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Queridos hermanos y hermanas, buenos días cuando se quiere evidenciar cómo los elementos que componente una realidad están estrechamente unidos el uno al otro y formen una sola cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A partir del apóstol Pablo, esta expresión ha sido aplicada a la Iglesia y ha sido reconocida como su rasgo distintivo más profundo y más bello. Hoy, entonces, queremos preguntarnos: ¿en qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué es definida 'cuerpo de Cristo'? En el libro de Ezequiel se describe una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta una extensión llena de huesos, separados los unos de los otros y resecos. Un escenario desolador imaginarse toda una llanura llena de huesos. Dios le pide invocar sobre ellos el Espíritu. Y en ese momento los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y después la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida. ¡Esta es la Iglesia! Pido, hoy que en casa lean la Biblia, el capítulo 37 del profeta Ezequiel, sin olvidarse de leer esto. Es precioso. Es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone uno junto al otro, uno al servicio y apoyando al otro, haciendo así de todos nosotros un solo cuerpo, edificado en la comunión y en el amor. Sin embargo, la Iglesia no es solamente un cuerpo edificado en el Espíritu. ¡La Iglesia es el cuerpo de Cristo! Es extraño pero es así. Y no se trata sencillamente de un forma de hablar: ¡lo somos realmente! ¡Es el gran don que hemos recibido el día de nuestro Bautismo! En el sacramento del Bautismo, de hecho, Cristo nos hace suyos, acogiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos después resurgir con Él, como nuevas criaturas. Así nace la Iglesia, y ¡así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo! El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del cual Él es la cabeza. La que surge entonces es una profunda comunión de amor. En este sentido, es iluminador como Pablo, exhortando a los mártires a "amar a las mujeres como al propio cuerpo", afirme: "Como también Cristo hace con la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo". Que bonito si recordáramos más a menudo lo que somos, lo que ha hecho con nosotros el Señor Jesús. Somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede arrancar de Él, y Él recubre con toda su pasión y su amor, precisamente como un esposo a su esposa. Este pensamiento, sin embargo, debe hacer resurgir en nosotros el deseo de corresponder al Señor y de compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo. En el tiempo de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchos dificultades en este sentido, viviendo, como a menudo también nosotros, la experiencia de las divisiones, de las envidias, de las incomprensiones y de las marginaciones. Todas estas cosas no van bien, porque en vez de edificar y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de Cristo, la fracturan en muchas partes, la desmiembran. Y esto también sucede en nuestros días ¿no? Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, en nuestros barrios, ¡cuántas divisiones, cuántas envidas, cuánto se habla mal, cuánta incomprensión y marginación! Y esto ¿qué hace? Nos desmiembra entre nosotros. Es el inicio de la guerra. La guerra no comienzan en el campo de batalla. Las guerras comienzan en el corazón, con estas incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha entre los otros. Y esta comunidad de Corintio era así. Eran campeones de esto. El apóstol ha dado a los Corintos algunos consejos concretos que valen también para nosotros. No ser celosos, sino apreciar en nuestras comunidades los dones y las cualidades de nuestros hermanos. Pero los celos, 'pero mira, ese ha comprado un coche' y yo siento aquí los celos. 'Este ha ganado la lotería' y los celos. 'A este le va bien con esto' y otros celos. Esto desmiembra, hace mal, no se debe hacer. Porque los celos crecen, crecen y llenan el corazón. Y un corazón celoso, es un corazón ácido, un corazón que en vez de sangre parece que tiene vinagre, un corazón que nunca es feliz, un corazón que desmiembra la comunidad. Pero ¿qué debo hacer? Apreciar en nuestras comunidades los dones y cualidades de los otros, de nuestros hermanos. Pero cuando me vienen los celos, que nos vienen a todos, todos, todos somos pecadores, cuando me vienen los celos decir: 'Gracias Señor porque le has dado esto a esa persona' Apreciar las cualidades y contra las divisiones hacerse cercanos y participar en los sufrimientos de los últimos y de los más necesitados; expresar la propia gratitud a todos. Decir gracias, es un corazón bueno, un corazón noble, un corazón que está contento porque sabe decir gracias. Y pregunto, todos nosotros, ¿sabemos decir siempre gracias? Eh, no siempre, porque las envidias, los celos, nos frenan un poco. Y, por último, este es el consejo que el apóstol Pablo da a los corintios y también debemos darnos nosotros unos a otros: no considerar a nadie superior a los otros. ¿Cuánta gente se siente superior a los otros? También nosotros decimos muchas veces decimos como ese fariseo de la parábola, 'te doy gracias Señor porque no soy como ese, soy superior'. Pero esto es feo, no hacerlo nunca. Y cuando te viene esto, acuérdate de tus pecados, de esos que nadie conoce. Vergüenza delante de Dios y decir 'Señor tu sabes quien es superior, yo cierro la boca'. Y esto hace bien. Y siempre en la caridad considerarse miembros los unos de los otros, que viven y se donan en beneficio de todos. Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y como el apóstol Pablo, invocamos también nosotros al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir realmente como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, una familia que es el Cuerpo de Cristo y como signo visible y bello de su amor. | |
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