Teólogo del Papa: «Debemos tomar al demonio muy en serio»
Ciudad del Vaticano, jueves, 29 julio 2004 (ZENIT.org-Avvenire). |
El diablo es sin más ni más el gran seductor porque intenta llevar al hombre al pecado presentando el mal como el bien. Pero la caída lleva nuestra responsabilidad porque la conciencia tiene capacidad de distinguir lo que es bueno de lo que es malo.
Por envidia y celos. El diablo quiere arrastrar consigo al hombre porque él mismo es un ángel caído. La caída del primer hombre estuvo precedida por la caída de los ángeles.
Satanás fue creado por Dios como ángel bueno porque Dios no crea el mal. Todo lo que sale de la mano creadora de Dios es bueno. Si el demonio se ha convertido en malo es por su culpa. Es él quien haciendo mal uso de su libertad se ha hecho malo.
Planteemos una premisa: el hombre ha caído en el pecado porque el primer pecador, o sea el demonio, le ha arrastrado a su abismo de mal. ¿De qué se trata en sustancia? Del rechazo de Dios y, sobre todo, de la oposición al Reino de Dios como proyecto de providencia sobre el mundo. Este rechazo que nace de la libertad de una criatura del todo espiritual como el diablo es un rechazo total, irremediable y radical, como se dice también en el catecismo de la Iglesia católica.
El carácter perfecto de la libertad del ángel caído hace que su elección sea definitiva. Esto no significa poner un límite a la misericordia de Dios, que es infinita. El límite está constituido por el uso que el diablo hace de la libertad. Es él quien impide a Dios cancelar su pecado.
Aquí estamos ante el misterio. El misterio del mal es ante todo el misterio del pecado. Somos golpeados, justamente, por los males físicos, pero existe un mal mucho más radical y más triste que es el mal del pecado. El diablo se ha establecido en su rechazo. Además el pecado del ángel es siempre más grave que el del hombre. El hombre tiene tantas debilidades en sí que de alguna manera su responsabilidad puede resultar velada; el ángel, siendo espíritu purísimo, no tiene excusas cuando elige el mal. El pecado del ángel es una elección tremenda.
Cuando hablamos de un ángel caído a causa del pecado afrontamos un tema muy grave y por lo tanto debemos tratarlo con gran seriedad. En la tentación del hombre tenemos casi un reflejo de lo que fue el pecado mismo del ángel. He aquí la seducción suprema: ponerse en el lugar de Dios. Incluso Satanás no reconoció su condición de criatura.
Es una expresión del Evangelio de Juan. Significa que el mundo, cuando olvida a Dios, es dominado por el pecado. La acción del demonio está guiada por el odio hacia Dios y puede hacer graves daños cuando seguimos sus tentaciones. El mal principal del demonio es el mal espiritual, el del pecado. Esta acción toca tanto al individuo como a la sociedad.
Sí, pero ha permitido que tanto el demonio como el hombre tuvieran la libertad de actuar y, a veces, de pecar. Es un misterio tremendo. San Pablo dice: «Todo es para bien de los que aman a Dios». Por lo tanto cuando estamos con Dios, incluso el mal contribuye a nuestro bien.
Pensemos en los mártires. En el extraordinario bien espiritual que, a la luz de la fe, se deriva de una tragedia como un martirio. San Agustín, comentando a Pablo, dice: «Dios no habría permitido el mal si no hubiera querido hacer de este mal un bien mayor». Hay bienes que la humanidad no habría conocido si no hubiera estado la presencia del pecado y del mal. Es difícil afirmar esto, pero es la verdad.
Lo podemos comprender por algunas expresiones del Evangelio de Juan, allí donde se dice que el demonio es homicida desde el principio. O sea, es destructor y hace morir, tanto en sentido propio como espiritualmente. Por esto es llamado el gran tentador.
Sí, pedimos a Dios resistir la tentación. Es erróneo pensar que toda tentación venga del demonio, pero las más fuertes y más sutiles, las más espirituales, tienen ciertamente su impronta. Y son tanto tentaciones individuales como colectivas. El demonio actúa sobre la historia humana. Su influencia es negativa. La muerte, el pecado, la mentira son signos de su presencia en el mundo.
La tradición cristiana nos dice que las fuentes de tentaciones son tres. La más terrible, cierto, es la del demonio. Después está el mundo, la sociedad, los «otros» en la acepción joánica. Y finalmente está la «carne», esto es, nosotros mismos. San Juan de la Cruz dice que de estas tres tentaciones la más peligrosa es la última, o sea nosotros mismos. Para cada uno de nosotros el enemigo más pérfido es uno mismo. Antes de atribuir las tentaciones al demonio y al mundo, pensemos en nosotros mismos. Aquí encontramos también la importancia de la humildad y del discernimiento. El Espíritu Santo nos da el don del discernimiento y nos preserva de la soberbia de confiar demasiado en nosotros mismos.
No olvidar jamás que la pasión y la muerte de Jesús han triunfado para siempre sobre el demonio. Esto es una certeza. Lo dice San Pablo. La fe es la victoria sobre el padre del pecado y de la mentira. Esto quiere decir que el demonio, siendo una criatura, no tiene un poder infinito. A pesar de todos sus esfuerzos el demonio nunca podrá impedir la edificación del Reino de Dios, que crece pese a todas las persecuciones. El cristiano, gracias a la fidelidad en la fe, vence el mal.
Debemos tomar al demonio muy en serio, pero no debemos pensar que sea omnipotente. Hay gente que tiene un miedo irracional al demonio. La confianza cristiana, que se alimenta de oración, humildad y penitencia, debe ser sobre todo confianza en el amor del Padre. Y este amor es más fuerte que todo. Debemos tener conocimiento de que la misericordia de Dios es tan grande como para vencer todo obstáculo. |
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