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Queridísimos:
¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mañana celebramos, con la Iglesia y en la Iglesia, la conmemoración litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, solemnidad en la Prelatura porque —en esa fecha de 1928— la Trinidad sembró en el alma y en el corazón de nuestro Fundador una semilla destinada a fructificar en millares y millares de gentes de toda lengua y nación. En repetidas ocasiones, san Josemaría comentó que siempre resonaban en su alma las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, que hacían muy actual —hasta su tránsito al Cielo— el deber de hacer el Opus Dei con la fuerza del año 1928, y luego de 1930. Pido al Señor que cunda en nuestra conducta esa misma responsabilidad, porque cada una y cada uno es la continuidad. Una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo —realidad que es como un ejército en orden de batalla para la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios—; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra[1]. Las consideraciones de san Josemaría todavía golpean en mi alma. Me acuerdo como si fuese ayer de estas palabras pronunciadas como una oración llena de amor a Jesucristo presente en la Eucaristía, en el oratorio de la sede central de la Obra dedicado a Pentecostés. Nos sirven también ahora, al comenzar este nuevo año del Opus Dei, y así colmarnos nuevamente de esperanza, porque el Señor, que promovió la Obra, continúa manteniéndola activa y fecunda con el transcurso de los años, con tu respuesta y la mía. Como san Josemaría en aquel aniversario de 1962, también hoy nos asombramos ante lo que vemos ya realizado en esta partecica de la Iglesia: la Obra. Es Él quien pone el incremento, haciendo realidad una vez más —como ha sucedido con frecuencia en la historia de la Iglesia— la parábola del grano de mostaza: la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que las aves del cielo acuden a anidar en sus ramas[2]. Lo mismo que en 1928, ahora y siempre resulta evidente la desproporción entre los medios y los frutos que Dios suscita. Su poder salvífico no ha disminuido, pero espera de cada una y de cada uno de nosotros, así como de las personas que se cobijan a la sombra de este árbol frondoso, una correspondencia generosa, la mayor de la que seamos capaces, con su ayuda. Nace en nuestra alma la alabanza y el agradecimiento a Dios. ¡Gracias, Señor! Porque esta hornada de pan maravillosa está difundiendo ya el buen olor de Cristo (2 Cor 2, 15) en el mundo entero: gracias por estos miles de almas que están glorificando a Dios en toda la tierra. Porque todos son tuyos[3]. Gratitud completa a Dios que, a pesar de las variadas dificultades, jamás nos abandona. ¡Siempre está con nosotros! Por eso, cuando se presentan, hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi![4]. San Josemaría, en el fondo de su alma, escuchó un día: si Deus nobiscum, quis contra nos?[5]; si Dios está con nosotros, ni el ambiente secularizado e incluso agresivo, ni la falta de medios materiales o de salud, ni la precariedad del empleo en muchos lugares, ni las complicaciones familiares o externas al hogar, ¡nada!, han de hacer mella en nosotros. Estos tiempos no se presentan peores a los anteriores. Lo advertía san Agustín: «¿Por qué, pues, has de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor que los actuales? Desde el primer Adán hasta el Adán de hoy, ésta es la perspectiva humana: trabajo y sudor, espinas y cardos»[6]. El 2 de octubre resulta también muy adecuado para ver si individualmente nos conducimos como el instrumento que Dios espera que seamos. Asimilemos en nuestra alma la oración personal de san Josemaría en la fecha que conmemoramos: cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí[7]. A pesar de la buena voluntad, que gracias a Dios no nos falta, supliquemos perdón por las faltas concretas de correspondencia ante los dones divinos: es decir, nuestra poca generosidad en ocasiones, nuestros errores personales que pueden desedificar a quienes se hallan cerca. Hagámoslo con una contrición alegre, que no nos ha de quitar la paz. Porque así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso[8]. El Papa insiste en que todos los cristianos hemos de iluminar con la fe las situaciones y personas con las que nos encontramos en nuestra senda; sintámonos llamados —en este nuevo año de la Obra— a «anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras», porque «la alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie»[9]. Son el eco de unas palabras de Cristo, que ardían en el alma de nuestro Fundador desde que comenzó a notar los barruntos de la llamada divina, diez o doce años antes de 1928. Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12, 49); he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me! (1 Sam 3, 8), aquí estoy, porque me has llamado. ¿Se lo volvemos a decir ahora, todos, a nuestro Dios?[10]. El 2 de octubre constituye una llamada que resuena en cada uno de nosotros con el convencimiento de la misión que el Señor nos ha encargado: estamos en el mundo para hacer la Obra como parte de la misión de la Iglesia. Por eso, nos sabemos —allí donde estamos— en la primera línea de la evangelización. Se presenta de continuo el tiempo de abrirse en abanico para servir a más personas, también a quienes no tienen experiencia de la vida cristiana, o no tienen fe, o habitualmente no la ponen en práctica. Nos esperan, y esperan que les transmitamos nuestro gozo de haber encontrado a Jesucristo. Cultivemos una profunda y real conciencia de ser anunciadores de la alegría del Evangelio en el propio ambiente y en todo momento; mujeres y hombres capaces de entablar amistad con todos —serviciales, llenos de disponibilidad, de amabilidad, de generosidad—, que no se limitan a unas meras gestiones apostólicas, sino que tratan de comportarse como apóstoles en todo tiempo y circunstancia. Y esto, hijos míos, presenta muchas manifestaciones concretas: tomarse muy en serio las implicaciones prácticas de la santificación del trabajo (justicia, caridad, humildad, interés por los demás, tono positivo, etc.); conducirnos como personas que unen, que colaboran, capaces de aprender lo bueno que cada uno puede aportar a la sociedad. Lograremos mantener vivo este sentido de misión si cultivamos una profunda piedad y si fundamos nuestra acción en los medios sobrenaturales, en la contemplación de Cristo. Transmitir el mensaje evangélico es un bien que humaniza y ofrece respuesta a los deseos de felicidad de todos, cristianos y no cristianos. A veces será oportuno advertirles con cariño de algún aspecto en su comportamiento externo, en el que mejorar: ¡la corrección fraterna que recomienda Jesucristo en el Evangelio! Os hablé por extenso de este punto en la carta que escribí al comienzo del Año jubilar; por eso no me detengo más en este tema. Sólo deseo mencionaros que, siguiendo el buen criterio de nuestro Fundador, hemos de ejercitar esta obra de misericordia con prudencia, con serenidad, con humildad, conscientes de que todos precisamos de este auxilio tan humano y tan sobrenatural. Termino pidiendo, como siempre, oraciones por el Santo Padre; en concreto, por el viaje a Georgia y a Azerbaiyán que está realizando en estos momentos, y por el que le llevará a Suecia a final de mes. Los dos se sitúan en el marco de la acción ecuménica del Papa, tras los pasos de sus predecesores. Muy unidos a mis intenciones, rezad también por los 31 fieles de la Prelatura a quienes ordenaré diáconos el próximo día 29, y por todos los ministros sagrados de la Iglesia. Con serenidad, y todavía con pena honda, os invito a recordar a las hijas mías que han fallecido en México por el accidente de tráfico. La pena se mantiene porque formamos una familia unida; la serenidad proviene también de la reacción unánime de plegarias que ha habido en todo el mundo. Roguemos al Señor que les conceda un Cielo muy grande, a la medida de la Misericordia divina. Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier Roma, 1 de octubre de 2016. [1] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 57). [2] Mt 13, 32. [3] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 59). [4] Ibid, p. 57. [5] Cfr. Rm 8, 31. [6] San Agustín, Sermón Caillau-Saint Yves 2, 92 (PLS 2, 441-442, cit. en Liturgia horarum, segunda lectura del miércoles de la XX semana del Tiempo ordinario). [7] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 60). [8] Ibid., p. 59. [9] Papa Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 23. [10] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 62). | |||||||||||
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