarios donde estás reservado. Creo más que si te escuchara
con mis oídos, más que si te viera con mis ojos, más que si te tocara con
mis manos»[32]. «Es toda nuestra
fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo
los accidentes del pan y del vino»[33]. Fe en el poder del Creador; fe en Jesús, que afirma: «Esto
es mi cuerpo», y añade: «Éste es el cáliz de mi sangre»; fe en la acción inefable
del Espíritu Santo, que intervino en la encarnación del Verbo en el seno de
la Virgen e interviene en la admirable conversión eucarística, en la transubstanciación. Fe en la Iglesia,
que nos enseña: «Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo
lo que ofrecía bajo la apariencia de pan (Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22
ss; Lc 22, 19 ss; 1 Cor 11, 24 ss); de ahí que la Iglesia de
Dios tuvo siempre la persuasión, y ahora nuevamente lo declara en este santo
Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión
de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro,
y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión,
propia y convenientemente, fue llamada transubstanciación por la Santa Iglesia
Católica»[34]. En continuidad
con este Concilio y con la entera Tradición, el Magisterio posterior ha insistido
en que «toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia
de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica,
que en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y
el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el
cuerpo y la sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante
de nosotros»[35]. Os aconsejo que,
especialmente a lo largo de este Año
de la Eucaristía, releáis y meditéis algunos de los más importantes documentos
que el Magisterio de la Iglesia ha dedicado al Santísimo Sacramento[36]. Acojamos con agradecimiento íntimo estos venerados textos,
reforzando nuestra obœdientia fidei a la Palabra de Dios que
en esas enseñanzas se nos transmite con autoridad dada por Jesucristo[37]. Credo
quidquid dixit Dei Filius; nil hoc verbo veritatis verius Palabras de vida Nuestra fe se
funda en las palabras mismas del Señor, que la Iglesia ha entendido siempre
como son, es decir, en sentido plenamente real. Después de haber multiplicado
los panes y los peces, el Señor declaró: «Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré
es mi carne para la vida del mundo» (Jn
6, 51). No hablaba en términos figurados; si hubiera sido así, al comprobar
que muchos —incluidos algunos discípulos— se escandalizaban ante esos vocablos,
los habría explicado de otro modo. Pero no lo hizo; al contrario, reafirmó
con fuerza: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo
le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre
es verdadera bebida» (Jn 6, 54-55).
Para que no pensaran que iba a ofrecérseles como alimento de forma material
y sensible, añadió: «El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve de
nada; las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Jn 6, 63). Son palabras del
Verbum spirans amorem: palabras
de amor, que llevan al amor, porque revelan el Amor de Dios a la humanidad,
que anuncian la Buena Nueva: «La Trinidad se ha enamorado del hombre»[38]. ¿Cómo no van a importarle nuestras cosas? ¿Cómo no intervendrá
en nuestro favor cuando sea necesario? «Dice Sión: "Yahveh me ha abandonado,
el Señor me ha olvidado". ¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho,
no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella pudiera olvidarle,
yo no te olvidaré» (Is 49, 14-15).
Este interés, este cuidado de Dios por cada uno de nosotros, con la encarnación
del Verbo nos llega a través de su Corazón humano. «Conmueven a Jesús el hambre
y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. "Vio Jesús la
muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas,
porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas
cosas" (Mc 6, 34)»[39]. Una actitud de confianza En el plano natural,
es lógico subrayar la importancia de la experiencia sensible, como fundamento
de la ciencia y del saber. Pero si los ojos se quedan «pegados a las cosas
terrenas», no es difícil o extraño que suceda lo que describía nuestro Padre:
«Los ojos se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo,
prescindiendo de Dios (...). La inteligencia humana se considera el centro
del universo, se entusiasma de nuevo con el "seréis como dioses"
(Gn 3, 5) y, al llenarse de amor
por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios»[40]. En una época que «fomenta un clima mundial para centrar
todo en el hombre; un ambiente de materialismo, desconocedor de la vocación
trascendente del hombre»[41], hemos de cultivar en nosotros y difundir a nuestro alrededor
la actitud de apertura a los demás, de confianza razonable en la palabra de
los otros. Antes os señalaba
que, para comprender el «derroche divino»[42] de la Eucaristía, es preciso "saber querer";
considerad también que es igualmente necesario "saber oír" y confiar,
ante todo, en Dios y en su Iglesia. La fe —sometimiento y, a la vez, elevación
de la inteligencia— en Jesús sacramentado nos librará de esa espiral nefasta
que aleja de Dios y también de los demás; nos defenderá de ese «engreimiento
general» que encubre «el peor de los males»[43]. Ese postrar la inteligencia ante la Palabra increada,
oculta en las especies de pan, nos ayuda también a no fiarnos sólo de nuestros
sentidos y de nuestro juicio, y a reforzar en nosotros la autoridad de Dios
que no se equivoca ni puede equivocarse. En el Sagrario
se esconde la fortaleza, el refugio más seguro contra las dudas, contra los
temores y las inquietudes[44]. Éste es el Sacramento de la Nueva Alianza, de la Alianza
eterna, novedad última y definitiva porque ya no cabe otra posibilidad de
darse más. Sin Cristo, el hombre y el mundo se quedarían a oscuras. También
la vida del cristiano se torna más y más sombría si se separa de Él. Este
Sacramento, con su definitiva novedad, ahuyenta para siempre lo viejo, la
incredulidad, el pecado. «Lo caduco, lo dañoso y lo que no sirve —el desánimo,
la desconfianza, la tristeza, la cobardía— todo eso ha de ser echado fuera.
La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y
debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro
obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada
en el Señor»[45]. In
Cruce latebat sola deitas, at hic latet simul et humanitas Con Cristo en el Calvario La celebración
de la Eucaristía nos sitúa en el Calvario, pues «en este divino sacrificio,
que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo
Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la
cruz (Hb 9, 27) (...). Una sola
y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio
de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz,
siendo sólo distinta la manera de ofrecerse»[46]. «Y al Calvario tenemos acceso «no solamente a través de
un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en
cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado»[47]. En el Gólgota,
en otra cruz, cerca de Jesús está Dimas, el buen ladrón. Coincidimos con él
en ese hallarnos realmente ante la misma Persona, en asistir al mismo dramático
acontecimiento. También coincidimos —o queremos coincidir— en la fe profunda
en esa Persona: él creyó que Jesús traía consigo el Reino de Dios y, arrepentido,
deseaba estar con Cristo en ese Reino. Nosotros creemos igualmente que es
Dios, el Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvarnos; pero nos distinguimos
de aquel pecador contrito en que él veía la humanidad de Cristo, pero no la
divinidad; nosotros, en Jesús sacramentado, no vemos ni la divinidad ni la
humanidad. El ladrón arrepentido A diferencia del
otro malhechor, Dimas reconocía sus culpas, aceptaba el castigo merecido por
sus ofensas y confesaba la santidad de Jesús: «Éste ningún mal ha hecho» (Lc 23, 41). También nosotros rogamos al
Señor que nos acoja en su Reino. Para recibirle más purificados en nuestro
pecho, confesamos nuestras culpas y le pedimos perdón; cuando sea necesario
también, como la Iglesia nos enseña, acudiendo antes con dolor constructivo
al sacramento de la Reconciliación: «Si no es decente
que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; (...) con
tanta más diligencia (el cristiano) debe evitar acercarse a recibirlo sin
grande reverencia y santidad, señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas
tremendas palabras: "El que come y bebe indignamente, come y bebe su
propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor" (1 Cor 11, 29). Por lo cual, al que quiere
comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: "Mas pruébese
a sí mismo el hombre" (1 Cor
11, 28). »La costumbre
de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse
a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito
que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental»[48]. La
humildad de Cristo crucificado movió a Dimas a no engreírse y a aceptar
con mansedumbre el sufrimiento, rechazando la tentación de rebelarse.
«Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más
humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el
establo, y que en Nazaret y que en la Cruz»[49].
Imitemos al latro pœnitens
en la disposición humilde, con mayor motivo, porque el ejemplo de anonadamiento
en la Eucaristía, que contemplamos con la fe, es aún mayor que aquél
que él vio con sus ojos en el Calvario. Cuando el "yo" se
alce soberbio, reclamando derechos de comodidad, sensualidad, reconocimientos
o agradecimientos, el remedio es mirar al Crucificado, ir al Sagrario,
participar sacramentalmente en su sacrificio. A esa conclusión llegaba
nuestro Padre, que cerraba así ese punto de Camino:
«Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!»[50]. Cátedra de todas las virtudes Escribe Santo
Tomás de Aquino que Cristo en la Cruz da ejemplo de toda virtud: «Passio Christi
sufficit ad informandum totaliter vitam nostram»[51], basta volver los ojos al Crucificado, para aprender cuanto
necesitamos en esta vida. E insiste: «Nullum enim exemplum virtutis abest
a Cruce»[52], no faltan ejemplos de ninguna virtud, abundan claramente
para todas: fortaleza, paciencia, humildad, desprendimiento, caridad, obediencia,
desprecio de los honores, pobreza, abandono... De la Eucaristía
podemos afirmar otro tanto: es cátedra excelsa de amor y de humildad; en este
divino Don, podemos fortalecernos también en las demás virtudes cristianas.
«En la Sagrada Eucaristía y en la oración está la cátedra en la que aprendemos
a vivir, sirviendo con servicio alegre a todas las almas: a gobernar, también
sirviendo; a obedecer en libertad, queriendo obedecer; a buscar la unidad
en el respeto de la variedad, de la diversidad, en la identificación más íntima»[53]. Se demuestra especialmente
como cátedra para las virtudes que deben cultivarse a diario en el trabajo
y en la familia, en las situaciones comunes de las personas corrientes: saber
esperar, saber acoger a todos, estar disponible siempre... El silencio de
Jesús sacramentado resulta sobre todo elocuente para quienes, como nosotros,
hemos de santificarnos nel bel mezzo
della strada, atareados en mil ocupaciones en apariencia de escasa importancia.
Desde el silencio de esa sede, Él nos puntualiza que la vida ordinaria nos
ofrece —con la humildad en que transcurre— una posibilidad constante de santificación
y de apostolado; que encierra todo el tesoro y la fuerza de Dios, que interviene
y dialoga en cada instante con nosotros, y se interesa hasta de la caída de
un cabello de la criatura (cfr. Mt 10, 29). Contemplando a
Jesús sacramentado, nos adentramos en la necesidad de movernos con rectitud
de intención, con no tener otra voluntad que la de cumplir el querer divino:
servir a las almas para que lleguen al Cielo. Se descubre la trascendencia
de darnos a los demás, gastando la propia existencia en acompañar a nuestros
hermanos los hombres, sin ruido, con paciencia, discretamente; con la amistad
y el afecto manifestados en obras quizá pequeñas pero concretas y útiles;
con la disponibilidad de tiempo y con la amplitud de corazón que sabe pronunciar
para todos, para cada uno, la oportuna palabra, el consejo y el consuelo necesarios,
el comentario doctrinal y la corrección fraterna. «Él se abaja a
todo, admite todo, se expone a todo —a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad
de la indiferencia de tantos—, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre
solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su
pecho llagado»[54]. Entregarse al servicio de los demás Ante la presencia
real de Jesús en el Sagrario, se comprende la eficacia inefable de «ocultarse
y desaparecer», que no entraña caer en el dolce far niente, aislarse de los demás, dejar de influir en el ambiente
y en el desarrollo de los acontecimientos en el propio ámbito familiar, profesional
o social. Se traduce, por el contrario, en dar toda la gloria a Dios y respetar
la libertad de los demás; y también en empujarles hacia el Señor no con ruido
humano, sino con la "coacción" de la propia entrega y de la virtud
alegre y generosa. Mirando al Señor
sacramentado, nos persuadimos de la conveniencia de "hacernos pan";
de que los demás puedan alimentarse de lo nuestro —de nuestra oración, de
nuestro servicio, de nuestra alegría— para ir adelante en el camino de la
santidad. Nos convencemos de la necesidad del «sacrificio escondido y silencioso»[55], sin espectáculo ni gestos grandilocuentes. «Jesús se quedó
en la Eucaristía por amor..., por ti. »—Se quedó, sabiendo
cómo le recibirían los hombres..., y cómo lo recibes tú.» »—Se quedó, para
que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en
la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores
más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino»[56]. En la Eucaristía,
Jesús muestra con elocuencia divina que, para ser como Él, hay que entregarse
completamente y sin regateos a los demás, hasta hacer de nuestro caminar un
servicio constante. «Llegarás a ser santo si tienes caridad, si sabes hacer
las cosas que agraden a los demás y que no sean ofensa a Dios, aunque a ti
te cuesten»[57]. Ambo
tamen credens atque confitens, peto quod petivit latro pœnitens Al ritmo de la contrición Volvamos a la
escena del Calvario, para escuchar la petición del buen ladrón, que tanto
removía a San Josemaría cuando meditaba el Adoro
te devote. «He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico:
"Peto quod petivit latro pœnitens", y siempre me conmuevo: ¡pedir
como el ladrón arrepentido! »Reconoció que
él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo
y se "abrió" las puertas del Cielo»[58]. Especialmente
en los últimos años, ante las dificultades de la Iglesia, nuestro Padre se
acogía con toda su alma a la misericordia divina, pidiendo esta comprensión,
este amor de Dios para sí y para todos. No exhibía méritos, que pensaba no
tener; «todo lo ha hecho el Señor», aseguraba convencido. No se apelaba a
motivos de justicia para conseguir del Señor la ayuda en la tribulación y
en la prueba; buscaba el refugio de su compasión. Así, de la fe en Cristo
pasaba a la contrición: a la conversión constante y alegre. Con esta lógica
actuaba nuestro Padre, bien seguro de que cor
contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Sal
50 [51], 19), no desprecia Dios un corazón contrito y humillado. Ahora, con su
intercesión en el Cielo, hemos de asimilar ese ritmo de fe y dolor que constituye
la señal inequívoca de auténtica vida interior. El trato eucarístico reforzará
nuestra esperanza, nuestra confianza en la misericordia del Señor, de muchos
modos; entre otros, ayudándonos a descubrir nuestras miserias para que las
llevemos al pie de la Cruz y así, con la lucha contra los defectos, alcemos
victoriosa la Cruz del Señor sobre nuestras vidas, sobre nuestras debilidades. Fiarse de la misericordia divina Dimas encontró
la misericordia y la gracia divinas transformando aquella actividad que antes
era su "profesión": asaltar y robar a otros. En la cruz, por la
fe y un dolor sincero, "asaltó" a Cristo, le "robó" el
corazón y entró con Él en la gloria. Nuestro Padre nos ha transmitido la «amorosa
costumbre de "asaltar" Sagrarios»[59]; nos ha enseñado, sobre todo, a unir nuestro trabajo santificado
a la ofrenda que Jesús hace de Sí mismo en la Misa y a trabajar así con la
fuerza que dimana de su sacrificio. La experiencia
del latro pœnitens es también la
nuestra: de la misericordia del Señor esperamos nuestra santificación. Al
recibir su perdón y su gracia, reflejamos estos dones en la fraternidad con
que tratamos a todos, pues la santidad, la perfección, está directamente relacionada
con la misericordia. Lo expresa claramente el mismo Señor: «Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48); y «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso»
(Lc 6, 36). Pero hemos de
tener siempre presente que «la misericordia no se queda en una escueta actitud
de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad
que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia»[60]. Se traduce sencillamente en darse y dedicarse a los demás,
como el buen samaritano: sin descuidar los propios deberes y, al mismo tiempo,
decidirse a sacrificar la comodidad y a prescindir de pequeños —o no tan pequeños—
planes e intereses personales. «Misericordia significa mantener el corazón
en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado,
generoso»[61]. Entendida de ese
modo, esta disposición activa del ánimo cabe aplicarla analógicamente a Cristo,
Dios y Hombre. Esto resultaría absurdo si refiriéramos nuestra misericordia
a Dios en sí mismo, pero no lo es en relación a la Humanidad de Jesús, pues
el mismo Señor nos ha dicho que considera dirigida a Él la misericordia usada
con sus hermanos los hombres, aun los más pequeños (cfr. Mt 25, 40). Además, podemos vivir la misericordia
de algún modo —como desagravio— con la Humanidad del Señor oculta en el Sagrario,
donde se nos presenta como «el Gran Solitario»: es un profundo acto de amor
y de piedad ir a visitarle a la «cárcel de amor», donde se ha quedado «voluntariamente
encerrado»[62] porque ha querido estar siempre con nosotros, hasta
el final. ¡Cuántas posibilidades
se nos abren para "tratarle bien", para acompañarle, para manifestarle
cariño! A tal conducta nos alentaba San Josemaría: «Jesús Sacramentado, que
nos esperas amorosamente en tantos Sagrarios abandonados, yo pido que en los
de nuestros Centros te tratemos siempre "bien", rodeado del cariño
nuestro, de nuestra adoración, de nuestro desagravio, del incienso de las
pequeñas victorias, del dolor de nuestras derrotas»[63]. Plagas,
sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor La actitud inicial de Tomás Ocho días después
de la Resurrección de Jesús, en el Cenáculo, Tomás mira al Señor, que le muestra
sus llagas y le dice: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano
y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel» (Jn 20, 27). Nosotros, en la Eucaristía,
nos encontramos también realmente ante su cuerpo glorioso, aunque a la vez
en estado de víctima —Christus passus—
por la separación sacramental del cuerpo y de la sangre. «El sacrificio eucarístico
no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino
también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto
viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía "pan de vida"
(Jn 6, 35 y 48), "pan vivo"
(Jn 6, 51)»[64]. Podemos pensar
que el Apóstol Tomás, cuando prendieron a Jesús en Getsemaní y después —ante
el "fracaso humano" de Cristo—, se sentiría desconcertado, defraudado,
desesperanzado. Quizá su hundimiento interior fuese especialmente emotivo
y por esto le costase, más que a los otros diez, aceptar la realidad de la
Resurrección del Señor. Se le hizo particularmente difícil volver a creer
en Jesús, esperar de nuevo en Él, llenarse otra vez de sólida ilusión; en
pocas palabras: amarle y sentirse amado por Él. Y puso condiciones. Dios se ha revelado
progresivamente, y el curso histórico de la Revelación de alguna manera se
traduce a nivel personal en el itinerario de fe de cada uno. Cualquier nuevo
paso en ese camino significa un abandono interior también "nuevo",
que resulta más costoso, que obliga a una mayor identificación con Cristo,
muriendo más y más al propio yo. Y nos conviene estar prevenidos, porque la
reacción de Santo Tomás puede también asomarse a nuestra alma: una actitud
de incredulidad, de resistencia a creer sin vacilación, a creer más: no nos
extrañemos ni nos asustemos. Para salvar este inconveniente, repitamos con
más fe ante el Sagrario y en otras ocasiones: Dominus meus et Deus meus! (Jn 20, 28). Los Apóstoles
creían en Jesús como profeta y enviado de Dios; como Mesías y Salvador de
Israel; como Hijo de Dios. Pero se habían formado una idea inexacta de cómo
se actuaría esa salvación y qué formas asumiría el Reino de su Maestro. Los
anuncios que Cristo puntualizó sobre su pasión y muerte, al menos tres veces,
no los entendieron del todo. Luego, en parte por su indolencia y en parte
por toda la tragedia de la pasión, los acontecimientos les pusieron violentamente
ante el plan de Dios, y todos naufragaron excepto San Juan. Y les costó, de
modo particular a Santo Tomás, aceptar la realidad gloriosa de Cristo resucitado.
Pero las diversas apariciones del Señor resolvieron sus reservas, y el mismo
Tomás superó su flojedad espiritual, como acabo de mencionar, con un maravilloso
acto de fe y de amor: Dominus meus et
Deus meus! A la hora de las pruebas No excluyamos
en nosotros mismos, por diversos motivos, una inicial resistencia a creer,
por la acumulación de experiencias negativas; por la adversidad de un ambiente
anticristiano; o por «un encuentro inopinado con la Cruz»[65], que se nos muestra más concreta y cruda: «Porque Dios
nos pide a todos una abnegación plena, y a veces el pobre hombre de barro
—de que estamos hechos— se rebela; sobre todo, si hemos dejado que nuestro
yo se interponga en el trabajo, que ha de ser para Dios»[66]. Ese tipo de situaciones
las superamos siempre, con la gracia divina, si las afrontamos por lo que
son: invitaciones a acercarnos más a Dios, a conocerle mejor y amarle más,
a servirle con más eficacia. Y el medio más seguro para superarlas nos viene
facilitado por el encuentro con Cristo crucificado y glorioso; con Jesús sacramentado.
De modo muy especial, entonces, ha llegado el momento de ir al Sagrario a
hablar con el Señor, que nos muestra sus llagas como credenciales de su amor;
y, con fe en esas llagas que físicamente no contemplamos, descubriremos con
los apóstoles la necesidad del Misterio de que «Cristo padeciera y así entrara
en su gloria» (Lc 24, 26); acogeremos
más claramente la Cruz como un don divino, entendiendo así aquella exhortación
de nuestro Padre: «empeñémonos en ver la gloria y la dicha ocultas en el dolor»[67]. A las llagas de Cristo Insisto, hijas
e hijos míos, no debemos sorprendernos ni asustarnos si nos topamos con situaciones
especialmente duras, en las que el "claroscuro" de la fe nos presenta
más explícitamente su dimensión de oscuridad; ocasiones en que quizá resulte
más difícil reconocer a Cristo, ni tan siquiera otear por dónde pasa el camino
querido por Dios. Este tipo de pruebas interiores puede deberse, a veces,
a la miseria humana, a la falta de correspondencia; pero con frecuencia no
es así, sino que forma parte del plan querido por Dios para identificarnos
con Jesucristo, para santificarnos. Ha llegado el
momento de "ir", como hizo el Apóstol Tomás, a las llagas de Cristo.
Así nos lo explica San Josemaría: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente,
toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente
que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las
calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere
conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos
y que nos tomen por necios. »Es la hora de
amar la mortificación pasiva, que viene —oculta o descarada e insolente— cuando
no la esperamos (...). »Al admirar y
al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una
sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas
dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de
cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos
con esa Sangre redentora, para fortalecernos (...). »Id como más os
conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese
amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo
suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús»[68]. No sólo en momentos
de prueba, sino siempre, busquemos más perseverantemente el encuentro con
Cristo resucitado, que nos espera en el Altar y en el Sagrario. ¡Con cuánta
confianza y seguridad hemos de acudir a la oración ante Jesús sacramentado,
para pedir, con la audacia de los niños, por tantas necesidades e intenciones!
Tomás apóstol puso ese encuentro como condición para creer; nosotros, ahora,
por la gracia de Dios, abrigamos la certeza de que en ese situarnos ante Jesús
se resuelven todas nuestras dificultades espirituales. No contemplamos ni
la humanidad ni la divinidad del Señor, pero creemos firmemente, y vamos a
Él, que «nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde
está realmente presente escondido en las especies sacramentales (...), que
pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... y enseguida, luz o, al menos, aceptación
y paz»[69]. Así seremos fieles y sentiremos el impulso y la fuerza
para decir a todo el mundo, sin respetos humanos, con naturalidad y con urgencia,
que hemos encontrado a Cristo, que le hemos tocado, ¡que vive! Saborearemos,
como San Josemaría, la verdad y el gozo de que Iesus
Christus heri et hodie, ipse et in sæcula! (Hb 13, 8). Fac
me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere Almas de eucaristía: fe, amor, esperanza El crecimiento
de la vida espiritual está directamente relacionado con el crecimiento de
la devoción eucarística. ¡Con qué fuerza lo predicó nuestro Padre! Como fruto
de su propia experiencia espiritual, nos empuja a cada una, a cada uno: «¡Sé
alma de Eucaristía! —Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en
el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!»[70]. El deseo de santidad
y el celo apostólico encuentran en la contemplación eucarística su cauce y
su fundamento más sólido. «No comprendo cómo se puede vivir cristianamente
sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y
en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo
largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando
esa piedad eucarística»[71]. Cuando Dios se
acerca al alma para atraerla a Sí, la criatura debe disponerse con más actos
de fe, de esperanza y de amor; debe intensificar su vida teologal, traduciéndola
en más oración, más penitencia, mayor frecuencia de sacramentos, más intenso
trato eucarístico. Así se comportó siempre nuestro Padre, sobre todo desde
que el Señor empezó a manifestarse a su alma, con aquellos barruntos de amor.
Ya en el Seminario de San Carlos pasó noches enteras en oración, acompañando
al Señor en el Sagrario; a medida que transcurrían las jornadas, percibía
hondamente la urgencia de estar más con Él. El camino cristiano
es senda esencialmente teologal: fruto del conocimiento sobrenatural, de la
tensión al Bien infinito que es la Trinidad, de la comunión en la caridad.
Y la adoración eucarística contiene su expresión más sublime, porque se dirige
a Dios tal como Él ha decidido quedarse más a nuestro alcance. A la vez, y
por lo mismo, se nos muestra como el medio mejor para crecer en esas tres
virtudes. Nuestro Padre las pedía todos los días, precisamente en la Santa
Misa, mientras alzaba a Jesús sacramentado en la Hostia consagrada y en el
cáliz con su Sangre: adauge nobis fidem,
spem, caritatem! La fe, la esperanza
y la caridad: virtudes sobrenaturales, que sólo Dios puede infundir en las
almas y sólo Él puede intensificar. Pero eso no significa que la recepción
de estos dones divinos exima de la colaboración personal, porque en todos
sus planes jamás el Omnipotente impone su amor: «No quiere esclavos, sino
hijos, y respeta nuestra libertad»[72]. Por esto, de ordinario, dispone que su acción inefable
esté acogida y acompañada por el esfuerzo de la criatura: admirémonos ante
la categoría que nos atribuye. Delicadezas del Señor Cabe descubrir
que el ocultamiento de Jesucristo en las especies eucarísticas, que
responde a las exigencias de la economía sacramental, también responde
precisamente al deseo divino de no forzar la libertad humana. Ocultándose,
el Señor nos invita a buscarle, mientras Él sale a nuestro encuentro,
«se hace el encontradizo»[73]. ¡Cuántas veces sucedió así con San Josemaría, que, sin darse cuenta,
sin proponérselo expresamente, se encontraba "rumiando" palabras
de la Escritura que iluminaban aspectos de su labor, que le manifestaban
la voluntad de Dios, que contestaban a problemas y dudas que había expuesto
a su Señor! «Cuenta el Evangelista que Jesús, después de haber obrado
el milagro, cuando quieren coronarle rey, se esconde. »—Señor, que nos
haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas,
que vivas con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos, que
queramos estar siempre junto a Ti, que seas el Rey de nuestras vidas y de
nuestros trabajos»[74]. La vida teologal,
de fe, esperanza y caridad, por su misma naturaleza tiende siempre a más,
a un crecimiento de la correspondencia: no se conforma con lo que ya hace.
Señal de amar de verdad a Dios, por tanto, es juzgar que se le ama poco, que
se ha de aumentar el trato diario. Sólo quien alberga un amor escaso, piensa
que ya ama mucho. Nuestro Padre nos interpela con fuerza: «¿Que... ¡no puedes
hacer más!? —¿No será que... no puedes hacer menos?»[75]. Respondamos, acudiendo una vez más a Cristo, Señor nuestro,
oculto en el Sagrario: «Fac me tibi semper magis credere, in te spem habere,
te diligere!» Esta tensión a
"más" —como toda la vida cristiana— encuentra en la Eucaristía su
raíz y su centro. Porque Jesús eucarístico es la cumbre del "crescendo"
de donación de Dios a la humanidad, y —al identificarnos con Él— nos comunica
esa misma tendencia al "crescendo" en entrega personal, "suaviter
et fortiter", como llevándonos de la mano. Así lo expresaba San Josemaría:
«Comenzaste con tu visita diaria... —No me extraña que me digas: empiezo a
querer con locura la luz del Sagrario»[76]. Y, ante el Tabernáculo, supliquemos con fervorosa piedad
a Jesús que nos conceda a todos, más y más, una «fe operativa», una «caridad
esforzada», una «esperanza constante» (1 Ts
1, 3). O
memoriale mortis Domini, panis vivus, vitam præstans homini Memorial del Sacrificio de la Cruz La Eucaristía
es memorial de la muerte del Señor y banquete donde Cristo nos da como alimento
su cuerpo y su sangre. «La divina sabiduría —enseña Pío XII— ha hallado un
modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con
señales exteriores, que son símbolos de muerte. En efecto, gracias a la transubstanciación
del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente
presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies
eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación
del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, realmente
sucedida en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar;
ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra a Jesucristo
en estado de víctima»[77]. Juan Pablo II,
al exponer esta doctrina, escribe: «La Misa hace presente el sacrificio de
la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración
memorial, la "manifestación memorial" (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio
redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial
del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte,
independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio
del Calvario»[78]. La Santa Misa
jamás se queda, por tanto, en un simple recuerdo del acontecimiento salvador
del Gólgota, sino que lo actualiza sacramentalmente. Todo sacramento realiza
lo que significa; así, la Misa significa y hace presente el mismo sacrificio
de Jesús en el Calvario. Nos trae el memorial vivo de la Pasión y Muerte de
Nuestro Señor. «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la
Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció
de una vez para siempre en la Cruz, permanece siempre actual»[79]. En el Sacrificio de la Misa, unimos todo lo nuestro al
ofrecimiento con que Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, se entregó a Dios Padre,
en adoración, acción de gracias, satisfacción por los pecados de la humanidad
y petición por todas las necesidades del mundo. Centro y raíz de la vida espiritual Nuestro Fundador,
en sus catequesis, se esforzaba en explicar la íntima relación existente entre
la Última Cena, la Cruz y la Misa. En momentos en los que, en no pocos ambientes,
se oscurecía la esencia sacrificial de la Eucaristía, puso especial hincapié
en el infinito valor del Santo Sacrificio. Con palabras asequibles a todos,
comentaba en una ocasión: «Distingo perfectamente la institución de la Sagrada
Eucaristía, que es un momento de manifestación de amor divino y humano, y
el Sacrificio en el madero de la Cruz. En la Cena, Jesús estaba pasible, no
había padecido aún; en el Calvario está paciente, sufriendo con gesto de Sacerdote
Eterno. Jesús está allí clavado con hierros, después de haber santificado
el mundo con sus pisadas, y muere por amor de cada uno de nosotros: toda su
sangre es el precio de nuestra alma, de cada alma»[80]. Con esa inmolación,
el Señor nos ha obtenido una redención eterna (cfr. Hb 9, 12). Este sacrificio «es tan decisivo
para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto
al Padre sólo después de habernos dejado
el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así
pues, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente.
Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones
cristianas»[81]. San Josemaría
supo acoger este legado de fe y vivirlo a fondo en todas sus implicaciones.
Siguiendo el consejo y el ejemplo de los Santos Padres, buscó siempre imitar
—a lo largo de cada día— lo que se realiza en la Misa, y esto mismo aconsejaba
a los demás: «¡Que te identifiques con ese Jesús Hostia que se ofrece en el
altar!»[82]. Siempre se ejercitó en lo que enseñaba: la Santa Misa,
como centro y raíz de la vida espiritual del cristiano,
constituyó el fundamento de cada una de sus jornadas. Y lo supo meditar y
transmitir a la luz de su contemplación profunda del Misterio eucarístico. La Misa «es acción
divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio
del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino
in persona et in nomine Christi,
en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo. »El amor de la
Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía,
nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias. Éste es el sacrificio
que profetizó Malaquías (...). Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre
con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza
en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua
Ley. »La Santa Misa
nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es
la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa
sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de
todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de
la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida
por la Confirmación»[83]. Una correspondencia esforzada La celebración
de la Eucaristía debe convertirse, insisto, en el centro y raíz de la vida
espiritual de un hijo de Dios, porque en este sacramento culmina el sacrificio
de la vida del Hijo de Dios: no sólo lo pone ante nuestros ojos y nos concede
imitarlo en nuestra respuesta cotidiana, sino que además nos otorga la gracia
de la Redención y la posibilidad de entregarnos como Él para la gloria de
Dios y la salvación de las almas. Recibir tan inefable
don requiere nuestra esforzada correspondencia, y que nos afanemos seriamente
en unirnos —en unir todo lo nuestro— a la oblación de Jesús a Dios Padre.
«En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro
Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de
la tierra, diciendo: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso"
—¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! Deseo insistir
en que nuestro Padre no se limitó a enseñar que la Santa Misa es centro y
raíz de la vida interior, sino que también mostró cómo corresponder personalmente
a la donación de la Trinidad en el Santo Sacrificio, de modo que la pelea
espiritual de cada uno girara verdaderamente en torno a la Misa, de este Sacrificio
se nutriera y en este Holocausto se enraizara. Entre otros consejos,
comentaba que le resultaba muy provechoso dividir la jornada en dos mitades:
una para preparar la Misa y otra para agradecerla; aprovechaba el tiempo del
reposo nocturno para intensificar el diálogo contemplativo, subrayando su
dimensión eucarística; y, muy especialmente, procuraba saborear y sacar contenido
a cada gesto y a cada palabra de los diversos momentos que componen la celebración
eucarística. Unía toda esa ejercitación —siempre con nuevos matices— a expresiones
de fe, esperanza y caridad, a situaciones e intenciones concretas. ¡Cuánto
nos ayuda su homilía "La Eucaristía, misterio de fe y de amor"![85]. Todo cuanto, con
la gracia de Cristo —savia divina— nos llega de la raíz eucarística, exige
—ya os lo he dicho— también esfuerzo de nuestra parte. San Josemaría nos exhorta
a este estupendo combate diario: «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio
del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la
jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has
oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias,
en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu
vida familiar...»[86]. Comunión con Cristo y unidad de la Iglesia En el Sacrificio
del Altar se unen el aspecto convivial y el sacrificial: Cristo, a través
del sacerdote, se ofrece como Víctima a Dios Padre, y el mismo Padre nos lo
entrega a nosotros como alimento. Cristo sacramentado es el «Pan de los hijos»[87]. La comunión del cuerpo y sangre del Señor nos llena de
una gracia específica, que produce en el alma efectos análogos a los que el
alimento causa en el cuerpo, «como son el sustentar, el crecer, el reparar
y deleitar»[88]. Pero a diferencia del alimento corporal, donde el cuerpo
asimila a sí lo que come, aquí sucede al revés: somos nosotros los asimilados
por Cristo a su Cuerpo, nos transformamos en Él. «Nuestra participación en
el cuerpo y en la sangre de Cristo, no tiende a otra cosa que a transformarnos
en aquello que recibimos»[89]. La Eucaristía
se alza en la Iglesia como el sacramento de la unidad, porque al comer todos
un mismo Pan, nos hacemos un solo Cuerpo. La Santa Misa y la Comunión edifican
la Iglesia, construyen su unidad y su firmeza, le dan cohesión. «Los que reciben
la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por eso mismo, Cristo une
a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica,
profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En
el Bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 13); la Eucaristía realiza esta llamada»
[90]
. Hijas e hijos
míos, ¡qué importante es que nos unamos a la Cabeza visible, al celebrar o
al participar en este Santo Sacrificio! Todos bien pegados a la Cabeza de
la Iglesia universal, al Papa; vosotros a quien hace Cabeza en cada Iglesia
particular, a los Obispos, y muy especialmente a este Padre vuestro que el
Señor ha querido poner como Cabeza visible y principio de unidad en esta «partecica
de la Iglesia» que es la Obra. Præsta
meæ menti de te vivere, et te illi semper dulce sapere Vivir de Cristo «La carne de Cristo,
en virtud de su unión con el Verbo, es vivificante»[91]. San Lucas escribe: «Toda la multitud intentaba tocarle, porque
salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lc
6, 19). También el Pan eucarístico es no sólo pan vivo, sino vivificante,
que da la vida divina en Cristo. Al recibirlo, cada uno puede decir
con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal
2, 20). Præsta meæ menti de te vivere... Esta estrofa
nos invita a que todo en nosotros se alimente de vivir siempre de Cristo,
a asumir una conducta completamente fiel a su amor, a gustar perseverantemente
de sus dulzuras: que nuestro gozo y nuestro "gusto" estén en Cristo,
que vayamos a Él «como el hierro atraído por la fuerza del imán»[92]. Este deseo sincero,
esta petición, ayuda poderosamente a anhelar y a cuidar la unidad de vida;
con otras palabras: no tener más que un Señor en el alma (cfr. Mt 6, 24); no buscar más que una cosa (cfr.
Lc 10, 42), y someterse totalmente
a un solo Amor, que es Él; no querer sino lo que quiere Dios, y acoger lo
demás porque Dios lo quiere y en el modo y medida que Él lo dispone; estar
tan identificado con Cristo, que el cumplimiento de su Voluntad se revele
en la criatura como característica esencial de la propia personalidad. Significa
poseer «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5); y, para lograrlo, pidámoselo
a Él, como San Josemaría: «Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi
alma»[93]. Los cristianos
no hemos de olvidar que, con el Señor, omnia
sancta, todo es santo; sin Él, mundana
omnia, todo es mundano. No nos dejemos engañar por la falta de amor, que
se oculta tras una apariencia de naturalidad, para no arrostrar con decisión
—por amor— las consecuencias de la fidelidad a Cristo. Nuestra relación con
Dios sólo puede construirse sobre el único modelo que es Cristo; y debemos
ver con claridad que la relación de Jesús con su Padre brilla por su total
unidad: «Yo y el Padre somos uno» (Jn
10, 30). Unidad de vida La Santa Misa,
por sí misma y más aún cuando se lucha para que sea el centro de la propia
vida interior, posee un poder verdaderamente unificante de la existencia humana.
Jesús sacramentado, en la renovación incruenta de su sacrificio en el Calvario,
toma por completo los trabajos y las intenciones de la persona que se une
a su oblación; y los recapitula en la adoración que Él rinde al Padre, en
el agradecimiento que le manifiesta, en la expiación que le ofrece, y en la
petición que le dirige. Así como Cristo,
en su caminar terreno, recapituló la historia humana desde Adán; y, en su
sacrificio, recapituló su propia vida; así también en el Sacrificio de la
Misa se unifica todo lo que Dios otorga a la humanidad y se sintetiza cuanto
la humanidad puede elevar al Padre en Cristo, bajo el impulso del Paráclito.
En una palabra, «la Sagrada Eucaristía (...) resume y realiza las misericordias
de Dios con los hombres»[94]. El Santo Sacrificio
compendia lo que ha de ser nuestra conducta: adoración amorosa, acción de
gracias, expiación, petición; es decir, dedicación a Dios y, por Él, a los
demás. En la Misa debe confluir cuanto nos pese y nos agobie, cuanto nos colme
de alegría y nos ilusione, cada detalle del quehacer cotidiano; hemos de ir
con las preocupaciones nuestras y las de los demás, las del mundo entero. En las pasadas
fiestas de Navidad, comentaba a un grupo de hermanos vuestros que no fueran
a Belén sólo con sus intenciones y necesidades, que llevasen al Niño los sufrimientos
y las urgencias de todas las personas de la Obra, de la Iglesia, del mundo
entero. Y lo mismo os aconsejo ahora a todas y a todos: id a la Misa, presentando
al Señor las urgencias materiales y espirituales de todos, como Cristo subió
al Madero cargado con los pecados de los hombres de todos los tiempos. Intentemos
subir con Él y como Él a la Cruz, donde intercedió —y ahora intercede desde
los altares y desde los sagrarios de esta tierra— ante su Padre, para obtener
a cada criatura, con sobreabundancia divina, las gracias que necesita, sin
excluir ninguna. Recordáis que,
en 1966, San Josemaría tuvo una fuerte experiencia, que relató así: «Después
de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió
que la Santa Misa es verdadero trabajo: "operatio Dei", trabajo
de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio.
Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. »A Cristo también
le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz»[95]. Interpretó ese
episodio como si Dios hubiese querido premiar su esfuerzo de años por centrar
su existencia entera en el Santo Sacrificio; y, a la vez, confirmarle en la
validez sobrenatural de ese camino para alcanzar la unidad de vida tan característica
del espíritu de la Obra. Peleemos, jornada tras jornada, para que —hagamos
lo que hagamos— nuestra mente se dirija a Jesucristo, para adherirnos a sus
designios y también para adentrarnos en su dulce saber. Pie
pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine Purificarse más y más La antigua creencia
de que el pelicano alimenta a sus crías con su sangre, haciéndola brotar de
su pecho herido con el pico, ha sido tradicionalmente un símbolo eucarístico,
que trataba de ejemplificar de algún modo la inseparabilidad de los aspectos
sacrificial y convivial de la Eucaristía. Efectivamente, en la Santa Misa
«se efectúa la obra de nuestra redención»[96], y se nos da a comer el cuerpo de Cristo y se nos da a
beber su sangre. En este Sacramento,
queda patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita.
Es sangre que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7, 14). Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y
de corazón limpio (cfr. Zac 9, 17).
Sangre que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y que desata las
lenguas para cantar y narrar las «magnalia Dei» (Hch 2, 11), las maravillas de Dios. La Eucaristía,
por ser el mismo sacrificio del Calvario, contiene en sí la virtud de lavar
todo pecado y conceder toda gracia: de la Misa, como del Calvario, nacen los
demás sacramentos, que luego nos dirigen al Holocausto de Jesucristo como
a su fin. Pero el sacramento ordinario —repetidlo en el apostolado—, dispuesto
por Dios para la remisión de los pecados mortales, no es la Misa, sino el
de la Penitencia; el de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia, mediante
la absolución que sigue a la confesión plenamente sincera y contrita —ante
el sacerdote— de todos los pecados mortales aún no perdonados directamente
en este sacramento[97]. Comulgar dignamente Más aún, la Eucaristía,
precisamente porque es manifestación y comunicación de amor, exige, en quienes
quieren recibir el cuerpo y la sangre del Señor, una clara disposición de
unión a Jesús por la gracia. «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías
para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? »—Agradezcamos
a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo
preparándonos muy bien, para recibirle»[98]. La calidad y la
delicadeza de esa preparación depende, como ya os recordaba antes, de la finura
y profundidad interior de la persona, particularmente de su fe y de su amor
a Jesús sacramentado. «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a
los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... »—Y si me preguntas
qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza
en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en
toda tu alma»[99]. Naturalmente,
no hay que esperar a ser perfectos —estaríamos siempre esperando— para recibir
sacramentalmente al Señor, ni hay que dejar de asistir a Misa porque falte
sentimiento o porque a veces vengan distracciones. «Comulga. —No es falta
de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. »—¿Olvidas que
dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?»[100]. Menos aún hay
que dejar de recibir la Santa Comunión, porque la frecuencia en la recepción
de este Sacramento parezca que no produce en nosotros el efecto que cabría
esperar de la generosidad divina. «¡Cuántos años comulgando a diario! —Otro
sería santo —me has dicho—, y yo ¡siempre igual! »—Hijo —te he
respondido—, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no
hubiera comulgado?»[101]. Más bien el cristiano
debe razonar con el pensamiento de que esa frecuencia, ya antigua en la Iglesia,
es signo de un enamoramiento auténtico, que las propias miserias no pueden
apagar. «Alma de apóstol: esa intimidad de Jesús contigo, ¡tan cerca de Él,
tantos años!, ¿no te dice nada?»[102]. Cuando asomen
esos falaces argumentos, u otros semejantes, es el momento de asumir, más
que nunca, con agradecimiento y confianza en Jesús, la actitud del centurión,
que repetimos en la Santa Misa: «Domine, non sum dignus!». No cabe olvidar
que, ante la majestad y la perfección de Cristo, Dios y Hombre, nosotros somos
pordioseros que nada poseen, que estamos manchados con la lepra de la soberbia,
que no siempre vemos la mano de Dios en lo que nos sucede y que, en otras
ocasiones, nos quedamos paralizados ante su Voluntad. Pero todo esto no justifica
la actitud de retraernos; nos ha de conducir, en cambio, a repetir muchas
veces, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre: «yo quisiera, Señor, recibiros
con aquella pureza, humildad y devoción...» Cuius
una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere Dar a conocer la eficacia de la Eucaristía Con estas palabras,
se nos menciona de nuevo esa característica, tan propia de la Eucaristía:
su "sobreabundancia", el "exceso" de amor divino que se
nos ha concedido y se nos continúa ofreciendo constantemente. La estrofa del
himno eucarístico se refiere a la dimensión expiatoria de este Sacramento:
bastaba una gota de la sangre del Hombre-Dios para borrar todos los pecados
de la humanidad. Pero quiso derramar toda. «Uno de los soldados le abrió el
costado con una lanza y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19, 34). La sangre, entre los pueblos
antiguos, y en cierto modo también hoy, supone signo de vida. Cristo decidió
no ahorrarse nada de su sangre, también como manifestación de su voluntad
precisa de comunicarnos toda su Vida. Contemplar la
entrega total de Jesús por nosotros, considerar una vez más que «no es posible
separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor»[103], nos alienta a ser conscientes de que nosotros no podemos
contentarnos con conducirnos personalmente como almas de Eucaristía: hemos
de impulsar a que también tomen esa determinación los demás. No basta con que
cada uno, cada una, de nosotros busque y trate al Señor en la Eucaristía;
debemos conseguir "contagiar" —en nuestra labor apostólica— a cuantos
más mejor, para que también miren y frecuenten esa amistad inigualable. «Amad
muchísimo a Jesús sacramentado, y procurad que muchas almas le amen: sólo
si metéis esta preocupación en vuestras almas, sabréis enseñarla a los demás,
porque daréis lo que viváis, lo que tengáis, lo que seáis»[104]. Ante la triste
ignorancia que hay, incluso entre muchos católicos, pensemos, hijas e hijos
míos, en la importancia de explicar a las personas qué es la Santa Misa y
cuánto vale, con qué disposiciones se puede y se debe recibir al Señor en
la comunión, qué necesidad nos apremia de ir a visitarle en los sagrarios,
cómo se manifiestan el valor y el sentido de la «urbanidad de la piedad»[105]. Ahí se nos abre
un campo inagotable y fecundísimo para el apostolado personal, que traerá
como fruto, por bendición del Señor, muchísimas vocaciones. Así nos lo repitió
nuestro queridísimo Padre desde el principio, también con su comportamiento
diario. «Para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo» (nuestro Padre
se refiere con estas palabras a la extensión de la Obra por el orbe), «es
menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía, ¡viriles!,
almas de oración. Porque sólo así vibraréis con la vibración que el espíritu
de la Obra exige»[106]. Amar la mortificación y la penitencia Para convertirnos
realmente en almas de Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir
de la unión habitual con la Cruz, también mediante la mortificación
buscada o aceptada. Don Álvaro nos ha dejado escrito que, en una ocasión,
nuestro Padre preguntaba a un grupo de hijos suyos: «¿Qué haremos para
ser apóstoles, como el Señor quiere, en el Opus Dei?». Y respondió inmediatamente,
con energía y con firmísimo convencimiento: «¡llevar a Cristo crucificado
en nosotros! (...). El Señor escucha las peticiones de las almas mortificadas
y penitentes»[107].
Don Álvaro sacaba enseguida la conclusión, que aplicaba a sí mismo y
a todos: «Considerad que, para ser fieles al gran compromiso de corredimir,
hemos de identificarnos personalmente con Nuestro Señor Jesucristo,
mediante la crucifixión de nuestras pasiones y concupiscencias en el
alma y en el cuerpo (cfr. Gal
5, 24). Ésta es la divina "paradoja" que ha de renovarse en
cada uno: "Para Vivir hay que morir" (Camino,
n. 187)»[108]. Precisamente en
el sacramento del Sacrificio del Hijo de Dios, obtenemos la gracia y la fuerza
para identificarnos con Cristo en la Cruz. No lo dudemos: el origen y la raíz
de nuestra vida de mortificación se encuentran en la devoción eucarística.
Sólo estaremos en condiciones de afirmar que somos auténticas almas de Eucaristía,
si vivimos de verdad —cum gaudio et
pace— clavados con Cristo en la Cruz; si sabemos «sujetarnos y humillarnos,
por el Amor», si «nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestros sentidos
y potencias, nuestras palabras y nuestras obras», todo, está "bien atado",
por el amor a la Virgen, a la Cruz de su Hijo»[109]. Un alma de Eucaristía necesariamente es, siempre y a la
vez, un alma sacerdotal; y de modo concreto, si la criatura se consume en
deseos de reparar y de sacrificar. Entonces guarda un alma «esencialmente,
¡totalmente!, eucarística»[110]. Cuando nos tomamos
en serio que la Misa es «nuestra Misa, Jesús», porque la celebra Jesús con
cada uno de nosotros, porque cada uno hace de sí una oblación a Dios Padre
unida a la de Cristo, entonces dura las veinticuatro horas de la jornada.
«Amad mucho al Señor. Tened afán de reparación, de una mayor contrición. Es
necesario desagraviarle, primero por nosotros mismos, como el sacerdote hace
antes de subir al altar. Y nosotros, que tenemos alma sacerdotal, convertimos
nuestra jornada en una misa, muy unidos a Cristo sacerdote, para presentar
al Padre una oblación santa, que repare por nuestras culpas personales y por
las de todos los hombres (...). Tratadme bien al Señor, en la Misa y durante
todo el día»[111]. Iesu,
quem velatum nunc aspicio, / oro, fiat illud quod tam sitio, / ut te
revelata cernens facie, / visu sim beatus tuæ gloriæ Hambres de ver el rostro de Cristo Concluye el Adoro te devote con esta estrofa, que cabría
resumir así: Señor, ¡que te quiero ver! Muy lógica conclusión, pues
la Eucaristía, «prenda de la gloria venidera»[112], nos
concede un anticipo de la vida definitiva. «La Eucaristía es verdaderamente
un resquicio del Cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria
de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia
y proyecta luz sobre nuestro camino»[113]. Este tesoro central
de la Iglesia anticipa la eternidad, porque nos convierte en comensales de
la "Cena del Cordero", donde los bienaventurados se sacian de la
visión de Dios y de su Cristo (cfr. Ap
19, 6-10). Nosotros conseguimos ya, por la gracia de Dios, acceso a la misma
realidad, pero no de modo pleno: sólo imperfectamente (cfr. 1 Cor 13, 10-12). Con el don del Sacramento
se nos aumenta y se consolida la vida nueva conferida con el Bautismo, que
está llamada a su perfección en la gloria. La recepción de
Jesús en la Sagrada Comunión nos obtiene serenidad ante la muerte y ante la
incertidumbre del juicio, porque Él ha asegurado: «El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). «Quien se alimenta de Cristo
en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna:
la posee ya en la tierra como primicia
de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto,
en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal
al final del mundo»[114]. La fe y la esperanza eucarísticas alejan de nosotros muchos
temores. La Sagrada Eucaristía
es «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de
Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del
Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras
de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo
enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto,
ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (cfr. Ap 21, 4)»[115]. Este Sacramento
se coloca como en el umbral entre esta vida y la otra, no sólo cuando se administra
a los moribundos en forma de viático; sino más propiamente porque contiene
a Christus passus, ya glorioso,
de modo que participa en el orden sacramental de la condición de esta vida,
mientras sustancialmente pertenece ya a la otra. También por eso, la piedad
eucarística nos irá haciendo más y más Opus Dei, empujándonos a conducirnos
como contemplativos en el mundo, pues caminamos amando en la tierra y en el
Cielo: «no "entre" el Cielo y la tierra, porque somos del mundo.
¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar
cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos "in hoc sæculo"»[116]. Prenda de la vida eterna El plan salvífico
de Dios se incoa en esta etapa terrena, que es "penúltima", y se
consuma en la que debe venir, que es eterna[117]. Así, la fe entraña cierta incoación del conocimiento cara
a cara, una incoación de la visión gloriosa y beatífica. En la Eucaristía,
la tensión a la gloria se apoya sobre todo en el amor que nace del trato.
El alma eucarística anhela adorar abiertamente a Quien ya adora oculto en
el Pan, porque el repetido trato con un amor escondido genera un deseo irrefrenable
de poseerlo abiertamente. «Trata a la Humanidad Santísima de Jesús... Y Él
pondrá en tu alma un hambre insaciable, un deseo "disparatado" de
contemplar su Faz»[118]. Ésta ha sido siempre
la impaciencia de los santos, la que guardaba San Josemaría en su corazón.
«Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para
su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos.
Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo.
"Vultum tuum, Domine, requiram" (Sal 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos,
y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no
"como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara"
(1 Cor 13, 12). Sí, hijos, "mi corazón
está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios?"
(Sal 41, 3)»[119]. La devoción eucarística
irá comunicando y aumentando en nosotros esa ansia, hasta convertir el estar
con Cristo en lo único que nos importe, sin que esto nos aparte de este mundo;
al contrario, lo amaremos más apasionadamente, con nuestro corazón unido estrechamente
al Corazón de Jesucristo. La intimidad, el trato con el Señor en la Eucaristía,
nos irá imprimiendo con vigor el convencimiento de que la felicidad no se
halla en estos o aquellos bienes de la tierra, que envejecerán y desaparecerán;
sino en permanecer para siempre con Él, porque la felicidad es Él, que ya
ahora poseemos como «tesoro infinito, margarita preciosísima» en este Sacramento[120]. «Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía
ganas de gritar: ¡ahí te entrego la Felicidad!»[121]. La Santísima Virgen, mujer eucarística Con esta advocación
—«mujer eucarística»—, Juan Pablo II ha propuesto a la Iglesia el ejemplo
de María como "escuela" y "guía" para aprender a pasmarnos
—que significa acoger, adorar, agradecer...— ante el misterio de la Eucaristía[122]. A la luz de la fe, lo entendemos muy bien, como sucedió
a nuestro Padre, que nos hacía considerar que en la Santa Misa, «de algún
modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la
Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre:
Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido
en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del
Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que
se ofrece en sacrificio redentor en el Calvario y en la Santa Misa»[123]. María, al pie
de la Cruz, unió su propio sacrificio interior —«ved si hay dolor como mi
dolor» (Lm 1, 12)— al de su Hijo,
cooperando a la Redención en el Calvario. Ella misma, «presente con la Iglesia,
y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas»[124], coopera con el Hijo en difundir en el mundo —¡Medianera
de toda gracia!— la infinita fuerza santificadora del Santo Sacrificio que
sólo Jesús cumple. Hijas e hijos
míos, si de algún modo nos hemos confrontado con Dimas, el buen ladrón, y
con el Apóstol Tomás, ¿cómo no mirar a María para conocer y querer más a Jesús
sacramentado, para aprender de Él e imitarle, para «tratarle bien»? En esta
personalísima labor, que de modo incesante nos renovará interiormente y nos
llenará de deseos de santidad y apostolado, ayudémonos con la contemplación
de los misterios del Rosario, desde la Anunciación, cuando vemos cómo la Virgen
acoge incondicionalmente en su seno purísimo al Verbo encarnado, hasta su
glorificación, cuando Dios la recibe en cuerpo y alma en la gloria, y la corona
como Reina, Madre y Señora nuestra. «A Jesús siempre
se va y se "vuelve" por María»[125]. Pidamos a nuestra Madre que nos tome siempre de la mano,
y especialmente en este Año de la Eucaristía
para que constantemente digamos al Señor sacramentado, con las palabras y
las obras: «¡te adoro, te amo!» Adoro
te devote! Y cuando lo hagamos, escuchemos a nuestro queridísimo Padre,
que nos insiste: «invocad a María y a José, porque de alguna manera estarán
presentes en el Sagrario, como lo estuvieron en Belén y en Nazaret (...).
¡No os olvidéis!»[126]. Con
todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier Roma, 6 de octubre
de 2004, segundo aniversario de la canonización de San Josemaría. |
|
Recibir NOVEDADES FLUVIUM |
|
[1] Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5. [2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87. Cfr Concilio Vaticano II, Const. dogm.
Lumen gentium, n. 11; Decr. Presbyterorum ordinis, n. 14. [3] Concilio de Trento, ses. XIII, Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, can.
1 (Denz. 1651). [4] Cfr. Ibid., can. 2 (Denz. 1652). [5] San Josemaría, Camino, n. 538. [6] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
14-IV-1960. [7]San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 83. [8] Cfr. Ibid.,
n. 84. [9] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de San Mateo, 82, 4 (PG 58, 743). [10] Cfr. Camino,
nn. 269, 537, 554; Forja,
nn. 831, 991; Es Cristo que
pasa, n. 151. [11] San Josemaría, Camino, n. 267. [12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84. [13]Ibid. [14] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[15]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64. [16] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
octubre 1972. [17] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90. [18] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 84, a. 2; San Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, 4, 12 (PG 94, 1133). [19] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
4-IV-1970. [20] San Josemaría, Camino, nn. 539, 538. Cfr. Surco,
nn. 685, 686; Forja, n.
887. [21] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 161. [22] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
14-IV-1960. [23] «Lauda, Sion, Salvatorem, / lauda ducem et pastorem
/ in hymnis et canticis. / Quantum potes, tantum aude: / quia maior
omni laude, / nec laudare sufficis» (Misal Romano, Solemnidad del
Cuerpo y la Sangre de Cristo, Secuencia Lauda
Sion). [24] San Josemaría, Forja, n. 838. Cfr. nn. 832, 837. [25] San Josemaría, Forja, n. 824. [26] San Josemaría, Surco, n. 818. [27] San Josemaría, Camino, n. 533. [28] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151. [29] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 156. [30] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973. [31] Misal Romano, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre
de Cristo, Secuencia Lauda Sion. [32] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 7. [33] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 153. [34] Concilio de Trento, ses. XIII: Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, cap.
4 (Denz. 1642). [35] Pablo VI, Credo
del Pueblo de Dios, 30-VI-1968. Cfr Juan Pablo II, Litt. enc.
Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n.
15. [36] Cfr., por ejemplo, Pío XII, Litt. enc. Mediator Dei, 20-XI-1947; Pablo VI, Litt.
enc. Mysterium fidei,
3-IX-1965; Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia
de Eucharistia, 17-IV-2003; Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 1322-1419. [37] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 10. [38] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84. [39] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 109. [40] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 6. [41] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 10. [42] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 80. [43]Ibid, n. 6. [44] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 817. [45] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 155. [46] Concilio de Trento, ses. XXII, Doctrina acerca del Santísimo Sacrificio de
la Misa, cap. 2 (Denz. 1743). [47] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 12. [48] Concilio de Trento, ses. XIII, Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, cap.
7 (Denz. 1647). [49] San Josemaría, Camino, n. 533. [50]Ibid. [51] Santo Tomás de Aquino, Colación 4 sobre el Credo. [52]Ibid. [53] San Josemaría, Carta 24-III-1931, n. 61. [54] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973. [55] San Josemaría, Camino, n. 509. [56] San Josemaría, Forja, n. 887. [57] San Josemaría, Forja, n. 556. [58] San Josemaría, Vía Crucis, XII estación, n. 4. [59] San Josemaría, Camino, n. 876. [60] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 232. [61]Ibid. [62] San Josemaría, Forja, n. 827 [63] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 7. [64] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 14. [65] San Josemaría, Vía Crucis, V estación. [66] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
25-VI-1972. [67] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
9-IV-1937. [68] San Josemaría, Amigos de Dios, nn. 301-303. [69] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249. [70] San Josemaría, Forja, n. 835. [71] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154. [72] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 129. [73] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973. [74] San Josemaría, Forja, n. 542. [75] San Josemaría, Camino, n. 23. [76] San Josemaría, Surco, n. 688. [77] Pío XII, Litt. enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 20. [78] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 12. Cfr. Concilio de Trento,
ses. 22, Doctrina acerca del
Santo Sacrificio de la Misa, cap. 2 (Denz. 1743). [79]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1364. [80] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
22-V-1970. [81] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 11. [82] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
14-IV-1960. [83] San Josemaría, Es Cristo que pasa, nn. 86-87. [84] San Josemaría, Forja, n. 541. [85] Cfr. Es Cristo
que pasa, nn. 88-91. [86] San Josemaría, Forja, n. 69. [87] Misal Romano, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre
de Cristo, Secuencia Lauda
Sion. [88] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 79, a. 1. [89] San León Magno, Homilía 12 sobre la Pasión, 7 (PL 54, 357). [90]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1396. [91] Concilio de Éfeso, año 431 (Denz. 262). [92] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296. [93] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
19-III-1975. [94] San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 123. [95] San Josemaría, Vía Crucis, XI estación, n. 4. [96] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 3. [97] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia, 2-XII-1984,
n. 31, I. [98] San Josemaría, Forja, n. 828. [99] San Josemaría, Forja, n. 834. [100] San Josemaría, Camino, n. 536. [101]Ibid., n. 534. [102]Ibid., n. 321. [103] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122. [104] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
4-IV-1970. [105] San Josemaría, Camino, n. 541. [106] San Josemaría, Instrucción, 1-IV-1934, n. 3. [107] Recogido por don Álvaro, Carta, 16-VI-1978. [108]Ibid. [109]Ibid. [110] San Josemaría, Forja, n. 826.
[111]
San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia,
6-X-1968.
[112]
Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 47. [113] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 19. [114] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 18. [115] San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 113. [116] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
27-III-1975. [117] Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-95, n. 2. [118] San Josemaría, Vía Crucis, VI estación, n. 2. [119] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación,
25-XII-1973. [120] San Josemaría, Camino, n. 432. [121] San Josemaría, Forja, n. 267. [122] Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, nn.
53-58. [123] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89. [124] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 57. [125] San Josemaría, Camino, n. 495. [126] San Josemaría, Apuntes tomados en una conversación, 6-VI-1974. |
|