Ciudad del Vaticano, 21 febrero 2003. |
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Amadísimos hermanos y hermanas: 1. Desde el inicio, quise poner mi pontificado bajo el signo de la especial protección de María. En diversas ocasiones he invitado a toda la comunidad de los creyentes a revivir la experiencia del Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de (...) María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14). Ya en mi primera Encíclica, Redemptor hominis, escribí que sólo en un clima de oración ferviente es posible «recibir al Espíritu Santo, que desciende sobre nosotros, y convertirnos de este modo en testigos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra, como los que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés» (n. 22). La Iglesia toma cada vez mayor conciencia de que es «madre» como María. Ella es «la cuna afirmé en la bula Incarnationis mysterium, con ocasión del Gran Jubileo del año 2000 en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos» (n. 11). Por este camino espiritual y misionero desea proseguir, acompañada siempre por la Virgen santísima, Estrella de la nueva evangelización, aurora luminosa y guía segura de nuestro caminar (cf. Novo millennio ineunte, 58). |
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María
y la misión de la Iglesia en el Año del Rosario Es mi deseo que el Año del Rosario constituya para los creyentes de todos los continentes una ocasión propicia para profundizar en el sentido de la vocación cristiana. En la escuela de la Virgen y siguiendo su ejemplo, toda comunidad podrá cultivar mejor su dimensión «contemplativa» y «misionera». La Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra precisamente al final de este particular Año mariano, si se prepara bien, podrá dar un impulso más generoso a este compromiso de la comunidad eclesial. El recurso confiado a María con el rezo diario del Rosario y la meditación de los misterios de la vida de Cristo pondrán de relieve que la misión de la Iglesia se debe sostener, ante todo, con la oración. La actitud de «escucha», que sugiere la plegaria del rosario, acerca a los fieles a María, la cual «conservaba estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). La recurrente meditación de la palabra de Dios es un entrenamiento para vivir «en comunión vital con Jesús a través podríamos decir del corazón de su Madre» (Rosarium Virginis Mariae, 2). |
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Iglesia
más contemplativa: el Rostro de Jesús contemplado Contemplar el rostro de Cristo lleva a un conocimiento profundo y comprometedor de su misterio. Contemplar a Jesús con los ojos de la fe impulsa a penetrar en el misterio de Dios-Trinidad. Dice Jesús: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Con el Rosario nos encaminamos por este itinerario místico «en compañía y a ejemplo de su santísima Madre» (Rosarium Virginis Mariae, 3). Más aún, María misma se convierte en nuestra maestra y guía. Bajo la acción del Espíritu Santo, nos ayuda a adquirir la «tranquila audacia» que capacita para transmitir a los demás la experiencia de Jesús y la esperanza que sostiene a los creyentes (cf. Redemptoris missio, 24). ¡Contemplemos siempre a María, modelo insuperable! En su espíritu todas las palabras del Evangelio encuentran un eco extraordinario. María es la «memoria» contemplativa de la Iglesia, que vive con el deseo de unirse más profundamente a su Esposo para influir aún más en nuestra sociedad. ¿Cómo reaccionar ante los grandes problemas, ante el dolor inocente y ante las injusticias perpetradas con arrogante insolencia? Siguiendo dócilmente el ejemplo de María, que es nuestra Madre, los creyentes aprenden a reconocer en el aparente «silencio de Dios» la Palabra que resuena en el silencio por nuestra salvación. |
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Iglesia
más santa: el Rostro de Cristo imitado y amado Santidad y misión son aspectos inseparables de la vocación de todo bautizado. El esfuerzo por llegar a ser más santos está estrechamente vinculado al de difundir el mensaje de la salvación. «Todo fiel recordé en la Redemptoris missio está llamado a la santidad y a la misión» (n. 90). Contemplando los misterios del Rosario, el creyente se siente impulsado a seguir a Cristo y a compartir su vida hasta poder decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Si todos los misterios del Rosario constituyen una significativa escuela de santidad y de evangelización, los misterios de luz ponen de relieve aspectos singulares de nuestro «seguimiento» evangélico. El Bautismo de Jesús en el Jordán recuerda que todo bautizado es elegido para llegar a ser en Cristo «hijo en el Hijo» (Ef. 1, 5; cf. Gaudium et spes, 22). En las bodas de Caná, María invita a la escucha obediente de la palabra del Señor: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). El anuncio del Reino y la invitación a la conversión son una clara consigna para todos a emprender el camino de la santidad. En la Transfiguración de Jesús, el bautizado experimenta la alegría que le espera. Al meditar en la institución de la Eucaristía, vuelve repetidamente al Cenáculo, donde el Maestro divino dejó a sus discípulos el tesoro más precioso: él mismo en el Sacramento del altar. Las palabras que la Virgen pronuncia en Caná constituyen, en cierto modo, el fondo mariano de todos los misterios de luz. En efecto, el anuncio del Reino que se acerca, la llamada a la conversión y a la misericordia, la Transfiguración en el Tabor y la institución de la Eucaristía, encuentran en el corazón de María un eco singular. María mantiene sus ojos fijos en Cristo, conserva como un tesoro cada una de sus palabras y nos indica a todos cómo ser auténticos discípulos de su Hijo. |
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Iglesia
más misionera: el Rostro de Cristo anunciado Bajo la mirada vigilante de la Madre, la comunidad eclesial crece como una familia renovada por la fuerte efusión del Espíritu y, dispuesta a aceptar los desafíos de la nueva evangelización, contempla el rostro misericordioso de Jesús en los hermanos, especialmente en los pobres y necesitados, en los alejados de la fe y del Evangelio. En particular, la Iglesia no teme proclamar ante el mundo que Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6); no teme anunciar con alegría que la «buena noticia tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo» (Rosarium Virginis Mariae, 20). Urge preparar evangelizadores competentes y santos; es necesario que no decaiga el fervor en los apóstoles, especialmente para la misión «ad gentes». El Rosario, si se redescubre y valora plenamente, presta una ayuda espiritual y pedagógica ordinaria y fecunda para formar al pueblo de Dios a trabajar en el vasto campo de la acción apostólica. |
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Una
valiosa consigna A todos quisiera sugerir que intensifiquen el rezo del santo Rosario, de forma individual y comunitaria, para obtener del Señor las gracias que la Iglesia y la humanidad más necesitan. Mi invitación se dirige a todos: niños y adultos, jóvenes y ancianos, familias, parroquias y comunidades religiosas. Entre las numerosas intenciones, no quisiera olvidar la de la paz. La guerra y la injusticia tienen su origen en el corazón «dividido». «Quien interioriza el misterio de Cristo y el Rosario tiende precisamente a eso aprende el secreto de la paz y hace de él un proyecto de vida» (Rosarium Virginis Mariae, 40). Si el Rosario marca el ritmo de nuestra existencia, podrá transformarse en instrumento privilegiado para construir la paz en el corazón de los hombres, en las familias y entre los pueblos. Con María podemos obtenerlo todo de su Hijo Jesús. Sostenidos por María, no dudaremos en dedicarnos con generosidad a la difusión del anuncio evangélico hasta los confines de la tierra. Con estos sentimientos, os bendigo a todos de corazón. Vaticano, 12 de Enero de 2003, Fiesta del Bautismo del Señor. IOANNES PAULUS II |
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