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Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Durante el recorrido
de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente la inspiración
en el episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar
(cfr Lc 7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la
compasión de Jesús por quien sufre --en este caso un viuda
que ha perdido a su único hijo -- y nos muestra también
el poder de Jesús sobre la muerte. La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Tantas veces vienen a misa a Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: "se fue". La mirada tiene
tanto dolor. La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente.
Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre
el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre,
o de ambos. Esa pregunta: -"¿Dónde está papá?"
"¿Dónde está mamá?". Pero la muerte física tiene "cómplices" que son también peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la
absurda "normalidad" con la cual, en ciertos momentos y en
ciertos lugares, los eventos que añaden horror a la muerte son
provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡El
Señor nos libre de acostumbrarnos a esto! La oscuridad de
la muerte se afronta con un trabajo más intenso de amor. "¡Dios
mío, aclara mis tinieblas!", es la invocación de
la liturgia de la noche. En la luz de la Resurrección del Señor,
que no abandona a ninguno de los que le ha confiado el Padre, podemos
quitar a la muerte su "aguijón" como decía el
apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedir que nos envenene
la vida, hacer vanos nuestros afectos, hacernos caer en el vacío
más oscuro. Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que la lágrima será secada, cuando "no habrá más muerte, ni luto, ni lamento, ni pena" (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero yo quisiera
subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado.
Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven,
hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: "Jesús
lo devolvió a su madre". ¡Y ésta es nuestra
esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos,
el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos
juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de
Jesús; "Y Jesús lo restituyó a su madre".
¡Así hará el Señor con todos nuestros seres
queridos de la familia! Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos "cómplices" activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: "Y Jesús lo restituyó a su madre", así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias. | |
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