|
Itinerarios
de vida cristiana
|
|
|
|
|
Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
El mes de marzo tiene
siempre una connotación especial, pues celebramos la Anunciación de
Nuestra Señora y la solemnidad de san José: dos figuras que brillan
por su fidelidad a los planes de Dios, que cumplieron plenamente lo
que el Señor quería de ellos, porque sabían amar con totalidad.
Este año, además, conmemoramos
el centenario del nacimiento de don Álvaro y el vigésimo aniversario
de su dies natális, de su tránsito al Cielo. En su existencia
brilla como una perla de primera magnitud esta virtud sobrenatural y
humana. Luego, el día 28, el aniversario de la ordenación sacerdotal
de nuestro Padre nos habla también de lealtad íntegra a la llamada divina:
una fidelidad intangible, firme, virginal, alegre, indiscutida,
a la fe, a la pureza y al camino[1].
Es lógico, pues, que haciendo un profundo y agradecido examen
personal consideremos en estas semanas cómo es nuestra respuesta
a la llamada divina que cada una, cada uno, ha recibido.
El comienzo de la Cuaresma,
ya próximo, nos impulsa a caminar decididamente por esta senda; un tiempo
litúrgico que nos pone delante de estas preguntas fundamentales:
¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad
apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros
de profesión?[2].
Cultivemos, también en los otros momentos del año, una oración más intensa,
una mortificación más generosa, la práctica frecuente de las obras de
misericordia espirituales y corporales, que, en cuanto actos informados
por la fe y la caridad, constituyen un impulso poderoso para nuestros
deseos de fidelidad. No es cuestión de sentimientos, sino la vibración
propia del alma enamorada, aunque llegue el cansancio, el peso del pobre
yo.
Faltan pocas jornadas
para el centenario del nacimiento del queridísimo don Álvaro. Desde
que comenzó el año, hemos tenido muy presente esa fecha, el 11 de marzo,
con la mirada puesta en el ejemplo de este hijo de san Josemaría, entregado
sin reservas, que supo encarnar admirablemente el espíritu del Opus
Dei. El decreto con el que la Iglesia reconoce sus virtudes afirma que
la más característica en él fue una «fidelidad indiscutible, sobre todo,
a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad
a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación
cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida»[3].
Y concluye que la vida de don Álvaro es «ejemplo de caridad y de fidelidad
para todos los cristianos»[4].
La fidelidad del ser
humano se halla íntimamente unida a la de Dios, que es fiel en todas
sus palabras, y piadoso en todas sus obras[5].
La Sagrada Escritura, al presentar la historia de los patriarcas y de
los justos del Antiguo Testamento, pone de relieve un aspecto esencial
de su fe. La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como
una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre
pueda convivir con los demás (...). Nace así, en relación con la fe,
una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede venir de Dios[6].
La figura de don Álvaro
se inscribe en esa larga cadena de hombres leales a Dios desde
Abrahán y Moisés hasta los santos del Nuevo Testamento que buscaron
dedicar toda su existencia a la realización del proyecto recibido. Nada
pudo apartarlos ni un ápice del querer divino: las dificultades externas
o internas, los sufrimientos, las persecuciones..., porque estaban firmemente
anclados en la Voluntad amabilísima del Señor.
Lo que se pide a
Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra,
aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios
fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber,
en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo.
La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella
con sólido fundamento[7].
Y es que, como decía Benedicto XVI, «la fidelidad a lo largo del tiempo
es el nombre del amor»[8].
Siempre que se cumplía
algún aniversario importante, don Álvaro solía dirigirse al Señor con
esta oración: «Gracias, perdón, ayúdame más». Nada más lógico
suponer que de igual modo hubiera reaccionado en la efemérides de su
centenario. Esas palabras componen una oración excelente para dirigirnos
a la Trinidad Santísima: agradeciendo los beneficios recibidos ¡son
tantos!, muchos más de los que podemos imaginar; pidiendo perdón
por nuestras faltas y pecados; solicitando su ayuda para continuar sirviendo
más y mejor como siervos buenos y fieles.
Años atrás, en otro
aniversario de esta fecha, don Álvaro se detenía en un recuento del
tiempo transcurrido. Sus consideraciones pueden servirnos para hablar
también nosotros con Dios; sobre todo cuando, por el motivo que sea,
resalten ante los ojos nuestros fallos y debilidades de modo más patente.
Eran y son expresiones que llenan de esperanza. «Al contemplar el calendario
de mi vida decía, pienso en las hojas pasadas. Son pasadas,
pero no se han tirado a la papelera, porque permanecen ante los ojos
de Dios. ¡Tantos beneficios del Señor! Ya antes de nacer, me preparó
una familia cristiana piadosa, que me proporcionó una buena formación.
Luego, tantos sucesos que señalaron mi existencia. Por encima de todos,
el encuentro con nuestro Padre, que cambió mi vida por completo, de
forma rapidísima. Y los casi cuarenta años de contacto íntimo y constante
con nuestro Fundador...»[9].
También a nosotros nos
sigue el Señor con paciencia infinita, durante años, meses, semanas,
perdonándonos, ayudándonos, impulsándonos. Además, aunque muchos no
hayáis conocido a nuestro Padre mientras se encontraba físicamente aquí
abajo, todos podéis conocerle y tratarle gracias a sus escritos y a
la conversación confiada que desea mantener con cada una, con cada uno,
desde el Cielo. Ha dejado en nuestras manos con el espíritu del
Opus Dei la posibilidad bien concreta de ser santos, viviendo
a fondo este camino, que el Señor ofrece a muchas personas. Con la ayuda
de Dios, con la intercesión de María Santísima y de san José, de san
Josemaría y de tantas personas que ya lo han recorrido hasta el fin...,
póssumus[10],
también nosotros podemos culminar esta senda.
El 19 de marzo, solemnidad
de san José, nos habla también de renovar la entrega al servicio de
Dios y de las almas. El Señor ha llamado a todos los cristianos desde
la eternidad para que nos identifiquemos con Jesucristo. Y san José
es, después de María Santísima, la criatura que mejor ha respondido
a esta convocación: es el siervo prudente y fiel, a quien el Señor
puso al frente de su familia[11].
Por eso, es patrono de la Iglesia y del Opus Dei, y es modelo para todos
los discípulos de Jesús.
Don Álvaro fue no
me cansaré de repetirlo un hombre fiel: un cristiano, un sacerdote,
un obispo fiel. San Josemaría comentaba: querría que le imitarais
en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años
de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones humanamente
hablando de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido
siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables. Por motivos sobrenaturales,
no por virtud humana. Sería muy bueno que le imitaseis en esto[12].
Su continua perseverancia,
completamente sobrenatural, hundía sus raíces en la virtud humana de
la lealtad, que aprendió ya en el hogar de familia desde pequeño y que,
luego, fue desarrollando con el transcurso de los años. ¡Cuán necesaria
es esta virtud! Muchas personas no se dan cuenta de que, cuando está
ausente, no es posible la confianza mutua y se hace prácticamente imposible
la convivencia ordenada, fructífera, en el mismo entramado social. «Seamos,
pues, fieles, hijas e hijos míos. Con aquella fidelidad sobrenatural
que es al mismo tiempo lealtad humana, virtud propia de mujeres y de
hombres maduros, que han dejado de lado las actitudes infantiles y se
comportan con sentido de responsabilidad, fieles a sus compromisos»[13].
¡Lealtad! ¡Fidelidad!
¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho.
Querer luchar, aunque a veces parezca que no podemos querer. Si viene
el momento de la debilidad, abrid el alma de par en par, y dejaos llevar
suavemente: hoy subo dos escalones, mañana cuatro... Al día siguiente,
quizá ninguno, porque nos hemos quedado sin fuerzas. Pero queremos querer.
Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir[14].
Es preciso gobernar,
templar el corazón y los sentimientos, mediante la razón iluminada por
la fe. «Pueden ayudarnos a ser generosos con Dios escribió don
Álvaro, pero no deben constituir el único ni el principal motor
de nuestra fidelidad, porque eso sería sentimentalismo, una deformación
del amor verdaderamente peligrosa. Bastantes personas conceden excesiva
importancia a los estados de ánimo. Cuentan mucho con el corazón y menos
con la cabeza. Si tienen ganas, si les apetece, se consideran capaces
de todo, fiados en su entusiasmo; si no, se desinflan. Nosotros hemos
de estar prevenidos contra esta insidia (...). Sólo así advertiremos,
en los momentos de prueba, que la infidelidad nunca responde a un motivo
razonable»[15].
Don Álvaro siguió muy
de cerca, en primer lugar, la llamada del Señor. Dios le había dotado
de cualidades humanas y sobrenaturales de relieve, y todo eso lo puso
al servicio de la misión recibida. Es conocida la respuesta que dio
al obispo de Madrid poco antes de recibir la ordenación sacerdotal.
Le comentó don Leopoldo que, con sus títulos civiles y académicos de
gran relevancia, don Álvaro era muy apreciado y respetado en el ambiente
eclesiástico, donde debió realizar muchas gestiones por encargo de nuestro
Padre. Pero, tras la ordenación sacerdotal presagiaba el obispo
perdería esa consideración por parte de muchos. Don Álvaro le respondió
que no le importaba: ya había entregado a Dios todo lo suyo prestigio
humano, proyectos, posibilidades profesionales desde que respondió
a la invitación del Cielo a santificarse en el Opus Dei. No le importaba
el juicio de los hombres, sino el deseo de amar a Dios y de cumplir
su Voluntad. Quiso ocultarse y desaparecer, como san Josemaría,
para ser instrumento idóneo en el servicio a la Iglesia.
Su deseo de identificarse
con el espíritu del Opus Dei se expresó gráficamente cuando fue designado
como primer sucesor de san Josemaría. Afirmó que no habían elegido a
Álvaro del Portillo, sino de nuevo a nuestro Fundador, que continuaba
dirigiendo la Obra desde el Cielo. No veía en este modo de hablar y
de proceder nada especial o fuera de lo común, pues se hallaba profundamente
convencido de que Dios le había buscado para ser la sombra de
nuestro Padre en la tierra; y luego, el conducto para comunicar gran
parte de sus gracias a los fieles del Opus Dei y a tantos otros hombres
y mujeres del mundo entero.
Vir fidélis multum
laudábitur[16],
el varón fiel será muy alabado. Con toda razón podemos aplicar esta
frase de la Escritura al queridísimo don Álvaro. Así lo hizo Juan Pablo
II en el telegrama que nos mandó el mismo día 23 de marzo de 1994, fallecimiento
de tan buen Padre y Pastor. Mientras comunicaba a todos los fieles de
la Obra su más sentido pésame, recordaba «con agradecimiento al Señor
la vida llena de celo sacerdotal y episcopal del difunto, el ejemplo
de fortaleza y de confianza en la Providencia divina que ha ofrecido
constantemente, así como su fidelidad a la Sede de Pedro y su generoso
servicio eclesial como íntimo colaborador y benemérito sucesor de (...)
Josemaría Escrivá»[17].
Otro estupendo aniversario
que nos habla de esta virtud cristiana, al final del mes, es el de la
ordenación sacerdotal de nuestro Fundador. Aquel 28 de marzo de 1925,
nuestro Padre selló de un modo nuevo, sacramental, el compromiso de
fidelidad que había ido cultivando desde que sintió los barruntos de
la llamada divina, siendo aún adolescente. Lo mantuvo actual y operativo
en todo momento, y al final de su carrera terrena podía asegurar: ¡No
vaciléis nunca! Desde ahora os digo (...) que tenéis vocación divina,
que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado
con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra
cabeza reluce como un lucero.
También tiene
su historia lo del lucero... Son esas grandes estrellas que parpadean
por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro,
como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra
vocación: la de cada uno y la mía[18].
Sigamos rezando por
la Iglesia y por el Papa, especialmente durante los ejercicios espirituales
a los que acudirá. Yo comenzaré mañana el curso de retiro, para asistir
luego al congreso con motivo del centenario de don Álvaro, organizado
del 12 al 14 en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Y hoy administraré
con el gozo de siempre el sacramento del diaconado a dos
Agregados de la Prelatura, en la parroquia de San Josemaría. Pidamos
al Señor que sean muy fieles a esta nueva llamada recibida, y extendamos
esta oración a todos los seminaristas y clérigos del mundo entero.
No deseo acabar sin
comunicaros que el 22, al celebrar la Santa Misa en la basílica de San
Eugenio, para recordar el tránsito de don Álvaro al Cielo, estaré más
unido si cabe a todas y a todos, pidiendo al Señor que nos haga enteramente
fieles y que nos llene de su afán de almas, como con frecuencia recuerda
el Papa. Apoyad, como siempre os digo, mis intenciones.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de marzo de 2014.
[1] San Josemaría, Carta
24-III-1931, n. 43.
[2] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 58.
[3] Congregación de las
Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes del Siervo de Dios
Álvaro del Portillo, Roma, 28-VI-2012.
[4] Ibid.
[5] Sal 144 (145)
13.
[6] Papa Francisco, Litt.
enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 50.
[7] Ibid., n. 10.
[8] Benedicto XVI, Homilía
en Fátima, 12-V-2010.
[9] Don Álvaro, Notas
de una reunión familiar, 11-III-1991.
[10] Mt 20, 22.
[11] Misal Romano, solemnidad
de san José, Antífona de entrada (Lc 12, 42).
[12] San Josemaría,
Notas de una reunión familiar, 19-II-1974.
[13] Don Álvaro, Carta,
1-II-1987 ("Cartas de familia", vol. I, n. 287).
[14] San Josemaría,
Notas de una meditación, febrero de 1972 ("En diálogo con el Señor",
p. 154).
[15] Don Álvaro, Carta,
19-III-1992, n. 31 ("Cartas de familia", vol. III, n. 321):
[16] Prv 28,
20.
[17] Juan Pablo II,
Telegrama a Mons. Javier Echevarría, 23-III-1994.
[18] San Josemaría,
Notas de una meditación, 19-III-1975 ("Por las sendas de la fe", Ed.
Cristiandad, Madrid 2013, p. 151).
|