La liturgia y la oración, encuentro del tiempo con la eternidad

Intervención que pronunció Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 150, «Todo ser que alienta alabe al Señor».

Ciudad del Vaticano, 26 febrero 2003.

 

Salmo 150

Alabad al Señor en su templo,
alabadlo en su fuerte firmamento.

Alabadlo por sus obras magníficas,
alabadlo por su inmensa grandeza.

Alabadlo tocando trompetas,
alabadlo con arpas y cítaras,

alabadlo con tambores y danzas,
alabadlo con trompas y flautas,

alabadlo con platillos sonoros,
alabadlo con platillos vibrantes.

Todo ser que alienta alabe al Señor.

Alabar sin pausa

        1. Resuena por segunda vez en la Liturgia de los Laudes el Salmo 150, que acabamos de proclamar: un himno festivo, un aleluya a ritmo de música. Es el sello ideal de todo el Salterio, el libro de la alabanza, del canto, de la liturgia de Israel.

        El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo tenemos que dejarnos atraer por el insistente llamamiento a alabar al Señor: «Alabad al Señor..., alabadlo... alabadlo». Al inicio, se presenta a Dios en dos aspectos fundamentales de su misterio. Es sin duda trascendente, misterioso, sobrepasa nuestro horizonte: su morada real es el «santuario» celeste, el «fuerte firmamento», fortaleza inaccesible para el hombre. Al mismo tiempo, está cerca de nosotros: está presente en el «templo» de Sión y actúa en la historia a través de «sus obras magníficas» que revelan y permiten experimentar «su inmensa grandeza» (Cf. versículos 1-2).

Como los instrumentos

        2. Entre la tierra y el cielo se entabla, por tanto, una especie de canal de comunicación en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La Liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad.

        Durante la oración, realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y al mismo tiempo experimentamos un descenso de Dios que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarnos y salvarnos. El salmista nos ofrece inmediatamente una ayuda para este encuentro de oración: el recurso a los instrumentos musicales de la orquesta del templo, como la trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas, y los platillos sonoros. El movimiento de la procesión también formaba parte del ritual de Jerusalén (Cf. Salmo 117, 27). Del mismo llamamiento se hace eco el Salmo 46, 8: «tocad con maestría».

Aplicación muy práctica

        3. Es necesario, por tanto, descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia. Es necesario rezar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de manera bella y digna.

        En este sentido, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que vuelva cada vez más a la liturgia la belleza de la música y del canto. Es necesario purificar el culto de deformaciones, de formas descuidadas de expresión, de música y textos mal preparados, y poco adecuados a las grandeza del acto que se celebra.

        Es significativo, en este sentido, el llamamiento de la Carta a los Efesios a evitar la falta de moderación para dejar espacio a la pureza de la alabanza litúrgica: «No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (5, 18-20).

Dios en la naturaleza

        4. El salmista termina invitando a la alabanza a «todo viviente» (Cf. Salmo 150, 5), literalmente a «todo respiro», expresión que en hebreo quiere decir «todo ser que alienta», especialmente «todo ser humano vivo» (Cf. Deuteronomio 20, 16; Josué 10, 40; 11, 11.14). En la alabanza divina queda involucrada, por tanto, la criatura humana con su voz y su corazón. Con ella son convocados idealmente todos los seres vivientes, todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (Cf. Génesis 7, 22), para que eleven su himno de acción de gracias al Creador por el don de la existencia.

        San Francisco seguirá esta invitación universal con su sugerente «Cántico del Hermano Sol», en el que invita a alabar y bendecir al Señor por todas las criaturas, reflejo de su belleza y de su bondad (Cf. Fuentes Franciscanas 263).

Desde el corazón         

        5. En este canto deben participar de manera especial todos los fieles, como sugiere la Carta a los Colosenses: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos, himnos y cánticos inspirados» (3, 16).

En este sentido, san Agustín, en sus «Comentarios a los Salmos», ve un símbolo de los santos que alaban a Dios en los instrumentos musicales: «Vosotros, santos, sed la trompeta, el arpa, la cítara, el coro, los instrumentos de cuerdas, y el órgano, los timbales de júbilo que emiten bellos sonidos, es decir, que tocan armoniosamente. Vosotros sois todo esto. Al escuchar el salmo no hay que pensar en cosas de poco valor, en cosas pasajeras, ni en instrumentos teatrales». En realidad, voz de canto a Dios es «todo espíritu que alaba al Señor» («Comentarios a los Salmos» –«Esposizioni sui Salmi»–, IV, Roma 1977, pp. 934-935).

La música más elevada, por tanto, es la que se eleva de nuestros corazones. Dios quiere escuchar precisamente esta armonía en nuestras liturgias.