La vida del hombre, miseria convertida en gloria por Dios

Meditación de Juan Pablo II dedicada en la audiencia general de este miércoles a comentar el Salmo 89 (1-4.12.14), que comienza con las palabras «Señor, tú has sido nuestro refugio».

Ciudad del Vaticano, 26 marzo 2003.

Salmo 89

Señor, tú has sido nuestro refugio
de generación en generación.

Antes que naciesen los montes
o fuera engendrado el orbe de la tierra,
desde siempre y por siempre tú eres Dios.

Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «retornad, hijos de Adán».
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna.

Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.

Ten compasión de tus siervos;
por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

La vida del hombre es fugaz

        1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón constituyen una meditación sapiencial que tiene, sin embargo, el tono de una súplica. El orante del Salmo 89 pone en el centro de su oración uno de los temas más explorados por la filosofía, más cantados por la poesía, más sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el devenir del tiempo.

        Basta pensar en ciertas páginas inolvidables del Libro de Job en las que se presenta nuestra fragilidad. Somos como «los que habitan en casas de arcilla, que hunden sus cimientos en el polvo y a los que se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados. Para siempre perecen sin advertirlo nadie» (Job 4, 19-20). Nuestra vida sobre la tierra es «como una sombra» (Cf. Job 8, 9). Y Job sigue confesando: «Mis días han sido más raudos que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa» (Job 9, 25-26).

Como consecuencia del pecado

        2. Al inicio de su canto, parecido a una elegía (Cf. Salmo 89, 2-6), el salmista opone con insistencia la eternidad de Dios al tiempo efímero del hombre. Esta es su declaración más explícita: «Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna» (v. 4).

        Como consecuencia del pecado original, el hombre vuelve a caer por orden divina en el polvo del que había sido tomado, como se afirma en la narración del Génesis: «¡Eres polvo y al polvo tornarás» (3, 19; Cf. 2, 7). El creador, que plasma en toda su belleza y complejidad la creatura humana, es también el que reduce «el hombre a polvo» (Salmo 89, 3). Y «polvo», en el lenguaje bíblico, es también la expresión simbólica de la muerte, de los infiernos, del silencio sepulcral.

Y Dios manifiesta su justicia

        3. En esta súplica es intenso el sentimiento del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que despunta al alba; enseguida oye el silbido de la hoz que la convierte en un haz de heno. A la frescura de la vida muy pronto le sigue la aridez de la muerte (Cf. versículos 5-6; Cf. Isaías 40,6-7; Job14, 1-2; Salmo 102, 14-16).

        Como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento, a esta debilidad radical, el Salmista asocia el pecado: en nosotros se da la finitud, y también la culpabilidad. Por este motivo nuestra existencia parece que tiene que vérselas también con la cólera y el juicio del Señor: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti... y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera» (Salmo 89, 7-9).

El realismo de nuestra debilidad conduce a la oración

        4. Al comenzar el nuevo día, la Liturgia de los Laudes sacude con este Salmo nuestras ilusiones y nuestro orgullo. La vida humana es limitada, «aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta», afirma el salmista. Además, el pasar de las horas, de los días y de los meses está salpicado por la «fatiga y dolor» (Cf. v. 10) y los mismos años se parecen a «un soplo» (Cf. v. 9).

        Esta es la gran lección: el Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12). Pero el salmista pide a Dios algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, aun frágiles y marcados por la prueba. Que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y perennidad a nuestras acciones cotidianas: «Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos» (v. 17).

        Con la oración pedimos a Dios que un reflejo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro actuar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará sobre el devenir de los días, la miseria se convertirá en gloria, lo que parece no tener sentido adquirirá significado.

Esperanza en la vida resucitada

        5. Concluimos nuestra reflexión sobre el Salmo 89 dejando la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el Salterio manteniendo en el fondo la figura gloriosa de Cristo. De este modo, para el escritor cristiano Orígenes, en su «Tratado sobre los Salmos», que nos ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo nos da la posibilidad bosquejada por el salmista de que «toda nuestra vida sea alegría y júbilo» (Cf. v. 14). Porque la Pascua de Cristo es el manantial de nuestra vida más allá de la muerte: «Después de haber recibido la dicha de la resurrección de nuestro Señor, por la que creemos que hemos sido redimidos y de resurgir también un día, ahora, transcurriendo en la alegría los días que nos quedan de nuestra vida, exultamos por esta confianza, y con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» –«74 omelie sul libro dei Salmi»–, Milán, 1993, p. 652).