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DIES DOMINI
Venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Introducción
1. El día del Señor -como ha sido llamado
el domingo desde los tiempos apostólicos- ha tenido siempre,
en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada
por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio
cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal
del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la
Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre
el pecado y la muerte, la realización en él de la primera
creación y el inicio de la «nueva creación»
(cf. 2 Co 5,17). Es el día de la evocación adoradora y
agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración,
en la esperanza activa, del «último día», cuando
Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y «hará
un mundo nuevo» (cf. Ap 21,5).
Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación
del Salmista: «Éste es el día en que actuó
el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal
118 [117],24). Esta invitación al gozo, propio de la liturgia
de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían
asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro
«muy temprano, el primer día después del sábado»
(Mc 16,2), lo encontraron vacío. Es una invitación a revivir,
de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús,
que sentían «arder su corazón» mientras el Resucitado
se les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras
y revelándose «al partir el pan» (cf. Lc 24,32.35).
Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador,
que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día,
cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el
don de su paz y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
2. La resurrección de Jesús es el dato
originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14):
una gozosa realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente
atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor
resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente
singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro
del misterio del tiempo. En efecto, -como recuerda, en la sugestiva
liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio
pascual-, de Cristo «es el tiempo y la eternidad». Por esto,
conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo,
el día de la resurrección de Cristo, la Iglesia indica
a cada generación lo que constituye el eje central de la historia,
con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino
final del mundo.
Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía
de un autor del siglo IV, que el «día del Señor»
es el «señor de los días». Quienes han recibido
la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el
significado de este día semanal con la emoción vibrante
que hacía decir a san Jerónimo: «El domingo es el
día de la resurrección; es el día de los cristianos;
es nuestro día». Ésta es efectivamente para los cristianos
la «fiesta primordial», instituida no sólo para medir
la sucesión del tiempo, sino para poner de relieve su sentido
más profundo.
3. Su importancia fundamental, reconocida siempre en
los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II: «La Iglesia, desde la tradición apostólica
que tiene su origen en el mismo día de la resurrección
de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el
día que se llama con razón "día del Señor"
o domingo». Pablo VI subrayó de nuevo esta importancia al
aprobar el nuevo Calendario romano general y las Normas universales
que regulan el ordenamiento del Año litúrgico. La proximidad
del tercer milenio, al apremiar a los creyentes a reflexionar a la luz
de Cristo sobre el camino de la historia, los invita también
a descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su «misterio»,
el valor de su celebración, su significado para la existencia
cristiana y humana.
Tengo en cuenta las múltiples intervenciones
del magisterio e iniciativas pastorales que, en estos años posteriores
al Concilio, vosotros, queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual
como conjuntamente -ayudados por vuestro clero- habéis emprendido
sobre este importante tema. En los umbrales del Gran Jubileo del año
2000 he querido ofreceros esta Carta apostólica para apoyar vuestra
labor pastoral en un sector tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme
a todos vosotros, queridos fieles, como haciéndome presente en
cada comunidad donde todos los domingos os reunís con vuestros
Pastores para celebrar la Eucaristía y el «día del
Señor». Muchas de las reflexiones y sentimientos que inspiran
esta Carta apostólica han madurado durante mi servicio episcopal
en Cracovia y luego, después de asumir el ministerio de Obispo
de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a las parroquias romanas,
efectuadas precisamente de manera regular en los domingos de los diversos
períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece
como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los
fieles, reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando
las razones para vivirlo como verdadero «día del Señor»,
incluso en las nuevas circunstancias de nuestro tiempo.

4. Nadie olvida en efecto que, hasta
un pasado relativamente reciente, la «santificación»
del domingo estaba favorecida, en los Países de tradición
cristiana, por una amplia participación popular y casi por la
organización misma de la sociedad civil, que preveía el
descanso dominical como punto fijo en las normas sobre las diversas
actividades laborales. Pero hoy, en los mismos Países en los
que las leyes establecen el carácter festivo de este día,
la evolución de las condiciones socioeconómicas a menudo
ha terminado por modificar profundamente los comportamientos colectivos
y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado
ampliamente la práctica del «fin de semana», entendido
como tiempo semanal de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual,
y caracterizado a menudo por la participación en actividades
culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo coincide
en general precisamente con los días festivos. Se trata de un
fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos positivos
en la medida en que puede contribuir al respeto de valores auténticos,
al desarrollo humano y al progreso de la vida social en su conjunto.
Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también
a la exigencia de «hacer fiesta», propia del ser humano. Por
desgracia, cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce
a un puro «fin de semana», puede suceder que el hombre quede
encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el
«cielo». Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente
es incapaz de «hacer fiesta».
A los discípulos de Cristo se pide de todos
modos que no confundan la celebración del domingo, que debe ser
una verdadera santificación del día del Señor,
con el «fin de semana», entendido fundamentalmente como tiempo
de mero descanso o diversión. A este respecto, urge una auténtica
madurez espiritual que ayude a los cristianos a «ser ellos mismos»,
en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar razón
de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). Esto ha de significar
también una comprensión más profunda del domingo,
para vivirlo, incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad
al Espíritu Santo.
5. La situación, desde este punto de vista,
se presenta más bien confusa.
Está, por una parte, el ejemplo de algunas Iglesias
jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración
dominical, tanto en las ciudades como en los pueblos más alejados.
Al contrario, en otras regiones, debido a las mencionadas dificultades
sociológicas y quizás por la falta de fuertes motivaciones
de fe, se da un porcentaje singularmente bajo de participantes en la
liturgia dominical. En la conciencia de muchos fieles parece disminuir
no sólo el sentido de la centralidad de la Eucaristía,
sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole
junto con otros dentro de la comunidad eclesial.
A todo esto se añade que, no sólo en
los Países de misión, sino también en los de antigua
evangelización, por escasez de sacerdotes a veces no se puede
garantizar la celebración eucarística dominical en cada
comunidad.
6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus consiguientes
interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones
doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que
todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en
la vida cristiana. Actuando así nos situamos en la perenne tradición
de la Iglesia, recordada firmemente por el Concilio Vaticano II al enseñar
que, en el domingo, «los fieles deben reunirse en asamblea a fin
de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía,
hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria del
Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado
para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos (cf. 1 P 1,3)».
7. En efecto, el deber de santificar el domingo, sobre
todo con la participación en la Eucaristía y con un descanso
lleno de alegría cristiana y de fraternidad, se comprende bien
si se tienen presentes las múltiples dimensiones de ese día,
al que dedicaremos atención en la presente Carta.
Este es un día que constituye el centro mismo
de la vida cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me
he cansado de repetir: «¡No temáis! ¡Abrid, más
todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!», en
esta misma línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir
de nuevo el domingo: ¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo
a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él
lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del
tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega «su día»
como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento de este día
es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud
las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta
concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser
humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino
más bien ganado para la humanización profunda de nuestras
relaciones y de nuestra vida.
CAPÍTULO I
DIES DOMINI
Celebración de la obra del Creador
«Por medio de la Palabra se
hizo todo» (Jn 1,3)
8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo
una fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado.
Es la celebración de la «nueva creación». Pero
precisamente este aspecto, si se comprende profundamente, es inseparable
del mensaje que la Escritura, desde sus primeras páginas, nos
ofrece sobre el designio de Dios en la creación del mundo. En
efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la «plenitud
de los tiempos» (Ga 4,4), no es menos verdad que, gracias a su
mismo misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo.
Lo afirma Juan en el prólogo de su Evangelio: «Por medio
de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se
ha hecho» (1,3). Lo subraya también Pablo al escribir a
los Colosenses: «Por medio de él fueron creadas todas las
cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue
creado por él y para él» (1,16). Esta presencia activa
del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló plenamente en
el misterio pascual en el que Cristo, resucitando «de entre los
muertos: el primero de todos» (1 Co 15,20), inauguró la
nueva creación e inició el proceso que él mismo
llevaría a término en el momento de su retorno glorioso,
«cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios
lo será todo para todos» (1 Co 15,24.28).
Ya en la mañana de la creación el proyecto
de Dios implicaba esta «misión cósmica» de Cristo.
Esta visión cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo,
estaba presente en la mirada complaciente de Dios cuando, al terminar
todo su trabajo, «bendijo Dios el día séptimo y lo
santificó» (Gn 2,3). Entonces -según el autor sacerdotal
de la primera narración bíblica de la creación-
empezaba el «sábado», tan característico de
la primera Alianza, el cual en cierto modo preanunciaba el día
sagrado de la nueva y definitiva Alianza. El mismo tema del «descanso
de Dios» (cf. Gn 2,2) y del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo
con la entrada en la tierra prometida (cf. Ex 33,14; Dt 3,20;12,9; Jos
21,44; Sal 95 [94],11), en el Nuevo Testamento recibe una nueva luz,
la del definitivo «descanso sabático» (Hb 4,9) en el
que Cristo mismo entró con su resurrección y en el que
está llamado a entrar el pueblo de Dios, perseverando en su actitud
de obediencia filial (cf. Hb 4,3-16). Es necesario, pues, releer la
gran página de la creación y profundizar en la teología
del «sábado», para entrar en la plena comprensión
del domingo.

«Al principio creó Dios
el cielo y la tierra» (Gn 1,1)
9. El estilo poético de la narración
genesíaca describe muy bien el asombro que el hombre prueba ante
la inmensidad de la creación y el sentimiento de adoración
que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada todas
las cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso,
un himno al Creador del universo, señalado como el único
Señor ante las frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo.
Es, a la vez, un himno a la bondad de la creación, plasmada totalmente
por la mano poderosa y misericordiosa de Dios.
«Vio Dios que estaba bien» (Gn 1,10.12, etc.).
Este estribillo, repetido durante la narración, proyecta una
luz positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever al mismo
tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para su posible
regeneración: el mundo es bueno en la medida en que permanece
vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo, después
que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de
la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta dialéctica, obviamente,
no atañe directamente a las cosas inanimadas y a los animales,
sino a los seres humanos, a los cuales se ha concedido el don incomparable,
pero también arriesgado, de la libertad. La Biblia, después
de las narraciones de la creación, pone de relieve este contraste
dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen y semejanza
de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito oscuro
del pecado y de la muerte (cf. Gn 3).
10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo
la impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y
gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La «conclusión»
de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del hombre. «Dio por
concluida Dios en el séptimo día la labor que había
hecho» (Gn 2,2). A través de este lenguaje antropomórfico
del «trabajo» divino, la Biblia no sólo nos abre una
luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo
creado, sino que proyecta también esta luz sobre el papel que
el hombre tiene hacia el cosmos. El «trabajo» de Dios es de
alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto, el hombre no sólo
está llamado a habitar, sino también a «construir»
el mundo, haciéndose así «colaborador» de Dios.
Los primeros capítulos del Génesis, como exponía
en la Encíclica Laborem exercens, constituyen en cierto sentido
el primer «evangelio del trabajo». Es una verdad subrayada
también por el Concilio Vaticano II: «El hombre, creado
a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia
y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo
a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí
mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento
de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda
la tierra».
La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de
la técnica, de la cultura en sus diversas expresiones -desarrollo
cada vez más rápido y hoy incluso vertiginoso- es el fruto,
en la historia del mundo, de la misión con la que Dios confió
al hombre y a la mujer el cometido y la responsabilidad de llenar la
tierra y de someterla mediante el trabajo, observando su Ley.

El «shabbat»: gozoso descanso
del Creador
11. Si en la primera página del Génesis
es ejemplar para el hombre el «trabajo» de Dios, lo es también
su «descanso». «Concluyó en el séptimo
día su trabajo» (Gn 2,2). Aquí tenemos también
un antropomorfismo lleno de un fecundo mensaje.
En efecto, el «descanso» de Dios no puede
interpretarse banalmente como una especie de «inactividad»
de Dios. El acto creador que está en la base del mundo es permanente
por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar, como Jesús mismo
se preocupa de recordar precisamente con referencia al precepto del
sábado: «Mi Padre actúa siempre y también
yo actúo» (Jn 5,17). El descanso divino del séptimo
día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud
de la realización llevada a término y expresa el descanso
de Dios frente a un trabajo «bien hecho» (Gn 1,31), salido
de sus manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia:
una mirada «contemplativa», que ya no aspira a nuevas obras,
sino más bien a gozar de la belleza de lo realizado; una mirada
sobre todas las cosas, pero de modo particular sobre el hombre, vértice
de la creación. Es una mirada en la que de alguna manera se puede
intuir la dinámica «esponsal» de la relación
que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola
a comprometerse en un pacto de amor. Es lo que él realizará
progresivamente, en la perspectiva de la salvación ofrecida a
la humanidad entera, mediante la alianza salvífica establecida
con Israel y culminada después en Cristo: será precisamente
el Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu
Santo y la constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa,
quien distribuirá el don de misericordia y la propuesta del amor
del Padre a toda la humanidad.
12. En el designio del Creador hay una distinción,
pero también una relación íntima entre el orden
de la creación y el de la salvación. Ya lo subraya el
Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al «shabbat»
respecto no sólo al misterioso «descanso» de Dios después
de los días de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino
también a la salvación ofrecida por él a Israel
para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15). El Dios
que descansa el séptimo día gozando por su creación
es el mismo que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión
del faraón. En uno y otro caso se podría decir, según
una imagen querida por los profetas, que él se manifiesta como
el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8).
En efecto, para comprender el «shabbat»,
el «descanso» de Dios, como sugieren algunos elementos de
la tradición hebraica misma, conviene destacar la intensidad
esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, la relación
de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo, esta maravillosa
página de Oseas: «Haré en su favor un pacto el día
aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del
suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra,
y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho,
en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad,
y tú conocerás al Señor» (2,20-22).

«Bendijo Dios el día séptimo
y lo santificó» (Gn 2,3)
13. El precepto del sábado, que en la primera
Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues
en la profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado
no se coloca junto a los ordenamientos meramente cultuales, como sucede
con tantos otros preceptos, sino dentro del Decálogo, las «diez
palabras» que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita
en el corazón de cada hombre. Al analizar este mandamiento en
la perspectiva de las estructuras fundamentales de la ética,
Israel y luego la Iglesia no lo consideran una mera disposición
de disciplina religiosa comunitaria, sino una expresión específica
e irrenunciable de su relación con Dios, anunciada y propuesta
por la revelación bíblica. Con en esta perspectiva es
como se ha de descubrir hoy este precepto por parte de los cristianos.
Si este precepto tiene también una convergencia natural con la
necesidad humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a
la fe para descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de banalizarlo
y traicionarlo.
14. El día del descanso es tal ante todo porque
es el día «bendecido» y «santificado» por
Dios, o sea, separado de los otros días para ser, entre todos,
el «día del Señor».
Para comprender plenamente el sentido de esta «santificación»
del sábado, en la primera narración bíblica de
la creación, conviene mirar el conjunto del texto del cual emerge
claramente como cada realidad está orientada, sin excepciones,
hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen. Él no es el
Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días del
hombre.
Por tanto, si él «santifica» el séptimo
día con una bendición especial y lo hace «su día»
por excelencia, esto se ha de entender precisamente en la dinámica
profunda del diálogo de alianza, es más, del diálogo
«esponsal». Es un diálogo de amor que no conoce interrupciones
y que sin embargo no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando
las diversas facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias
e indirectas a las más intensas, que las palabras de la Escritura
y los testimonios de tantos místicos no temen también
en describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor
nupcial.
15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su
tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador.
Pero la relación del hombre con Dios necesita también
momentos de oración explícita, en los que dicha relación
se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones
de la persona. El «día del Señor» es, por excelencia,
el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios
su canto, haciéndose voz de toda la creación.
Precisamente por esto es también el día
del descanso. La interrupción del ritmo a menudo avasallador
de las ocupaciones expresa, con el lenguaje plástico de la «novedad»
y del «desapego», el reconocimiento de la dependencia propia
y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El día del
Señor recalca continuamente este principio. El «sábado»
ha sido pues interpretado sugestivamente como un elemento típico
de aquella especie de «arquitectura sacra» del tiempo que
caracteriza la revelación bíblica. El sábado recuerda
que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y que el hombre no puede
dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el mundo sin tomar
constantemente conciencia de esta verdad.

«Recordar» para «santificar»
16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios
impone la observancia del sábado tiene, en el libro del Éxodo,
una formulación característica: «Recuerda el día
del sábado para santificarlo» (20,8). Más adelante
el texto inspirado da su motivación refiriéndose a la
obra de Dios: «Pues en seis días hizo el Señor el
cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo
descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado
y lo hizo sagrado» (11). Antes de imponer algo que hacer el mandamiento
señala algo que recordar. Invita a recordar la obra grande y
fundamental de Dios como es la creación. Es un recuerdo que debe
animar toda la vida religiosa del hombre, para confluir después
en el día en que el hombre es llamado a descansar. El descanso
asume así un valor típicamente sagrado: el fiel es invitado
a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar
en el Señor, refiriendo a él toda la creación,
en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad filial
y en la amistad esponsal.
17. El tema del «recuerdo» de las maravillas
hechas por Dios, en relación con el descanso sabático,
se encuentra también en el texto del Deuteronomio (5,12-15),
donde el fundamento del precepto se apoya no tanto en la obra de la
creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo
por Dios en el Éxodo: «Recuerda que fuiste esclavo en el
país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de
allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu
Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt
5,15).
Esta formulación parece complementaria de la
anterior. Consideradas juntas, manifiestan el sentido del «día
del Señor» en una perspectiva unitaria de teología
de la creación y de la salvación. El contenido del precepto
no es pues primariamente una interrupción del trabajo, sino la
celebración de las maravillas obradas por Dios.
En la medida en que este «recuerdo», lleno
de agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso
del hombre, en el día del Señor, asume también
su pleno significado. Con el descanso el hombre entra en la dimensión
del «descanso» de Dios y participa del mismo profundamente,
haciéndose así capaz de experimentar la emoción
de aquel mismo gozo que el Creador experimentó después
de la creación viendo «cuanto había hecho, y todo
estaba muy bien» (Gn 1,31).

Del sábado al domingo
18. Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente
del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos,
percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado
por Cristo, han asumido como festivo el primer día después
del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección
del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación
plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia
de la salvación y la anticipación del fin escatológico
del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo
por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección
de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se
descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa.
En él se realiza plenamente el sentido «espiritual»
del sábado, como subraya san Gregorio Magno: «Nosotros consideramos
como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro
Señor Jesucristo». Por esto, el gozo con el que Dios contempla
la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la
humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el
domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles
el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). En efecto,
en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la
creación, «que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto»
(Rm 8,22), ha conocido su nuevo «éxodo» hacia la libertad
de los hijos de Dios que pueden exclamar, con Cristo, «¡Abbá,
Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6). A la luz de este misterio, el sentido
del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor
es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla
en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del «sábado»
se pasa al «primer día después del sábado»;
del séptimo día al primer día: el dies Domini se
convierte en el dies Christi!

CAPÍTULO II
DIES CHRISTI
El día del Señor resucitado y el don
del Espíritu
La Pascua semanal
19. «Celebramos el domingo por la venerable resurrección
de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada
semana»: así escribía, a principios del siglo V,
el Papa Inocencio I, testimoniando una práctica ya consolidada
que se había ido desarrollando desde los primeros años
después de la resurrección del Señor. San Basilio
habla del «santo domingo, honrado por la resurrección del
Señor, primicia de todos los demás días».
San Agustín llama al domingo «sacramento de la Pascua».
Esta profunda relación del domingo con la resurrección
del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias,
tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias
orientales, en particular, cada domingo es la anastásimos heméra,
el día de la resurrección, y precisamente por ello es
el centro de todo el culto.
A la luz de esta tradición ininterrumpida y
universal, se ve claramente que, aunque el día del Señor
tiene sus raíces -como se ha dicho- en la obra misma de la creación
y, más directamente, en el misterio del «descanso»
bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica
a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado.
Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a
la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento
pascual, del que brota la salvación del mundo.
20. Según el concorde testimonio evangélico,
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar
«el primer día después del sábado» (Mc
16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó
a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se
apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36;
Jn 20,19). Ocho días después -como testimonia el Evangelio
de Juan (cf. 20,26)- los discípulos estaban nuevamente reunidos
cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás,
mostrándole las señales de la pasión. Era domingo
el día de Pentecostés, primer día de la octava
semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando
con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la
promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después
de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día
del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó
a la multitud reunida que Cristo había resucitado y «los
que acogieron su palabra fueron bautizados» (Hch 2,41). Fue la
epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se
congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los
hijos de Dios dispersos.

El primer día de la semana
21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos,
«el primer día después del sábado», primero
de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los
discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2). «Primer día
después del sábado» era también cuando los
fieles de Tróada se encontraban reunidos «para la fracción
del pan», Pablo les dirigió un discurso de despedida y realizó
un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12). El libro
del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día
de la semana el «día del Señor» (1,10). De hecho,
ésta será una de las características que distinguirá
a los cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía,
desde principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el Joven,
constatando la costumbre de los cristianos «de reunirse un día
fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como
a un dios». En efecto, cuando los cristianos decían «día
del Señor», lo hacían dando a este término
el pleno significado que deriva del mensaje pascual: «Cristo Jesús
es Señor» (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co 12,3). De este modo
se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta
traducían, en la revelación del Antiguo Testamento, el
nombre propio de Dios, JHWH, que no era lícito pronunciar.
22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo
semanal de los días no era conocido generalmente en las regiones
donde se difundía el Evangelio, y los días festivos de
los calendarios griego y romano no coincidían con el domingo
cristiano. Esto comportaba para los cristianos una notable dificultad
para observar el día del Señor con su carácter
fijo semanal. Así se explica por qué los cristianos se
veían obligados a reunirse antes del amanecer. Sin embargo, se
imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada en el Nuevo Testamento
y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento. Lo subrayan
los Apologístas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y
predicaciones. El misterio pascual era ilustrado con aquellos textos
de la Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47),
Cristo resucitado debía haber explicado a los discípulos.
A la luz de esos textos, la celebración del día de la
resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico
capaz de expresar toda la novedad del misterio cristiano.

Diferencia progresiva del sábado
23. La catequesis de los primeros siglos insiste en
esta novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío.
El sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga
y practicar el descanso prescrito por la Ley. Los Apóstoles,
y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un primer momento
la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando «las escrituras
de los profetas que se leen cada sábado» (Hch 13,27). En
algunas comunidades se podía ver como la observancia del sábado
coexistía con la celebración dominical. Sin embargo, bien
pronto se empezó a distinguir los dos días de forma cada
vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia
de los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían
a conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía
escribe: «Si los que se habían criado en el antiguo orden
de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado,
sino viviendo según el día del Señor, día
en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su
muerte [...], misterio por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos
para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único
Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los
profetas, discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como
a su maestro?». A su vez, san Agustín observa: «Por
esto el Señor imprimió también su sello a su día,
que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo,
en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo,
es decir, después del sábado hebraico y el primer día
de la semana». La diferencia del domingo respecto al sábado
judío se fue consolidando cada vez más en la conciencia
eclesial, aunque en ciertos períodos de la historia, por el énfasis
dado a la obligación del descanso festivo, se dará una
cierta tendencia de «sabatización» del día del
Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el
sábado y el domingo se han observado como «dos días
hermanos».

El día de la nueva creación
24. La comparación del domingo cristiano con
la concepción sabática, propia del Antiguo Testamento,
suscitó también investigaciones teológicas de gran
interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión
entre la resurrección y la creación. En efecto, la reflexión
cristiana relacionó espontáneamente la resurrección
ocurrida «el primer día de la semana» con el primer
día de aquella semana cósmica (cf. Gn 1,1-2,4), con la
que el libro del Génesis narra el hecho de la creación:
el día de la creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación
invita a comprender la resurrección como inicio de una nueva
creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él,
«primogénito de toda la creación» (Col 1,15),
también el «primogénito de entre los muertos»
(Col 1,18).
25. El domingo es pues el día en el cual, más
que en ningún otro, el cristiano está llamado a recordar
la salvación que, ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo
en Cristo. «Sepultados con él en el bautismo, con él
también habéis resucitado por la fe en la acción
de Dios, que resucitó de entre los muertos» (Col 2,12; cf.
Rm 6,4-6). La liturgia señala esta dimensión bautismal
del domingo, sea exhortando a celebrar los bautismos, además
de en la Vigilia pascual, también en este día semanal
«en que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor»,
sea sugiriendo, como oportuno rito penitencial al inicio de la Misa,
la aspersión con el agua bendita, que recuerda el bautismo con
el que nace toda existencia cristiana.

El octavo día, figura de la
eternidad
26. Por otra parte, el hecho de que el sábado
fuera el séptimo día de la semana llevó a considerar
el día del Señor a la luz de un simbolismo complementario,
muy querido por los Padres: el domingo, además de primer día,
es también el «día octavo», situado, respecto
a la sucesión septenaria de los días, en una posición
única y trascendente, evocadora no sólo del inicio del
tiempo, sino también de su final en el «siglo futuro».
San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente
único que seguirá al tiempo actual, el día sin
término que no conocerá ni tarde ni mañana, el
siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio
incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos
y los alienta en su camino. En la perspectiva del último día,
que realiza plenamente el simbolismo anticipador del sábado,
san Agustín concluye las Confesiones hablando del eschaton como
«paz del descanso, paz del sábado, paz sin ocaso».
La celebración del domingo, día «primero» y
a la vez «octavo», proyecta al cristiano hacia la meta de
la vida eterna.

El día de Cristo-luz
27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende
otro valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica
pastoral dieron al día del Señor. En efecto, una aguda
intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar,
para el domingo, el contenido del «día del sol», expresión
con la que los romanos denominaban este día y que aún
hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas, apartando a los
fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y
orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero
«sol» de la humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos,
utiliza la terminología corriente para señalar que los
cristianos hacían su reunión «en el día llamado
del sol», pero la referencia a esta expresión tiene ya para
los creyentes un sentido nuevo, perfectamente evangélico. En
efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también 1,4-5.9),
y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo
perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía
de su gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo
de Cristo resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las Horas y
tiene un particular énfasis en la vigilia nocturna que en las
liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al reunirse en
este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación,
el asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo
como el «sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven
en tinieblas y en sombras de muerte» (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía
con la alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos
al Niño divino venido como «luz para alumbrar a las naciones»
(Lc 2,32).

El día del don del Espíritu
28. Día de la luz, el domingo podría
llamarse también, con referencia al Espíritu Santo, día
del «fuego». En efecto, la luz de Cristo está íntimamente
vinculada al «fuego» del Espíritu y ambas imágenes
indican el sentido del domingo cristiano.Apareciéndose a los
Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). La efusión
del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos
el domingo de Pascua. Era también domingo cuando, cincuenta días
después de la resurrección, el Espíritu, como «viento
impetuoso» y «fuego» (Hch 2,2-3), descendió con
fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María. Pentecostés
no es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que
anima permanentemente a la Iglesia. Si este acontecimiento tiene su
tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la
que se concluye el «gran domingo», éste, precisamente
por su íntima conexión con el misterio pascual, permanece
también inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La «Pascua
de la semana» se convierte así como en el «Pentecostés
de la semana», donde los cristianos reviven la experiencia gozosa
del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose
vivificar por el soplo de su Espíritu.

El día de la fe
29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan,
el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el
Espíritu Santo, «memoria» viva de la Iglesia (cf. Jn
14, 26), hace de la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento
que se renueva en el «hoy» de cada discípulo de Cristo.
Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se sienten interpelados
como el apóstol Tomás: «Acerca aquí tu dedo
y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Sí, el domingo
es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la liturgia eucarística
dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas,
prevé la profesión de fe. El «Credo», recitado
o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del
domingo, haciendo del mismo el día en el que, por un título
especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su Evangelio
con la vivificada conciencia de las promesas bautismales. Acogiendo
la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús
resucitado, presente en los «santos signos», y confiesa con
el apóstol Tomás «Señor mío y Dios
mío» (Jn 20,28).

¡Un día irrenunciable!
30. Se comprende así por qué, incluso
en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de
este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente.
Un autor oriental de principios del siglo III refiere que ya entonces
en cada región los fieles santificaban regularmente el domingo.
La práctica espontánea pasó a ser después
norma establecida jurídicamente: el día del Señor
ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo
se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro?
Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer más difícil
la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia sensible
y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos. En
particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y
pastoral, para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se
vea privado del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración
del día del Señor. En este mismo sentido, ante una hipótesis
de reforma del calendario eclesial en relación con variaciones
de los sistemas del calendario civil, el Concilio Ecuménico Vaticano
II declara que la Iglesia «no se opone a los diferentes sistemas
[...], siempre que garanticen y conserven la semana de siete días
con el domingo». A las puertas del tercer Milenio, la celebración
del domingo cristiano, por los significados que evoca y las dimensiones
que implica en relación con los fundamentos mismos de la fe,
continúa siendo un elemento característico de la identidad
cristiana.

CAPÍTULO III
DIES ECCLESIAE
La asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
31. «Yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue
siendo escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente
de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección,
no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que
es celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de
los suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera
adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente
y recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón,
la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, los que han recibido
la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a título
personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado
a formar parte del Pueblo de Dios. Por eso es importante que se reúnan,
para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia,
la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado,
el cual ofreció su vida «para reunir en uno a los hijos
de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho
«uno» en Cristo (cf. Ga 3,28) mediante el don del Espíritu.
Esta unidad se manifiesta externamente cuando los cristianos se reúnen:
toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el pueblo
de los redimidos formado por «hombres de toda raza, lengua, pueblo
y nación» (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos
de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad
cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles,
cuando relata que los primeros bautizados «acudían asiduamente
a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión,
a la fracción del pan y a las oraciones» (2,42).

La asamblea eucarística
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía
no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su «fuente».La
Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: «Porque aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos
de un solo pan» (1 Co 10,17). Por esta relación vital con
el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el misterio de la
Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en la Eucaristía.
La dimensión intrínsecamente eclesial
de la Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se
expresa de manera particular el día en el que toda la comunidad
es convocada para conmemorar la resurrección del Señor.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa
que «la celebración dominical del día y de la Eucaristía
del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de
la Iglesia».
33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es
donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia
que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado
se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño
núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en
cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través
de su testimonio llega a cada generación de los creyentes el
saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada
con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: «¡Paz
a vosotros!» Al volver Cristo entre ellos «ocho días
más tarde» (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la
costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día,
en el «día del Señor» o domingo, para profesar
la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza
prometida por él: «Dichosos los que no han visto y han creído»
(Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación
del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de
Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús,
a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia
la comprensión de la Palabra y sentándose después
a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando «tomó el
pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
iba dando» (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son
los mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara
alusión a la «fracción del pan», como se llamaba
a la Eucaristía en la primera generación cristiana.

La Eucaristía dominical
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no
tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier
otro día, ni es separable de toda la vida litúrgica y
sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía
de la Iglesia, que tiene su momento más significativo cuando
la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio
Pastor: «La principal manifestación de la Iglesia tiene
lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo
de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente
en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a
un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio
y sus ministros». La vinculación con el Obispo y con toda
la comunidad eclesial es propia de cada liturgia eucarística,
que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no sea presidida
por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración
eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la
obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad
que la caracterizan, precisamente porque se celebra «el día
en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes
de su vida inmortal», subraya con nuevo énfasis la propia
dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones
eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros
para la «fracción del pan», se siente como el lugar
en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la
celebración misma la comunidad se abre a la comunión con
la Iglesia universal, implorando al Padre que se acuerde «de la
Iglesia extendida por toda la tierra», y la haga crecer, en la
unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una
de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.

El día de la Iglesia
35. El dies Domini se manifiesta así también
como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión
comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente
destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en
otra ocasión, entre las numerosas actividades que desarrolla
una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad
como la celebración dominical del día del Señor
y de su Eucaristía». En este sentido, el Concilio Vaticano
II ha recordado la necesidad de «trabajar para que florezca el
sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración
común de la misa dominical». En la misma línea se
sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo
que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar
en otras iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración
de la iglesia parroquial, precisamente para «fomentar el sentido
de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente
en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo,
especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor
hace las veces del Obispo».
36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado
de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que
caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido «por»
y «en» la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las manifestaciones
más cualificadas de su identidad y de su «ministerio»
de «iglesias domésticas», cuando los padres participan
con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida.
A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres
educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical,
ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir
en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados
la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la
obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también,
cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas
para niños, según las varias modalidades previstas por
las normas litúrgicas.
En las Misas dominicales de la parroquia, como «comunidad
eucarística», es normal que se encuentren los grupos, movimientos,
asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes
en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente
común para ellos, más allá de las orientaciones
espirituales específicas que legítimamente les caracterizan,
con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial. Por esto
en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas
de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar
que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de
los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente
la unidad de la comunidad eclesial. Corresponde al prudente discernimiento
de los Pastores de las Iglesias particulares autorizar una eventual
y muy concreta derogación de esta norma, en consideración
de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta
el bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos
que pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.

Pueblo peregrino
37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el
tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo
semanal de esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter
peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios.
En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el último
«día del Señor», el domingo que no tiene fin.
En realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del misterio
mismo de la Iglesia y se hace visible en cada celebración eucarística.
Pero el día del Señor, al recordar de manera concreta
la gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor intensidad
la gloria futura de su «retorno». Esto hace del domingo el
día en el que la Iglesia, manifestando más claramente
su carácter «esponsal», anticipa de algún modo
la realidad escatológica de la Jerusalén celestial. Al
reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para
la espera del «divino Esposo», la Iglesia hace como un «ejercicio
del deseo», en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de
la nueva tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén,
bajará del cielo, de junto a Dios, «engalanada como una
novia ataviada para su esposo» (Ap 21,2).

Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo es el
día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana.
En efecto, la participación en la «cena del Señor»
es anticipación del banquete escatológico por las «bodas
del Cordero» (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que
resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está
a la espera de «la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».
Vivida y alimentada con este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana
es fermento y luz de la esperanza humana misma. Por este motivo, en
la oración «universal» se recuerdan no sólo
las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad;
la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía,
atestigua así al mundo que hace suyos «el gozo y la esperanza,
la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo
de los pobres y de todos los afligidos». Finalmente, la Iglesia,
-al culminar con el ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio
que sus hijos, inmersos en el trabajo y los diversos cometidos de la
vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el
anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad-, manifiesta
de manera más evidente que es «como un sacramento o signo
e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad
de todo el género humano».

La mesa de la Palabra
39. En la asamblea dominical, como en cada celebración
eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante
la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de
vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de
la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio
pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos:
«está presente en su palabra, pues es él mismo el
que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura». En
la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor
resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección,
y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio
Vaticano II ha recordado que «la liturgia de la palabra y la liturgia
eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí,
que constituyen un único acto de culto». El mismo Concilio
ha establecido que, «para que la mesa de la Palabra de Dios se
prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor
amplitud los tesoros bíblicos». Ha dispuesto, además,
que en las Misas de los domingos, así como en las de los días
de precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave.
Estas oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica,
a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia
de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días
festivos, escribía: «Todo esto se ha ordenado con el fin
de aumentar cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar
la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que, bajo la guía
del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la
perfecta unidad de la Iglesia».
40. Transcurridos más de treinta años
desde el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre
la Eucaristía dominical, de que manera se proclama la Palabra
de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y
del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios. Ambos aspectos,
el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan
íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio
de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad
que participa, debe llevar a sentir una «nueva responsabilidad»
ante la misma, haciendo «resplandecer, desde el mismo modo de leer
o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado». Por
otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté
bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento
adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente,
por iniciativas específicas de profundización de los textos
bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto,
si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración
y con docilidad a la interpretación eclesial, no anima habitualmente
la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil
que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda,
por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables,
pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan
la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan
en la Eucaristía -sacerdotes, ministros y fieles-, a reflexionar
previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El
objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en
cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía,
exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de
manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos
los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en
la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A
ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio
del texto sagrado y la oración, el comentario a la palabra del
Señor, expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos
en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de
nuestro tiempo.
41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo
en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento
de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo
de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de
la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de
la alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder
a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza,
pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una
continua «conversión». La asamblea dominical compromete
de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales,
que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo
y que la liturgia prevé expresamente en la celebración
de la vigilia pascual o cuando se administra el bautismo durante la
Misa. En este marco, la proclamación de la Palabra en la celebración
eucarística del domingo adquiere el tono solemne que ya el Antiguo
Testamento preveía para los momentos de renovación de
la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era
llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf.
Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su «sí», renovando
la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos.
En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta;
respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su «Amén»
(cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros
de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.

La mesa del Cuerpo de Cristo
42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa
del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples
dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter
de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda
la comunidad en el «día del Señor», la Eucaristía
se presenta, de un modo más visible que en otros días,
como la gran «acción de gracias», con la cual la Iglesia,
llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo
y haciéndose voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita
a recordar con complacencia los acontecimientos de los días transcurridos
recientemente, para comprenderlos a la luz de Dios y darle gracias por
sus innumerables dones, glorificándole «por Cristo, con
él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo».
De este modo la comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho
de que todas las cosas han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col
1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino en forma de siervo para compartir
y redimir nuestra condición humana, fueron recapituladas (cf.
Ef 1,10), para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen
y vida. En fin, al adherirse con su «Amén» a la doxología
eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la esperanza
hacia la meta escatológica, cuando Cristo «entregue a Dios
Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo» (1 Co 15,24.28).
43. Este movimiento «ascendente» es propio
de toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento
gozoso, lleno de reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente
de relieve en la Misa dominical, por su especial conexión con
el recuerdo de la resurrección. Por otra parte, esta alegría
«eucarística», que «levanta el corazón»,
es fruto del «movimiento descendente» de Dios hacia nosotros
y que permanece grabado perennemente en la esencia sacrificial de la
Eucaristía, celebración y expresión suprema del
misterio de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que
Cristo «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8).
En efecto, la Misa es la viva actualización
del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las
que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que
actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la
consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de
inmolación con que se ofreció en la cruz. «En este
divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que
se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre
el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta».
A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: «En la Eucaristía
el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros
de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda,
y adquieren así un valor nuevo». Esta participación
de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical,
que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas
que la han caracterizado.

Banquete pascual y encuentro fraterno
44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente
en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía,
en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, «Cristo entregó
a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él
tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por
el banquete de la sagrada comunión. Y la participación
en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que
se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros». Por eso la Iglesia
recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía,
con la condición de que estén en las debidas disposiciones
y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón
de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación, según
el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto
(cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión eucarística,
como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la
Misa del domingo y de los otros días festivos.
Es importante, además, que se tenga conciencia
clara de la íntima vinculación entre la comunión
con Cristo y la comunión con los hermanos. La asamblea eucarística
dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración
ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la
acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida
y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad.
El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes
de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto
particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como
manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a
todo lo que se ha hecho en la celebración y del compromiso de
amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo
de la palabra exigente de Cristo: «Si, pues, al presentar tu ofrenda
en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra
ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda»
(Mt 5,23-24).

De la Misa a la «misión»
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos
de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de
su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria.
En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado,
la celebración eucarística no termina sólo dentro
del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los
cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia
del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos
en su vida cotidiana. La oración después de la comunión
y el rito de conclusión -bendición y despedida- han de
ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que
quienes han participado en la Eucaristía sientan más profundamente
la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse
la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual
con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual
agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos
de lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos
de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado «en
la fracción del pan» (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la
exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría
del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).

El precepto dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro
del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos,
los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de
participar en la asamblea litúrgica. «Dejad todo en el día
del Señor -dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado
Didascalia de los Apóstoles- y corred con diligencia a vuestras
asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué
disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en
el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse
con el alimento divino que es eterno?». La llamada de los Pastores
ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo
de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones
en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar
el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han
observado esta obligación en tantas situaciones de peligro y
de restricción de la libertad religiosa, como se puede constatar
desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida
al emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica
cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar
a los cristianos del campo y de las ciudades. Cuando, durante la persecución
de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas con gran severidad,
fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial
y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical.
Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular,
que respondieron a sus acusadores: «Sin temor alguno hemos celebrado
la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley»;
«nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor».
Y una de las mártires confesó: «Sí, he ido
a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos,
porque soy cristiana».
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación
de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de
los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio
no se consideró necesario prescribirla. Sólo más
tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar
el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces
lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido
también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que
ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como
en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación
sino de consecuencias penales después de tres ausencias) y, sobre
todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio
de Agde, del 506). Estos decretos de Concilios particulares han desembocado
en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa
del todo obvia.
El Código de Derecho Canónigo de 1917
recogía por vez primera la tradición en una ley universal.
El Código actual la confirma diciendo que «el domingo y
las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación
de participar en la Misa». Esta ley se ha entendido normalmente
como una obligación grave: es lo que enseña también
el Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende fácilmente
el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la
vida cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio,
en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles
para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente
es a veces declaradamente hostil y, otras veces -y más a menudo-
indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente, si no
quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el
apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza
de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el
domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor
con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular
a los Obispos preocuparse «de que el domingo sea reconocido por
todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero "día
del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar
el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios,
la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación
del día mediante la oración, las obras de caridad y la
abstención del trabajo».
49. Desde el momento en que participar en la Misa es
una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave,
los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad
efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las
disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad
para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano,
de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos,
la institución de las Misas vespertinas y, finalmente, la indicación
de que el tiempo válido para la observancia de la obligación
comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras
Vísperas del domingo. En efecto, con ellas comienza el día
festivo desde el punto de vista litúrgico. Por consiguiente,
la liturgia de la Misa llamada a veces «prefestiva», pero
que en realidad es «festiva» a todos los efectos, es la del
domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la homilía
y recitar con los fieles la oración universal.
Además, los pastores recordarán a los
fieles que, al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben
preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo
así la comunidad local con su testimonio personal. Al mismo tiempo,
convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida
a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que
atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será
a menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa.

Celebración gozosa y animada
por el canto
50. Teniendo en cuenta el carácter propio de
la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles,
se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la
prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas
litúrgicas, es preciso dar a la celebración el carácter
festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección
del Señor. A este respecto, es importante prestar atención
al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar
la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad
y favorece la participación de la única fe y del mismo
amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere
a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy
como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas
y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música
sacra, un patrimonio de valor inestimable.

Celebración atrayente y participada
51. Es necesario además esforzarse para que
todos los presentes -jóvenes y adultos- se sientan interesados,
procurando que los fieles intervengan en aquellas formas de participación
que la liturgia sugiere y recomienda. Ciertamente, sólo a quienes
ejercen el sacerdocio ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde
realizar el Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre
de todo el pueblo. Aquí está el fundamento de la distinción,
más que meramente disciplinar, entre la función propia
del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y a los fieles
no ordenados. No obstante, los fieles han de ser también conscientes
de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo,
«participan en la celebración de la Eucaristía».
Aun en la distinción de funciones, ellos «ofrecen a Dios
la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo,
tanto por el ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos
realizan su función propia en la acción litúrgica»
recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio
de una vida santa.

Otros momentos del domingo cristiano
52. Si la participación en la Eucaristía
es el centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar
sólo a ella el deber de «santificarlo». En efecto,
el día del Señor es bien vivido si todo él está
marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas
de Dios. Todo ello lleva a cada discípulo de Cristo a dar también
a los otros momentos de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico
-vida en familia, relaciones sociales, momentos de diversión-
un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado
en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los
padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no solamente
para abrirse a una escucha recíproca, sino también para
vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento.
Además, ¿por qué no programar también en la
vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas de oración
-como son concretamente la celebración solemne de las Vísperas-
o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del domingo
o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el
don propio de la Eucaristía?
Esta forma bastante tradicional de «santificar
el domingo» se ha hecho tal vez más difícil en muchos
ambientes; pero la Iglesia manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado
y en la potencia del Espíritu Santo mostrando, hoy más
que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres
en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es
más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás,
junto con las dificultades, no faltan signos positivos y alentadores.
Gracias al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se
advierte una nueva exigencia de oración en sus múltiples
formas. Se recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad,
como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical
para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente
con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa
de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada
evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral.

Asambleas dominicales sin sacerdote
53. Está el problema de las parroquias que no
pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía
dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes,
en las que un solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de los
fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también pueden
darse situaciones de emergencia en los Países de secular tradición
cristiana, donde la escasez del clero no permite garantizar la presencia
del sacerdote en cada comunidad parroquial. La Iglesia, considerando
el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística,
recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote,
según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya
aplicación se confía a las Conferencias Episcopales. El
objetivo, sin embargo, debe seguir siendo la celebración del
sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización
de la Pascua del Señor, única realización completa
de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in persona
Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la Eucaristía. Se
tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias
para que los fieles que están privados habitualmente, se beneficien
de ella lo más frecuentemente posible, bien facilitando la presencia
periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades
para reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos
grupos lejanos.

Transmisión por radio y televisión
54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad
o cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos
y del mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical,
preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas en el Misal para
aquel día, así como con el deseo de la Eucaristía.
En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la
posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando
ésta se desarrolla en un lugar sagrado. Obviamente este tipo
de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto
dominical, que exige la participación en la asamblea de los hermanos
mediante la reunión en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad
de la comunión eucarística. Pero para quienes se ven impedidos
de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados
de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica
es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso servicio
de los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los
enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda
la comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical
produce también abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo
como verdadero «día del Señor» y «día
de la Iglesia».

CAPÍTULO IV
DIES HOMINIS
El domingo día de alegría, descanso
y solidaridad
La «alegría plena»
de Cristo
55. «Sea bendito Aquél que ha elevado el
gran día del domingo por encima de todos los días. Los
cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la
alegría». Estas exclamaciones de la liturgia maronita representan
bien las intensas aclamaciones de alegría que desde siempre,
en la liturgia occidental y en la oriental, han caracterizado el domingo.
Además, desde el punto de vista histórico, antes aún
que día de descanso -más allá de lo no previsto
entonces por el calendario civil- los cristianos vivieron el día
semanal del Señor resucitado sobre todo como día de alegría.
«El primer día de la semana, estad todos alegres»,
se lee en la Didascalia de los Apóstoles. Esto era muy destacado
en la práctica litúrgica, mediante la selección
de gestos apropiados. San Agustín, haciéndose intérprete
de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el carácter
de alegría de la Pascua semanal: «Se dejan de lado los ayunos
y se ora estando de pie como signo de la resurrección; por esto
además en todos los domingos se canta el aleluya».
56. Más allá de cada expresión
ritual, que puede variar en el tiempo según la disciplina eclesial,
está claro que el domingo, eco semanal de la primera experiencia
del Resucitado, debe llevar el signo de la alegría con la que
los discípulos acogieron al Maestro: «Los discípulos
se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20).
Se cumplían para ellos, como después se realizarán
para todas las generaciones cristianas, las palabras de Jesús
antes de la pasión: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20). ¿Acaso
no había orado él mismo para que los discípulos
tuvieran «la plenitud de su alegría»? (cf. Jn 17,13).
El carácter festivo de la Eucaristía dominical expresa
la alegría que Cristo transmite a su Iglesia por medio del don
del Espíritu. La alegría es, precisamente, uno de los
frutos del Espíritu Santo (cf. Rm 14,17; Gal 5, 22).
57. Para comprender, pues, plenamente el sentido del
domingo, conviene descubrir esta dimensión de la existencia creyente.
Ciertamente, la alegría cristiana debe caracterizar toda la vida,
y no sólo un día de la semana. Pero el domingo, por su
significado como día del Señor resucitado, en el cual
se celebra la obra divina de la creación y de la «nueva
creación», es día de alegría por un título
especial, más aún, un día propicio para educarse
en la alegría, descubriendo sus rasgos auténticos. En
efecto, la alegría no se ha de confundir con sentimientos fatuos
de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad y la
afectividad por un momento, dejando luego el corazón en la insatisfacción
y quizás en la amargura. Entendida cristianamente, es algo mucho
más duradero y consolador; sabe resistir incluso, como atestiguan
los santos, en la noche oscura del dolor, y, en cierto modo, es una
«virtud» que se ha de cultivar.
58. Sin embargo no hay ninguna oposición entre
la alegría cristina y las alegrías humanas verdaderas.
Es más, éstas son exaltadas y tienen su fundamento último
precisamente en la alegría de Cristo glorioso, imagen perfecta
y revelación del hombre según el designio de Dios. Como
escribía en la Exhortación sobre la alegría cristiana
mi venerado predecesor Pablo VI, «la alegría cristiana es
por esencia una participación espiritual de la alegría
insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo
glorificado». Y el mismo Pontífice concluía su Exhortación
pidiendo que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie
firmemente la alegría experimentada por los Apóstoles
al ver al Señor la tarde de Pascua. Invitaba, por tanto, a los
pastores a insistir «sobre la fidelidad de los bautizados a la
celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo
podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos
prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna
y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio
de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación
de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza
de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana,
preparación para la fiesta eterna». En esta perspectiva
de fe, el domingo cristiano es un auténtico «hacer fiesta»,
un día de Dios dado al hombre para su pleno crecimiento humano
y espiritual.

La observancia del sábado
59. Este aspecto festivo del domingo cristiano pone
de relieve de modo especial la dimensión de la observancia del
sábado veterotestamentario. En el día del Señor,
que el Antiguo Testamento vincula a la creación (cf. Gn 2, 1-3;
Ex 20, 8-11) y del Éxodo (cf. Dt 5, 12-15), el cristiano está
llamado a anunciar la nueva creación y la nueva alianza realizadas
en el misterio pascual de Cristo. La celebración de la creación,
lejos de ser anulada, es profundizada en una visión cristocéntrica,
o sea, a la luz del designio divino de «hacer que todo tenga a
Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está
en la tierra» (Ef 1,10). A su vez, se da pleno sentido también
al memorial de la liberación llevada a cabo en el Éxodo,
que se convierte en memorial de la redención universal realizada
por Cristo muerto y resucitado. El domingo, pues, más que una
«sustitución» del sábado, es su realización
perfecta, y en cierto modo su expansión y su expresión
más plena, en el camino de la historia de la salvación,
que tiene su culmen en Cristo.
60. En esta perspectiva, la teología bíblica
del «shabbat», sin perjudicar el carácter cristiano
del domingo, puede ser recuperada plenamente. Ésta nos lleva
siempre de nuevo y con renovado asombro al misterioso inicio en el cual
la eterna Palabra de Dios, con libre decisión de amor, hizo el
mundo de la nada. Sello de la obra creadora fue la bendición
y consagración del día en el que Dios cesó de «toda
la obra creadora que Dios había hecho» (Gn 2,3). De este
día del descanso de Dios toma sentido el tiempo, asumiendo, en
la sucesión de las semanas, no sólo un ritmo cronológico,
sino, por así decir, una dimensión teológica. En
efecto, el continuo retorno del «shabbat» aparta el tiempo
del riesgo de encerrarse en sí mismo, para que quede abierto
al horizonte de lo eterno, mediante la acogida de Dios y de sus kairoi,
es decir, de los tiempos de su gracia y de sus intervenciones salvíficas.
61. El «shabbat», día séptimo
bendecido y consagrado por Dios, a la vez que concluye toda la obra
de la creación, se une inmediatamente a la obra del sexto día,
en el cual Dios hizo al hombre «a su imagen y semejanza» (cf.
Gn 1,26). Esta relación más inmediata entre el «día
de Dios» y el «día del hombre» no escapó
a los Padres en su meditación sobre el relato bíblico
de la creación. A este respecto dice Ambrosio: «Gracias
pues a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera
encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya
descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y ni tan siquiera ahí
leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre
y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía
perdonar los pecados». El «día de Dios» tendrá
así para siempre una relación directa con el «día
del hombre». Cuando el mandamiento de Dios dice:
«Acuérdate del día del sábado
para santificarlo» (Ex 20,8), el descanso mandado para honrar el
día dedicado a él no es, para el hombre, una imposición
pesada, sino más bien una ayuda para que se dé cuenta
de su dependencia del Creador vital y liberadora, y a la vez la vocación
a colaborar en su obra y acoger su gracia. Al honrar el «descanso»
de Dios, el hombre se encuentra plenamente a sí mismo, y así
el día del Señor se manifiesta marcado profundamente por
la bendición divina (cf. Gn 2,3) y, gracias a ella, dotado, como
los animales y los hombres (cf. Gn 1,22.28), de una especie de «fecundidad».
Ésta se manifiesta sobre todo en el vivificar y, en cierto modo,
«multiplicar» el tiempo mismo, aumentando en el hombre, con
el recuerdo del Dios vivo, el gozo de vivir y el deseo de promover y
dar la vida.
62. El cristiano debe recordar, pues, que, si para
él han decaído las manifestaciones del sábado judío,
superadas por el «cumplimiento» dominical, son válidos
los motivos de fondo que imponen la santificación del «día
del Señor», indicados en la solemnidad del Decálogo,
pero que se han de entender a la luz de la teología y de la espiritualidad
del domingo: «Guardarás el día del sábado
para santificarlo, como te lo ha mandado el Señor tu Dios. Seis
días trabajarás y harás todas tus tareas, pero
el día séptimo es día de descanso para el Señor
tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu
hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno,
ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades;
de modo que puedan descansar, como tú, tu siervo y tu sierva.
Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor
tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo;
por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día
del sábado» (Dt 5,12-15). La observancia del sábado
aparece aquí íntimamente unida a la obra de liberación
realizada por Dios para su pueblo.
63. Cristo vino a realizar un nuevo «éxodo»,
a dar la libertad a los oprimidos. El obró muchas curaciones
el día de sábado (cf. Mt 12,9-14 y paralelos), ciertamente
no para violar el día del Señor, sino para realizar su
pleno significado: «El sábado ha sido instituido para el
hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). Oponiéndose
a la interpretación demasiado legalista de algunos contemporáneos
suyos, y desarrollando el auténtico sentido del sábado
bíblico, Jesús, «Señor del sábado»
(Mc 2,28), orienta la observancia de este día hacia su carácter
liberador, junto con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los
derechos del hombre. Así se entiende por qué los cristianos,
anunciadores de la liberación realizada por la sangre de Cristo,
se sintieran autorizados a trasladar el sentido del sábado al
día de la resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo
ha liberado al hombre de una esclavitud mucho más radical de
la que pesaba sobre un pueblo oprimido: la esclavitud del pecado, que
aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás,
poniendo siempre en la historia nuevas semillas de maldad y de violencia.

El día del descanso
64. Durante algunos siglos los cristianos han vivido
el domingo sólo como día del culto, sin poder relacionarlo
con el significado específico del descanso sabático. Solamente
en el siglo IV, la ley civil del Imperio Romano reconoció el
ritmo semanal, disponiendo que en el «día del sol»
los jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los
diferentes oficios dejaran de trabajar. Los cristianos se alegraron
de ver superados así los obstáculos que hasta entonces
habían hecho heroica a veces la observancia del día del
Señor. Ellos podían dedicarse ya a la oración en
común sin impedimentos.
Sería, pues, un error ver en la legislación
respetuosa del ritmo semanal una simple circunstancia histórica
sin valor para la Iglesia y que ella podría abandonar. Los Concilios
han mantenido, incluso después de la caída del Imperio,
las disposiciones relativas al descanso festivo. En los Países
donde los cristianos son un número reducido y donde los días
festivos del calendario no se corresponden con el domingo, éste
es siempre el día del Señor, el día en el que los
fieles se reúnen para la asamblea eucarística. Esto, sin
embargo, cuesta sacrificios no pequeños. Para los cristianos
no es normal que el domingo, día de fiesta y de alegría,
no sea también el día de descanso, y es ciertamente difícil
para ellos «santificar» el domingo, no disponiendo de tiempo
libre suficiente.
65. Por otra parte, la relación entre el día
del Señor y el día de descanso en la sociedad civil tiene
una importancia y un significado que están más allá
de la perspectiva propiamente cristiana. En efecto, la alternancia entre
trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios
mismo, como se deduce del pasaje de la creación en el Libro del
Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es una cosa «sagrada»,
siendo para el hombre la condición para liberarse de la serie,
a veces excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar
conciencia de que todo es obra de Dios. El poder prodigioso que Dios
da al hombre sobre la creación correría el peligro de
hacerle olvidar que Dios es el Creador, del cual depende todo. En nuestra
época es mucho más urgente este reconocimiento, pues la
ciencia y la técnica han extendido increíblemente el poder
que el hombre ejerce por medio de su trabajo.
66. Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso
en nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre,
ya sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios
que impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo,
ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas
económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del
hombre por parte del hombre mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de
los siglos, ha legislado sobre el descanso dominical, ha considerado
sobre todo el trabajo de los siervos y de los obreros, no porque fuera
un trabajo menos digno respecto a las exigencias espirituales de la
práctica dominical, sino porque era el más necesitado
de una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera
a todos santificar el día del Señor. A este respecto,
mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum novarum
presentaba el descanso festivo como un derecho del trabajador que el
Estado debe garantizar.
Rige aún en nuestro contexto histórico
la obligación de empeñarse para que todos puedan disfrutar
de la libertad, del descanso y la distensión que son necesarios
a la dignidad de los hombres, con las correspondientes exigencias religiosas,
familiares, culturales e interpersonales, que difícilmente pueden
ser satisfechas si no es salvaguardado por lo menos un día de
descanso semanal en el que gozar juntos de la posibilidad de descansar
y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del trabajador al descanso
presupone su derecho al trabajo y, mientras reflexionamos sobre esta
problemática relativa a la concepción cristiana del domingo,
recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y
mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días
laborables a la inactividad.
67. Por medio del descanso dominical, las preocupaciones
y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las
cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores
del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan,
en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero
rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza -deterioradas muchas veces
por una lógica de dominio que se vuelve contra el hombre- pueden
ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz del hombre
con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el domingo es también
un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada
sobre las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en
la armonía maravillosa y misteriosa que, como dice san Ambrosio,
por una «ley inviolable de concordia y de amor», une los diversos
elementos del cosmos en un «vínculo de unión y de
paz». El hombre se vuelve entonces consciente, según las
palabras del Apóstol, de que «todo lo que Dios ha creado
es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con
acción de gracias; pues queda santificado por la Palabra de Dios
y por la oración» (1 Tm 4,4-5). Por tanto, si después
de seis días de trabajo -reducidos ya para muchos a cinco- el
hombre busca un tiempo de distensión y de más atención
a otros aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica
necesidad, en plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico.
El creyente está, pues, llamado a satisfacer esta exigencia,
conjugándola con las expresiones de su fe personal y comunitaria,
manifestada en la celebración y santificación del día
del Señor.
Por eso, es natural que los cristianos procuren que,
incluso en las circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación
civil tenga en cuenta su deber de santificar el domingo. De todos modos,
es un deber de conciencia la organización del descanso dominical
de modo que les sea posible participar en la Eucaristía, absteniéndose
de trabajos y asuntos incompatibles con la santificación del
día del Señor, con su típica alegría y con
el necesario descanso del espíritu y del cuerpo.
68. Además, dado que el descanso mismo, para
que no sea algo vacío o motivo de aburrimiento, debe comportar
enriquecimiento espiritual, mayor libertad, posibilidad de contemplación
y de comunión fraterna, los fieles han de elegir, entre los medios
de la cultura y las diversiones que la sociedad ofrece, los que estén
más de acuerdo con una vida conforme a los preceptos del Evangelio.
En esta perspectiva, el descanso dominical y festivo adquiere una dimensión
«profética», afirmando no sólo la primacía
absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad
de la persona en relación con las exigencias de la vida social
y económica, anticipando, en cierto modo, los «cielos nuevos»
y la «tierra nueva», donde la liberación de la esclavitud
de las necesidades será definitiva y total. En resumen, el día
del Señor se convierte así también, en el modo
más propio, en el día del hombre.

Día de la solidaridad
69. El domingo debe ofrecer también a los fieles
la ocasión de dedicarse a las actividades de misericordia, de
caridad y de apostolado. La participación interior en la alegría
de Cristo resucitado implica compartir plenamente el amor que late en
su corazón: ¡no hay alegría sin amor! Jesús
mismo lo explica, relacionando el «mandamiento nuevo» con
el don de la alegría: «Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos
de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el
mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado» (Jn 15,10-12).
La Eucaristía dominical, pues, no sólo
no aleja de los deberes de caridad, sino al contrario, compromete más
a los fieles «a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado,
mediante las cuales se manifieste que los cristianos, aunque no son
de este mundo, sin embargo son luz del mundo y glorifican al Padre ante
los hombres».
70. De hecho, desde los tiempos apostólicos,
la reunión dominical fue para los cristianos un momento para
compartir fraternalmente con los más pobres. «Cada primer
día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa lo
que haya podido ahorrar» (1 Co 16,2). Aquí se trata de la
colecta organizada por Pablo en favor de las Iglesias pobres de Judea.
En la Eucaristía dominical el corazón creyente se abre
a toda la Iglesia. Pero es preciso entender en profundidad la invitación
del Apóstol, que lejos de promover una mentalidad reductiva sobre
el «óbolo», hace más bien una llamada a una
exigente cultura del compartir, llevada a cabo tanto entre los miembros
mismos de la comunidad como en toda la sociedad. Es más que nunca
importante escuchar las severas exhortaciones a la comunidad de Corinto,
culpable de haber humillado a los pobres en el ágape fraterno
que acompañaba a la «cena del Señor»: «Cuando
os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena
del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras
uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para
comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios
y avergonzáis a los que no tienen?» (1 Co 11,20-22). Valientes
son asimismo las palabras de Santiago: «Supongamos que entra en
vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido;
y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís
vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís:
"Tú, siéntate aquí, en un buen lugar"; y en cambio
al pobre le decís: "Tú, quédate ahí de pie",
o "Siéntate a mis pies". ¿No sería esto hacer distinciones
entre vosotros y ser jueces con criterios malos?» (2,2-4).
71. Las enseñanzas de los Apóstoles encontraron
rápidamente eco desde los primeros siglos y suscitaron vigorosos
comentarios en la predicación de los Padres de la Iglesia. Palabras
ardorosas dirigía san Ambrosio a los ricos que presumían
de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la iglesia sin compartir
sus bienes con los pobres y quizás oprimiéndolos: «¿Escuchas,
rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia
no para dar algo a quien es pobre sino para quitarle». No menos
exigente es san Juan Crisóstomo: «¿Deseas honrar el
cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo
en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de
seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque
el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó
a realidad lo que decía, afirmo también: Tuve hambre y
no me disteis de comer, y más adelante:
Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos,
a mí en persona lo dejasteis de hacer [...] ¿De qué
serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo
Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego,
con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo».
Son palabras que recuerdan claramente a la comunidad
cristiana el deber de hacer de la Eucaristía el lugar donde la
fraternidad se convierta en solidaridad concreta, y los últimos
sean los primeros por la consideración y el afecto de los hermanos,
donde Cristo mismo, por medio del don generoso hecho por los ricos a
los más pobres, pueda de alguna manera continuar en el tiempo
el milagro de la multiplicación de los panes.
72. La Eucaristía es acontecimiento y proyecto
de fraternidad. Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada
a extenderse a toda la vida de los fieles, comenzando por animar el
modo mismo de vivir el resto del domingo. Si éste es día
de alegría, es preciso que el cristiano manifieste con sus actitudes
concretas que no se puede ser feliz «solo». Él mira
a su alrededor para identificar a las personas que necesitan su solidaridad.
Puede suceder que en su vecindario o en su ámbito de amistades
haya enfermos, ancianos, niños e inmigrantes, que precisamente
en domingo sienten más duramente su soledad, sus necesidades,
su condición de sufrimiento. Ciertamente la atención hacia
ellos no puede limitarse a una iniciativa dominical esporádica.
Pero teniendo una actitud de entrega más global, ¿por qué
no dar al día del Señor un mayor clima en el compartir,
poniendo en juego toda la creatividad de que es capaz la caridad cristiana?
Invitar a comer consigo a alguna persona sola, visitar enfermos, proporcionar
comida a alguna familia necesitada, dedicar alguna hora a iniciativas
concretas de voluntariado y de solidaridad, sería ciertamente
una manera de llevar en la vida la caridad de Cristo recibida en la
Mesa eucarística.
73. Vivido así, no sólo la Eucaristía
dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad,
de justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos
se convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación
interior, dirigida a cambiar las estructuras de pecado en las que los
individuos, las comunidades, y a veces pueblos enteros, están
sumergidos. Lejos de ser evasión, el domingo cristiano es más
bien «profecía» inscrita en el tiempo; profecía
que obliga a los creyentes a seguir las huellas de Aquél que
vino «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar
la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar
la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor» (Lc 4,18-19). Poniéndose a su escucha, en
la memoria dominical de la Pascua y recordando su promesa: «Mi
paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27), el creyente se convierte
a su vez en operador de paz.

CAPÍTULO V
DIES DIERUM
El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido
del tiempo
Cristo Alfa y Omega del tiempo
74. «En el cristianismo el tiempo tiene una importancia
fundamental.
Dentro de su dimensión se crea el mundo, en
su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene
su culmen en la "plenitud de los tiempos" de la Encarnación y
su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de
los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una
dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno».
Los años de la existencia terrena de Cristo,
a la luz del Nuevo Testamento, son realmente el centro del tiempo. Este
centro tiene su culmen en la resurrección. En efecto, si es verdad
que él es Dios hecho hombre desde el primer instante de su concepción
en el seno de la Santísima Virgen, es también verdad que
sólo con la resurrección su humanidad es totalmente transfigurada
y glorificada, revelando de ese modo plenamente su identidad y gloria
divina. En el discurso tenido en la sinagoga de Antioquía de
Pisidia (cf. Hch 13,33), Pablo aplica precisamente a la resurrección
de Cristo la afirmación del Salmo 2: «Tú eres mi
hijo, yo te he engendrado» [7]. Precisamente por esto, en la celebración
de la Vigilia pascual, la Iglesia presenta a Cristo Resucitado como
«Principio y Fin, Alfa y Omega». Estas palabras, pronunciadas
por el celebrante en la preparación del cirio pascual, sobre
el cual se marca la cifra del año en curso, ponen de relieve
el hecho de que «Cristo es el Señor del tiempo, su principio
y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son
abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este
modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos"».
75. Al ser el domingo la Pascua semanal, en la que
se recuerda y se hace presente el día en el cual Cristo resucitó
de entre los muertos, es también el día que revela el
sentido del tiempo. No hay equivalencia con los ciclos cósmicos,
según los cuales la religión natural y la cultura humana
tienden a marcar el tiempo, induciendo tal vez al mito del eterno retorno.
¡El domingo cristiano es otra cosa! Brotando de la Resurrección,
atraviesa los tiempos del hombre, los meses, los años, los siglos
como una flecha recta que los penetra orientándolos hacia la
segunda venida de Cristo. El domingo prefigura el día final,
el de la Parusía, anticipada ya de alguna manera en el acontecimiento
de la Resurrección.
En efecto, todo lo que ha de suceder hasta el fin del
mundo no será sino una expansión y explicitación
de lo que sucedió el día en que el cuerpo martirizado
del Crucificado resucitó por la fuerza del Espíritu y
se convirtió a su vez en la fuente del mismo Espíritu
para la humanidad. Por esto, el cristiano sabe que no debe esperar otro
tiempo de salvación, ya que el mundo, cualquiera que sea su duración
cronológica, vive ya en el último tiempo. No sólo
la Iglesia, sino el cosmos mismo y la historia están continuamente
regidos y guiados por Cristo glorificado. Esta energía vital
es la que impulsa la creación, que «gime hasta el presente
y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), hacia la meta de su pleno
rescate. De este proceso, el hombre no puede tener más que una
oscura intuición; los cristianos tienen la clave y certeza de
ello, y la santificación del domingo es un testimonio significativo
que ellos están llamados a ofrecer, para que los tiempos del
hombre estén siempre sostenidos por la esperanza.

El domingo en el año litúrgico
76. Si el día del Señor, con su ritmo
semanal, está enraizado en la tradición más antigua
de la Iglesia y es de vital importancia para el cristiano, no ha tardado
en implantarse otro ritmo: el ciclo anual. En efecto, es propio de la
psicología humana celebrar los aniversarios, asociando al paso
de las fechas y de las estaciones el recuerdo de los acontecimientos
pasados. Cuando se trata de acontecimientos decisivos para la vida de
un pueblo, es normal que su celebración suscite un clima de fiesta
que rompe la monotonía de los días.
Pues bien, los principales acontecimientos de salvación
en que se fundamenta la vida de la Iglesia estuvieron, por designio
de Dios, vinculados estrechamente a la Pascua y a Pentecostés,
fiestas anuales de los judíos, y prefigurados proféticamente
en dichas fiestas. Desde el siglo II, la celebración por parte
de los cristianos de la Pascua anual, junto con la de la Pascua semanal,
ha permitido dar mayor espacio a la meditación del misterio de
Cristo muerto y resucitado. Precedida por un ayuno que la prepara, celebrada
en el curso de una larga vigilia, prolongada en los cincuenta días
que llevan a Pentecostés, la fiesta de Pascua, «solemnidad
de las solemnidades», se ha convertido en el día por excelencia
de la iniciación de los catecúmenos. En efecto, si por
medio del bautismo ellos mueren al pecado y resucitan a la vida nueva
es porque Jesús «fue entregado por nuestros pecados, y fue
resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25; cf. 6,3-11).
Vinculada íntimamente con el misterio pascual, adquiere un relieve
especial la solemnidad de Pentecostés, en la que se celebran
la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos
con María, y el comienzo de la misión hacia todos los
pueblos.
77. Esta lógica conmemorativa ha guiado la estructuración
de todo el año litúrgico. Como recuerda el Concilio Vaticano
II, la Iglesia ha querido distribuir en el curso del año «todo
el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta
la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa
de la feliz esperanza y venida del Señor. Al conmemorar así
los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes
y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace
presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que
los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación».
Celebración solemnísima, después
de Pascua y de Pentecostés, es sin duda la Navidad del Señor,
en la cual los cristianos meditan el misterio de la Encarnación
y contemplan al Verbo de Dios que se digna asumir nuestra humanidad
para hacernos partícipes de su divinidad.
78. Asimismo, «en la celebración de este
ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con
especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María,
unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo».
Del mismo modo, introduciendo en el ciclo anual, con ocasión
de sus aniversarios, las memoras de los mártires y de otros santos,
«proclama la Iglesia el misterio pascual cumplido en ellos, que
padecieron con Cristo y han sido glorificados con él». El
recuerdo de los santos, celebrado con el auténtico espíritu
de la liturgia, no disminuye el papel central de Cristo, sino que al
contrario lo exalta, mostrando el poder de su redención. Al respecto,
dice san Paulino de Nola: «Todo pasa, la gloria de los santos dura
en Cristo, que lo renueva todo, mientras él permanece el mismo».
Esta relación intrínseca de la gloria de los santos con
la de Cristo está inscrita en el estatuto mismo del año
litúrgico y encuentra precisamente en el carácter fundamental
y dominante del domingo como día del Señor, su expresión
más elocuente. Siguiendo los tiempos del año litúrgico,
observando el domingo que lo marca totalmente, el compromiso eclesial
y espiritual del cristiano está profundamente incardinado en
Cristo, en el cual encuentra su razón de ser y del que obtiene
alimento y estímulo.
79. El domingo se presenta así como el modelo
natural para comprender y celebrar aquellas solemnidades del año
litúrgico, cuyo valor para la existencia cristiana es tan grande
que la Iglesia ha determinado subrayar su importancia obligando a los
fieles a participar en la Misa y a observar el descanso, aunque caigan
en días variables de la semana. El número de estas fechas
ha cambiado en las diversas épocas, teniendo en cuenta las condiciones
sociales y económicas, así como su arraigo en la tradición,
además del apoyo de la legislación civil.
El ordenamiento canónico-litúrgico actual
prevé la posibilidad de que cada Conferencia Episcopal, teniendo
en cuenta las circunstancias propias de uno u otro País, reduzca
la lista de los días de precepto. La eventual decisión
en este sentido necesita ser confirmada por una especial aprobación
de la Sede Apostólica, y en este caso, la celebración
de un misterio del Señor, como la Epifanía, la Ascensión
o la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, debe
trasladarse al domingo, según las normas litúrgicas, para
que los fieles no se vean privados de la meditación del misterio.
Los Pastores procurarán animar a los fieles a participar también
en la Misa con ocasión de las fiestas de cierta importancia que
caen durante la semana.
80. Una consideración pastoral específica
se ha de tener ante las frecuentes situaciones en las que tradiciones
populares y culturales típicas de un ambiente corren el riesgo
de invadir la celebración de los domingos y de otras fiestas
litúrgicas, mezclando con el espíritu de la auténtica
fe cristiana elementos que son ajenos o que podrían desfigurarla.
En estos casos conviene clarificarlo, con la catequesis y oportunas
intervenciones pastorales, rechazando todo lo que es inconciliable con
el Evangelio de Cristo. Sin embargo es necesario recordar que a menudo
estas tradiciones -y esto es válido análogamente para
las nuevas propuestas culturales de la sociedad civil- tienen valores
que se adecuan sin dificultad a las exigencias de la fe. Es deber de
los Pastores actuar con discernimiento para salvar los valores presentes
en la cultura de un determinado contexto social y sobre todo en la religiosidad
popular, de modo que la celebración litúrgica, principalmente
la de los domingos y fiestas, no sea perjudicada, sino que más
bien sea potenciada.

CONCLUSIÓN
81. Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral
del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El
domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones,
es como una síntesis de la vida cristiana y una condición
para vivirlo bien. Se comprende, pues, por qué la observancia
del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea
una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial.
Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse
como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana.
Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que
no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de
la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea
eucarística dominical. Si en la Eucaristía se realiza
la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede
comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta
con eficacia particular precisamente en la reunión dominical
de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado que la convoca,
para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente
sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta
fuente renueva a los hombres, la vida y la historia.
82. Con esta firme convicción de fe, acompañada
por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos insertados
en la práctica dominical, es como los cristianos de hoy deben
afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente
las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las
vive superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión
que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo
solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo semanal;
pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y originalidad
del domingo, día en el que está llamado a celebrar la
salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día
de alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho
de que es el «día del Señor», el día
del Señor resucitado.
83. Descubierto y vivido así, el domingo es
como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar
la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano
perfecto «está siempre en el día del Señor,
celebra siempre el domingo». El domingo es una auténtica
escuela, un itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía
insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual,
marcada cada vez más fuertemente por la fragmentación
y el pluralismo cultural, que ponen continuamente a prueba la fidelidad
de los cristianos ante las exigencias específicas de su fe. En
muchas partes del mundo se perfila la condición de un cristianismo
de la «diáspora», es decir, probado por una situación
de dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no
logran mantener fácilmente los contactos entre sí ni son
ayudados por estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana.
En este contexto problemático, la posibilidad de encontrarse
el domingo con todos los hermanos en la fe, intercambiando los dones
de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable.
84. El domingo, establecido como sostén de la
vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio.
Día de oración, de comunión y de alegría,
repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos
de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél
que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte
de nuestras ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad
que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en
semillas de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia
adelante; es el día en el que la comunidad cristiana clama a
Cristo su «Marana tha, ¡Señor, ven!» (1 Co 16,22).
En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña
y sostiene la esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la
comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin
fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en
todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que «no necesita
ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de
Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23).
85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia
es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su
memoria y actualiza para cada generación de creyentes el acontecimiento
de la Resurrección. Es el don interior que nos une al Resucitado
y a los hermanos en la intimidad de un solo cuerpo, reavivando nuestra
fe, derramando en nuestro corazón la caridad y reanimando nuestra
esperanza. El Espíritu está presente sin interrupción
en cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible
y generosa con la riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical
para la celebración semanal de la Pascua, la Iglesia se pone
especialmente a su escucha y camina con él hacia Cristo, con
el deseo ardiente de su retorno glorioso: «El Espíritu y
la Novia dicen: ¡Ven!» (Ap 22,17). Considerando verdaderamente
el papel del Espíritu he deseado que esta exhortación
a descubrir el sentido del domingo se hiciera este año que, en
la preparación inmediata para el Jubileo, está dedicado
precisamente al Espíritu Santo.
86. Encomiendo la viva acogida de esta Carta apostólica,
por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de la Santísima
Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de su Espíritu,
está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el mismo
misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella,
que es la Mater Domini y la Mater Ecclesiae, no estar presente por un
título especial, el día que es a la vez dies Domini y
dies Ecclesiae?
Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan
la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella
a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19).
Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para
ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento
de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección,
haciendo propias las palabras del Magníficat que cantan el don
inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión
del tiempo: «Su misericordia alcanza de generación en generación
a los que lo temen» (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo
peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión
materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que
la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.
87. La proximidad del Jubileo, queridos hermanos y
hermanas, nos invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y pastoral.
Este es efectivamente su verdadero objetivo. En el año en que
se celebrará, muchas iniciativas lo caracterizarán y le
darán el aspecto singular que tendrá la conclusión
del segundo Milenio y el inicio del tercero de la Encarnación
del Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial pasarán,
a la espera de otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El
domingo, con su «solemnidad» ordinaria, seguirá marcando
el tiempo de la peregrinación de la Iglesia hasta el domingo
sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos en el episcopado y en
el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los fieles, para que
el valor de este día sacro sea reconocido y vivido cada vez mejor.
Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá
benéficos influjos en toda la sociedad civil.
Que los hombres y las mujeres del tercer Milenio, encontrándose
con la Iglesia que cada domingo celebra gozosamente el misterio del
que fluye toda su vida, puedan encontrar también al mismo Cristo
resucitado. Y que sus discípulos, renovándose constantemente
en el memorial semanal de la Pascua, sean anunciadores cada vez más
creíbles del Evangelio y constructores activos de la civilización
del amor.
¡A todos mi Bendición!
Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés
del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
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