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Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cfr Mt 15, 21-28) describe el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Jesús está al norte de Galilea, en territorio extranjero, para estar con sus discípulos un poco alejado de las multitudes, que lo buscan cada vez más numerosos. Y entonces se acerca una mujer que implora ayuda para la hija enferma: ¡Ten piedad de mí, Señor! (v. 22). Es el grito que nace de una vida marcada por el sufrimiento, por el sentido de impotencia de una madre que ve a la hija atormentada por el mal. Jesús al principio la ignora, pero esta madre insiste, insiste, también cuando el Maestro dice a los discípulos que su misión está dirigida solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel (v. 24). Ella le sigue suplicando, y Él, a este punto, la pone a prueba citando un proverbio: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos (v. 26). Y la mujer responde enseguida: Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos (v. 27). Con estas palabras esa madre demuestra haber intuido la bondad del Dios Altísimo, presente en Jesús, está abierta a toda necesidad de sus criaturas. Esta sabiduría plena de confianza toca el corazón del Maestro y le arrebata palabras de admiración: Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas (v. 28). ¿Cuál es la fe grande? La fe grande es aquella que lleva la propia historia, marcada también por las heridas, a los pies del Señor pidiéndole que la sane, que le dé sentido. La mujer no tiene dudas, está segura de que Dios no quiere la muerte de su criatura. Y el evangelista Mateo cierra la historia diciendo: Y desde aquel momento quedó curada su hija (v. 28). Esta es la esperanza que se abre delante de nosotros hoy: si nos presentamos al Señor en nuestra pobreza, con una existencia marcada por lágrimas y cansancios pero con la confianza tenaz de la mujer cananea, entonces el Señor no podrá no acoger con ojos y corazón paternos nuestra oración. Frente a esta escena, los discípulos de Jesús han podido constatar que, a pesar de los límites que Él se había impuesto en su evangelización, la salvación de Dios comenzaba a extenderse más allá de los confines de Israel y podía alcanzar a cualquier ser humano. La condición esencial para recibirla era solo una: creer en el poder del Salvador divino y fiarse sin reservas de su bondad misericordiosa. También hoy Jesús nos hace entender que no hay barreras para una fe humilde e incondicional: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr 1Tm 2,4). De aquí deriva el horizonte universal de la misión de la Iglesia. Es católica: no concierne solo a algunos, no tiene preclusiones, sino que es enviada a todo hombre y mujer, a toda la familia humana. La Iglesia está abierta a todos, sin distinciones; abraza la gran variedad de pueblos y de culturas que profesan la misma fe en Cristo Hijo de Dios. La Virgen María interceda con su oración, para que crezca en cada bautizado la alegría de la fe y el deseo de comunicarla con el testimonio de una vida coherente, para que Dios sea amado y alabado por todos por sus obras de misericordia y de salvación. | |
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