Con los ídolos, el hombre pierde su dignidad

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general dedicada a comentar el Salmo 113 B, «Himno al Dios verdadero».

Ciudad del Vaticano, 1 de septiembre de 2004.

Salmo 113, B

No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu bondad, por tu lealtad.
¿Por qué ha de decir las naciones:
«Dónde está su Dios?».

Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:

Tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;

Tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

Israel confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
La casa de Aarón confía en el Señor:
El es su auxilio y su escudo.
Los fieles del Señor confían en el Señor:
El su auxilio y su escudo.

Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,
bendiga a la casa de Israel,
bendiga a la casa de Aarón;
bendiga a los fieles del Señor,
pequeños y grandes.

Que el Señor os acreciente,
a vosotros y a vuestros hijos;
bendito seáis del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
El cielo pertenece al Señor,
la tierra se le ha dado a los hombres.

Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
Nosotros, sí, bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

Sometidos a su Bondad y Poder

        1. El Dios viviente y el ídolo inerte se enfrentan en el Salmo 113 B, que acabamos de escuchar y que forma parte de la serie de los salmos de las Vísperas. La antigua traducción griega de la Biblia de los «Setenta», seguida por la versión latina de la antigua Liturgia cristiana, ha unido este Salmo en honor del auténtico Señor al precedente. Ha surgido una composición única que, sin embargo, está claramente dividida en dos textos diferentes (Cf. Salmo 113 A y 113 B).

        Tras una invocación inicial dirigida al Señor para testimoniar su gloria, el pueblo elegido presenta a su Dios como el Creador omnipotente: «Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace» (Salmo 113 B, 3). «Bondad» y «lealtad» son típicas virtudes del Dios de la alianza en la relación con el pueblo que eligió, Israel (Cf. versículo 1). De este modo, cosmos e historia están sometidos a su voluntad, que es potencia de amor y de salvación.

Los ídolos del hombre

        2. Al Dios verdadero adorado por Israel se le contraponen después los «ídolos» de otros pueblos (versículo 4). La idolatría es una tentación de toda la humanidad en todo lugar y en todo tiempo. El ídolo es algo inanimado, nacido de las manos del hombre, estatua fría, privada de vida. El salmista lo describe irónicamente en sus siete miembros totalmente inútiles: boca muda, ojos ciegos, oídos sordos, narices insensibles a los olores, manos inertes, pies paralizados, garganta que no emite sonidos (Cf. versículos 5-7).

        Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un augurio sarcástico: «que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos» (versículo 8). Es un augurio expresado de manera sin duda eficaz para producir un efecto de radical disuasión ante la idolatría. Quien adora los ídolos de la riqueza, del poder, del éxito, pierde su dignidad de persona humana. Decía el profeta Isaías: «¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por eso quedarán abochornados» (Isaías 44, 9).

La seguridad de los fieles

        3. Por el contrario, los fieles del Señor saben que el Dios viviente es «su auxilio y su escudo» (Cf. Salmo 113 B, 9-13). Se les presenta según una triple categoría. Ante todo está «Israel», es decir, todo el pueblo, la comunidad que se reúne en el templo para rezar. Allí está también la «casa de Aarón», que hace referencia a los sacerdotes, custodios y anunciadores de la Palabra divina, llamados a presidir el culto. Por último, se recuerda a los que temen al Señor, es decir, los fieles auténticos y constantes, que en el judaísmo sucesivo al exilio de Babilonia y en el posterior hacen referencia a aquellos paganos que se acercaban a la comunidad y a la fe de Israel con el corazón sincero y con una búsqueda genuina. Ese será el caso, por ejemplo del centurión romano Cornelio (Cf. Hechos 10, 1-2. 22), que después sería convertido por san Pedro al cristianismo.

        La bendición divina desciende sobre estas tres categorías de auténticos creyentes (Cf. Salmo 113 B, 12-15). Ésta, según la concepción bíblica, es el manantial de fecundidad: «Que el Señor os acreciente, a vosotros y a vuestros hijos» (versículo 14). Por último, los fieles, llenos de gozo por el don de la vida recibido del Dios vivo y creador, entonan un breve himno de alabanza, respondiendo a la bendición de Dios con su bendición grata y confiada (Cf. versículos 16-18).

El hombre se hace lo que adora

        4. De manera sumamente viva y sugerente, un padre de la Iglesia de Oriente, san Gregorio de Niza (siglo IV), en la quinta Homilía sobre el Catar de los Cantares hace referencia a nuestro salmo para describir el paso de la humanidad del «hielo de la idolatría» a la primavera de la salvación. De hecho, recuerda san Gregorio, la naturaleza humana parecía haberse transformado «en la de los seres inmóviles» y sin vida «que se convirtieron en objeto de culto», como precisamente está escrito: «que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos». «Y era lógico el que así fuera. Así como los que confían en el auténtico Dios reciben en sí las peculiaridades de la naturaleza divina, así también quien se dirige a la vanidad de los ídolos se hizo como aquello en lo que confiaba y siendo hombre se convirtió en piedra.

        Dado que la naturaleza humana, convertida en piedra a causa de la idolatría, fue inmóvil ante lo mejor, atenazada por el hielo del culto de los ídolos, por este motivo surge sobre este tremendo invierno el Sol de la justicia y trae la primavera del soplo del mediodía, que disuelve el hielo y calienta todo con los rayos de ese sol. De este modo, el hombre que había quedado petrificado por obra del hielo, calentado por el Espíritu y por los rayos del Logos, volvió a ser agua que mana para la vida eterna» («Homilías sobre el Cantar de los Cantares» - «Omelie sul Cantico dei cantici», Roma 1988, páginas 133-134).