«¿Cómo valorarse uno mismo?»

Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, al pasaje evangélico de la liturgia del domingo, 29 de agosto (Lc 14,1.7-14), sobre la repercusión de la verdadera humildad.

ROMA, viernes, 27 agosto 2004 (ZENIT.org).

        Y sucedió un sábado que Jesús fue a casa de uno de los jefes de los fariseos. (...) Observando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: “Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: ‘Deja el sitio a éste’ ”. (...) Dijo también al que le había invitado: “Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos”.

        El comienzo del Evangelio de hoy nos ayuda a corregir un prejuicio muy difundido entre los cristianos. Se ha acabado por hacer de los fariseos el prototipo de todos los vicios: hipocresía, doblez, falsedad; los enemigos por antonomasia de Jesús. Con estos significados negativos, el término fariseo y el adjetivo farisaico han entrado en el vocabulario de nuestra lengua y de muchas otras. Tal idea de los fariseos no es correcta. Entre ellos había ciertamente muchos elementos que respondían a esta imagen, y es con ellos con quienes Cristo choca duramente. Pero no todos eran así. Nicodemo, que fue donde Jesús de noche y que más tarde le defendió en el Sanedrían, era un fariseo (Cf. Jn, 3, 1: 7,50ss.). Fariseo era también Pablo antes de la conversión, y era ciertamente persona sincera y diligente, si bien aún mal iluminada. Fariseo era Gamaliel, quien defendió a los apóstoles ante el Sanedrín (Cf. Hch 5, 34ss.).

        Las relaciones de Jesús con ellos no fueron por lo tanto sólo conflictivas. Algunos, como en nuestro caso, también le invitan a comer en su casa. Estas invitaciones por parte de fariseos son tanto más dignas de destacar en cuanto que ellos saben muy bien que no será el hecho de invitarle a su propia casa lo que impida a Jesús decir lo que piensa. También en nuestro caso Jesús aprovecha la ocasión para corregir algunas desviaciones y llevar adelante su obra de evangelización. Durante la comida, aquel sábado, Jesús ofreció dos enseñanzas importantes: una dirigida a los invitados, otra al anfitrión.

        Al señor de la casa, Jesús dice: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos...». Así hizo él mismo, Jesús, cuando invitó al gran banquete del Reino a pobres, afligidos, mansos, hambrientos, perseguidos (las categorías de personas enumeradas en las Bienaventuranzas).

        Pero es sobre lo que Jesús dice a los invitados donde querría detenerme esta vez. «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto...». Jesús no pretende dar consejos de buena educación. Tampoco trata de alentar el sutil cálculo de quién se pone en el último lugar, con la secreta esperanza de que el anfitrión le haga un gesto de subir más arriba. La parábola aquí puede llevar a engaño, si no se piensa de qué banquete y de qué señor está hablando Jesús.

        El banquete es el más universal del Reino y el señor es Dios. En la vida, quiere decir Jesús, elige el último lugar, intenta hacer felices a los demás más que a ti mismo; sé modesto al valorar tus méritos, deja que sean los demás los que los reconozcan, no tú («nadie es buen juez en su propia causa»), y ya desde esta vida Dios te exaltará. Te exaltará en su gracia, te hará subir en la lista de sus amigos y de los verdaderos discípulos de su Hijo, que es lo único que verdaderamente cuenta.

        Te exaltará también en la estima de los demás. Es un hecho sorprendente, pero cierto. No es sólo Dios quien «se inclina hacia el humilde, pero al soberbio le conoce desde lejos» (Sal 137, 6); el hombre hace lo mismo, independientemente del hecho de que sea más o menos creyente. La modestia, cuando es sincera y no afectada, conquista, hace a la persona amada, su compañía deseada, su opinión apreciada. La verdadera gloria huye de quien la persigue y persigue a quien la huye.

        Vivimos en una sociedad que tiene necesidad extrema de volver a escuchar este mensaje evangélico sobre la humildad. Correr a ocupar los primeros puestos, tal vez pasando, sin escrúpulos, sobre las cabezas de los demás, el arribismo y la competitividad exasperada, son características por todos suplicadas y por todos, lamentablemente, seguidas. El Evangelio tiene un impacto sobre lo social, hasta cuando habla de humildad y modestia.