Selección de textos de Santa
Teresa de Ávila VIII

La llamada de Dios y la llamada de lo mundano

        Pasaba una vida trabajosísima (...). Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía lo mundano. Dábame gran contento las cosas de Dios; teníanme atada las mundanas. Paréceme que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigos uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales. (...). Pasé así muchos años, que ahora me espanto qué hizo que no dejase lo uno o lo otro. (...) ¡Oh, válgame Dios, si hubiera de decir las ocasiones que en estos años Dios me quitaba, y cómo me tornaba yo a meter en ellas (...).

        Pasé en este mar tempestuoso casi veinte años (...). Sé decir que es una de las vidas más penosas que me parece se puede imaginar: porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento con lo mundano. Cuando estaba en los contentos mundanos, en acordarme de lo que debía a Dios, era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones mundanas me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años. (Libro de la Vida, cap. 7-8).

Tener amistad con personas que también buscan la santidad

        Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima (...). Pues es tan importantísimo esto para almas que no están fortalecidas en virtud –como tienen tantos contrarios, y amigos para incitar al mal– que no sé cómo lo encarecer. Paréceme que el demonio ha usado de este ardid como cosa que muy mucho le importa: que se escondan tanto de que se entienda que de veras quieren procurar amar y contentar a Dios, como ha incitado se descubran otras voluntades malhonestas, con ser tan usadas, que ya parece se toma por gala y se publican las ofensas que en este caso se hacen a Dios. (...)

        Porque andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas, que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante, según se tiene por bueno andar en las vanidades y contentos del mundo. Y para estos hay pocos ojos; y si uno comienza a darse a Dios, hay tantos que murmuren, que es menester buscar compañía para defenderse, hasta que ya estén fuertes en no les pesar de padecer; y si no, veránse en mucho aprieto (...). De mí sé decir que, si el Señor no me descubriera esta verdad y diera medios para que yo muy ordinario tratara con personas que tienen oración, que cayendo y levantando iba a dar de ojos en el infierno. Porque para caer había muchos amigos que me ayudasen; para levantarme hallábame tan sola, que ahora me espanto cómo no me estaba siempre caída, y alabo la misericordia de Dios, que era sólo el que me daba la mano. Sea bendito por siempre jamás, amén. (Libro de la Vida, cap. 7).

El gran bien de la oración

        Pues para lo que he tanto contado esto es (...) para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester, y cómo si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas de mil manera que ponga el demonio, en fin tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como –a lo que ahora parece– me ha sacado a mí. Plega a Su Majestad no me torne yo a perder.

        De lo que yo tengo experiencia puedo decir, y es que por males que haga quien la ha comenzado, no la deje, pues es el medio por donde puede tornarse a remediar, y sin ella será muy más dificultoso. Y no le tiente el demonio por la manera que a mí, a dejarla (...). Y quien no la ha comenzado, por amor del Señor le ruego yo no carezca de tanto bien (...) Y si persevera, espero yo en la misericordia de Dios, que nadie le tomó por amigo que no se lo pagase; que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama. (Libro de la Vida, cap. 8, 4-5).