Regina Coeli: “Jesús nos pide que lo amemos, que nos amemos”

Palabras del Papa antes del Regina Coeli.

Ciudad del Vaticano, mayo 17, 2020.
El nombre de Dios es Misericordia
Francisco
En Él solo la esperanza
Jorge M. Bergoglio
Mente abierta corazón creyente
Jorge M. Bergoglio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        El Evangelio de este domingo (cf. Jn 14, 15-21) presenta dos mensajes fundamentales: la observancia de los mandamientos y la promesa del Espíritu Santo.

        Jesús vincula el amor por Él a la observancia de los mandamientos, y en esto insiste en su discurso de despedida: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (v. 15); “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama” (v. 21). Jesús nos pide que lo amemos, pero nos explica: este amor no termina en un deseo por Él, o en un sentimiento, no, requiere disponibilidad de seguir su camino, es decir, la voluntad del Padre. Y esto se resume en el mandamiento del amor recíproco, el primer amor, dado por el mismo Jesús: “Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros” (Jn. 13,34). No dijo: “Ámame como te he amado”, sino “amaos unos a otros como yo os he amado”. Él nos ama sin pedirnos nada a cambio, es un amor gratuito, y quiere que este amor gratuito se convierta en una forma concreta de vida entre nosotros: esta es su voluntad.

        Para ayudar a los discípulos a recorrer este camino, Jesús promete que rogará al Padre que envíe “otro Paráclito” (v. 16), es decir, un Consolador, un Defensor que tome su lugar y les dé a ellos la inteligencia para escuchar y el valor para observar sus palabras. Este es el Espíritu Santo, que es el don del amor de Dios que desciende al corazón del cristiano después de que Jesús murió y resucitó. Su amor es dado a aquellos que creen en Él y son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu mismo los guía, los ilumina, los fortalece, para que cada uno pueda caminar en la vida, incluso a través de las adversidades y las dificultades, en las alegrías y las penas, permaneciendo en el camino de Jesús. Esto es posible precisamente manteniéndose dócil al Espíritu Santo, de modo que con su presencia operante, no sólo consuele sino que transforme los corazones, abriéndolos a la verdad y al amor.

        Ante la experiencia del error y del pecado – que todos hacemos – el Espíritu Santo nos ayuda a no sucumbir y nos hace comprender y vivir plenamente el significado de las palabras de Jesús: “Si me aman, guardarán mis mandamientos” (v. 15). Los mandamientos no se nos dan como una especie de espejo, en el que ver reflejadas nuestras miserias e inconsistencias. No, la Palabra de Dios se nos da como la Palabra de vida, que transforma, que transforma el corazón, la vida, que renueva, que no juzga para condenar, sino que sana y que tiene como fin el perdón. Es la misericordia de Dios así. Una palabra que es luz en nuestros pasos. ¡Y todo esto es obra del Espíritu Santo! Él es el don de Dios, es el mismo Dios, que nos ayuda a ser personas libres, personas que quieren y saben amar, personas que han comprendido que la vida es una misión para anunciar las maravillas que el Señor realiza en aquellos que confían en Él.

        Que la Virgen María, modelo de la Iglesia que sabe escuchar la Palabra de Dios y acoger el don del Espíritu Santo, nos ayude a vivir el Evangelio con alegría, sabiendo que estamos sostenidos por el Espíritu, fuego divino que calienta nuestros corazones e ilumina nuestros pasos.