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En
el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos,
y también a nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico
templo de Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre
piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una
institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino
un signo religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente?
¿Por qué profetizar que la sólida certeza del pueblo
de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el Señor
deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?. Buscamos respuestas
en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi todo
pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo
del Tiempo Ordinario, Él explica que lo que se derrumba, lo que
pasa son las cosas penúltimas, no las últimas: el templo,
no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre. Pasan
las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero
no lo son. Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas,
como terremotos, signos en La primera es la
tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no
hay que ir detrás de quien dice que el final está cerca,
que «está llegando el tiempo» (v. 8). Es decir, que
no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta
el miedo del otro y del futuro, porque el miedo paraliza el corazón
y la mente. Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por
la prisa de querer saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de
la curiosidad, por la última noticia llamativa o escandalosa,
por las historias turbias, por los chillidos del que grita más
fuerte y más enfadado, por quien dice ahora o nunca.
Pero esta prisa, este todo y ahora mismo, no viene de Dios. Si nos afanamos
por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre: seguimos
las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por
el último grito, no encontramos más tiempo para Dios y
para el hermano que vive a nuestro lado. ¡Qué verdad es
esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente,
el que se queda atrás molesta y se considera como descarte. Cuántos
ancianos, niños no nacidos, personas discapacitadas, pobres considerados
inútiles. Se va de prisa, sin preocuparse que las distancias
aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la pobreza de muchos. Jesús,
como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la perseverancia:
«con vuestra Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice: «Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: Yo soy [ ]; no vayáis tras ellos» (v. 8). Es la tentación del yo. El cristiano, como no busca el ahora mismo sino el siempre, no es entonces un discípulo del yo, sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas de sus caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue la voz de Jesús? Muchos vendrán en mi nombre, dice el Señor, pero no han de seguirse. No basta la etiqueta
cristiano o católico para ser de Jesús.
Es necesario hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la
lengua del tú. No habla la lengua de Jesús quien dice
yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo, cuántas veces,
aun al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo correcto,
pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio; ayudo,
pero para atraer la amistad de esa persona importante. De este modo
habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no se sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro proprio yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa. Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas, que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo., los conserjes del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor. | |
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