|
Itinerarios
de vida cristiana
|
|
|
|
|
Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Aún resuenan en nuestra
alma, en esta tierra nuestra, las palabras de los ángeles a los pastores
de Belén, que hemos meditado en la pasada Navidad: gloria a Dios
en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace[1].
La glorificación de Dios por la encarnación y el nacimiento de su Hijo
Unigénito se encuentra indisolublemente unida a la paz y fraternidad
entre las criaturas humanas. Si podemos y debemos llamarnos hermanos,
se debe concretamente a que todos somos hijos de un mismo Padre, Dios,
que nos ha creado a su imagen y semejanza, y porque el Verbo divino,
al encarnarse como Cabeza de la humanidad, nos ha rescatado del pecado
otorgándonos el don de la filiación divina adoptiva. Esta es la gran
noticia que el ángel anunció en Belén no sólo a los hijos de Israel,
sino a todos los hombres y mujeres: mirad que vengo a anunciaros
una gran alegría, que lo será para todo el pueblo[2].
La contemplación de
Jesús en brazos de María, bajo la atenta mirada de José, ha llenado
por completo nuestros pensamientos en estas fiestas santas. Al mirar
atentamente a ese niño inerme, Creador de cielos y tierra, Verbo eterno
de Dios que se ha hecho en todo igual a nosotros, excepto en el pecado[3],
hemos prorrumpido en actos de adoración y en acciones de gracias, con
la conciencia de que nunca pagaremos lo mucho que nos ama. Continuemos
así en el año nuevo y siempre, acogiendo la repetida invitación de san
Josemaría: ut in gratiárum semper actióne maneámus. Permanezcamos
en una acción de gracias constante, por todos los beneficios que el
Señor nos ha dispensado y nos dispensará: los conocidos y los que no
conocemos, los grandes y los pequeños, los espirituales y los materiales,
los que nos han causado gozo y los que quizá nos han producido un amago
de tristeza. Con nuestro Padre os insisto, y me lo digo a mí mismo:
demos gracias por todo, porque todo es bueno[4].
Comenzamos la segunda
parte del tiempo de Navidad con la solemnidad de la Maternidad divina
de María. Nuestra mirada se fija ahora con mayor atención en esa criatura
sin par que de ese modo tan sencillo ecce ancílla Dómini[5]
dio paso a la encarnación del Verbo y nos ha convertido en hijos de
Dios en Jesucristo; hermanos con una fraternidad más fuerte que la del
común origen de Adán y Eva. ¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra
tuya "fiat" nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria.
¡Bendita seas![6].
Se realiza así una de las más profundas aspiraciones del corazón humano:
un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión
con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino
hermanos a los que acoger y querer[7].
Querer a nuestros semejantes
con verdadero amor fraterno, constituye una de las características esenciales
del mensaje cristiano. Lo subrayó el mismo Jesús a los Apóstoles: un
mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como Yo os he amado,
amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos[8].
Y comenta nuestro Padre: es necesario actualizar esa fraternidad,
que tan hondamente vivían los primeros cristianos[9].
¿Tú y yo qué hacemos? ¿Cómo rezamos por todos los pueblos? ¿Cómo nos
interesa su vida?
El mandamiento nuevo
del Señor ayuda a comprender que la fraternidad cristiana no se reduce
a mera solidaridad, no se queda en cuestión de afinidades de carácter,
de intereses comunes, de simpatía meramente humana. Busca descubrir
a Cristo en los demás; más aún, lleva a parecerse más y más a Él, hasta
poder afirmar que somos alter Christus, otros Cristos; ipse
Christus, el mismo Cristo. Esta aspiración se traduce en amar y
servir a nuestros semejantes como el Señor los sirve y los ama.
Los dos aspectos ver
a Cristo en los demás y mostrarse como una transparencia de Cristo
se complementan mutuamente. Así se evita de raíz el peligro de querer
al prójimo principalmente por su valía humana, por sus buenas cualidades,
por los beneficios que nos reporta y, en cambio, dejar a otros de lado
cuando descubrimos sus defectos y limitaciones, los aspectos menos agradables
de su personalidad. Si esa tentación se presentase alguna vez, habría
que poner la mirada de nuestra alma en Jesús, manso y humilde, que se
desvive en todo momento y en cualquier ocasión por los hombres, que
no rechaza a nadie, que sale al encuentro de los pecadores para reconducirlos
a Dios.
Esta fraternidad procede
de la fe y del ejercicio de la libertad personal. Porque la libertad
cristiana nace del interior, del corazón, de la fe, pero no es algo
meramente individual, sino que tiene manifestaciones exteriores. Entre
ellas escribe san Josemaría, una de las más características
de la vida de los primeros cristianos: la fraternidad. La fe la magnitud
del don del Amor de Dios ha hecho que se empequeñezcan hasta desaparecer
todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción
de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre, ni de
mujer: porque todos sois una cosa en Cristo Jesús (Gal 3,
28). Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las
diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología,
es esencial al cristianismo[10].
En la primera evangelización,
la que se llevó a cabo después de la Ascensión del Señor a los cielos,
la caridad fraterna de modo especial con los más necesitados física
o espiritualmente, e incluso con los perseguidores fue uno de los elementos
determinantes de la rápida expansión del cristianismo: «¡Mirad cómo
se aman!», pone Tertuliano en boca de aquellos paganos, deslumbrados
por el mensaje de Cristo. Y añade: «Mirad cómo están dispuestos a morir
el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse
unos a otros»[11].
Nunca como en nuestros
días la comunicación entre las personas ha sido más fácil, rápida y
completa. Esta realidad debería favorecer también el sentido de la unidad
entre todos los hombres. Sin embargo, como escribió Benedicto XVI, «la
sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más
hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre
los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero
no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación trascendente
de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante
el Hijo lo que es la caridad fraterna»[12].
San Josemaría predicó
incansablemente como ya he recordado la importancia capital del mandamiento
nuevo, que hizo poner por escrito en un cuadro, en la primera labor
apostólica del Opus Dei, la Academia DYA, hace ochenta años. Pero ya
antes, en el hogar familiar, había aprendido a servir a los demás olvidándose
de sí mismo. El ejemplo profundamente cristiano de sus padres facilitó
que en su corazón primero, de niño; luego de adolescente y de joven
arraigara el sentido de la fraternidad con todos, manifestada en acciones
concretas: dar limosna a los necesitados, ayudar a los compañeros en
las tareas escolares, mostrarse disponible ante las necesidades espirituales
de los demás...
Estas y otras muchas
lecciones de su vida pueden servirnos para preparar mejor la fiesta
del 9 de enero, aniversario de su nacimiento. Esa fecha nos recuerda
que el Señor eligió a san Josemaría para que fuera el padre y patriarca
de esta familia espiritual, el Opus Dei una familia sin confines de
raza, lengua o nación, que iba a nacer en el seno de la Iglesia. Con
su paternidad, empapada de cariño y de entrega, nuestro Padre nos mostró
un rayo de la paternidad divina con todos los hombres, al tiempo que
nos enseñaba a ser buenos hijos de Dios viviendo una delicada fraternidad
en la Obra y con todas las personas.
Precisamente a este
tema dedica el Papa Francisco su mensaje para la Jornada mundial de
la paz. Ya en sus primeras líneas afirma algo muy importante, que os
he señalado al recordar la vida de nuestro Fundador. Normalmente
precisa el Papala fraternidad se empieza a aprender en el seno
de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias
de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre.
La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el
fundamento y el camino primordial para la paz[13].
Todo lo que se haga
en favor de la familia defendiendo su naturaleza fundada en el designio
divino, su unidad y su apertura a la vida, su originaria vocación de
servicio repercute de modo positivo en la configuración de la sociedad
y en las leyes que la regulan. Recemos a diario por las familias del
mundo y por los legisladores, al tiempo que cada una y cada uno se empeña,
dentro de sus posibilidades, en la defensa y promoción de esta institución
natural tan necesaria para la buena marcha de la vida social. Y recemos
especialmente durante los próximos meses, en preparación de la Asamblea
extraordinaria del Sínodo de los Obispos, que el Papa ha convocado para
octubre con el objeto de estudiar cómo acometer la nueva evangelización
en el campo de la vida familiar.
En los días pasados,
meditando una vez más las homilías de nuestro Padre os recomiendo que
volváis una vez y otra sobre esos textos, que enriquecerán vuestra vida
interior, me he detenido en unas palabras que expresan con mucha claridad
el porqué del nacimiento de Jesús. Nuestro Señor ha venido a traer
la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los
ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos.
A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un
mismo Padre Dios[14].
Sentirse hermanos unos
de otros, y comportarse como tales, es don divino. La fraternidad
está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad
genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor
personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser
humano (cfr. Mt 6, 25-30). Una paternidad, por tanto, que genera
eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido,
se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia
y de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad
y a la reciprocidad.
Sobre todo prosigue
el Papa,la fraternidad humana ha sido regenerada en
y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el
"lugar" definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres
no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido
la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte,
y una muerte de cruz (cfr. Flp 2,8), mediante su resurrección
nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad
de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación
a la fraternidad[15].
Por ser un don de Dios,
la promoción de la fraternidad lleva también consigo una tarea que el
Señor encomienda a cada uno, y de la que no podemos desentendernos.
Con un realismo sano, que nada tiene que ver con una actitud pesimista,
nuestro Fundador escribía que la vida no es una novela rosa. La
fraternidad cristiana no es algo que venga del Cielo de una vez por
todas, sino una realidad que ha de ser construida cada día. Y que ha
de serlo en una vida que conserva toda su dureza, con choques de intereses,
con tensiones y luchas, con el contacto diario con personas que nos
parecerán mezquinas, y con mezquindades de nuestra parte[16].
No puedo dejar de mencionar
aquí al queridísimo don Álvaro. En cierto modo, podemos considerar este
año 2014 como el año de don Álvaro, ya que en marzo conmemoraremos
el centenario de su nacimiento y más tarde esperamos asistir, llenos
de gozo, a su beatificación. Aquí se nos ofrece, hijas e hijos míos,
un nuevo motivo de agradecimiento a Dios y una invitación a que nos
preparemos lo mejor posible para estos grandes eventos. Vivamos más
a fondo el espíritu de filiación y la fraternidad.
Sabéis que el Papa me
recibió en audiencia el 23 de diciembre. Además de impartir la bendición
apostólica a todos los fieles de la Prelatura laicos y sacerdotes,
y especialmente a los enfermos, nos ha animado a seguir trabajando
apostólicamente en todos los países donde residen fieles de la Obra.
De modo específico, nos ha alentado a realizar un fecundo apostolado
de la Confesión, que es el sacramento de la misericordia de Dios.
Inmediatamente después
de la Navidad, he realizado un breve viaje a la tierra donde vivieron
Jesús, María y José. Además de impulsar a vuestras hermanas y a vuestros
hermanos que allí trabajan, he visitado las obras de Saxum, la
futura casa de retiros y de otras actividades que se ha comenzado a
construir en memoria de don Álvaro, como acordó el Congreso General
electivo de 1994. Recemos con ilusión y perseverancia para que vayan
a buen ritmo, y procuremos colaborar de algún modo, según las circunstancias
personales, en la búsqueda de los fondos necesarios. ¡Cómo me ilusiona
el pensamiento del bien espiritual que se realizará por medio de ese
instrumento apostólico!
Como siempre, me hubiera
gustado, ¡siempre más!, pasar estas fiestas a vuestro lado: las he vivido
así, llevándoos a todas y a todos al Tabernáculo y al portal de los
nacimientos de estos Centros. No dejéis de presentar al Niño Dios todas
mis intenciones: yo he dejado a sus pies las vuestras.
Con todo cariño, os
envío mi bendición para este nuevo año.
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de enero de
2014.
[1] Lc
2, 14.
[2] Ibid., 10.
[3] Cfr. Hb 4,
15.
[4] San Josemaría, Camino,
n. 268.
[5] Lc 1, 38.
[6] San Josemaría, Camino,
n. 512.
[7] Papa Francisco, Mensaje
para la Jornada mundial de la paz de 2014, 8-XII-2013, n. 1.
[8] Jn 13, 34-35.
[9] San Josemaría, Conversaciones,
n. 61.
[10] San Josemaría,
Las riquezas de la fe, en "Los domingos de ABC", 2-XI-1969, recogido
en Por las sendas de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid 2013, pp.
31-32.
[11] Tertuliano, Apologético
39, 7 (CCL 1, 151).
[12] Benedicto XVI,
Litt. enc. Caritas in veritate, 29-VI-2009, n 19.
[13] Papa Francisco,
Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2014, 8-XII-2013, n. 1.
[14] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 106.
[15] Papa Francisco,
Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2014, 8-XII-2013, n. 3.
[16] San Josemaría,
Las riquezas de la fe, en "Los domingos de ABC", 2-XI-1969, recogido
en Por las sendas de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid 2013, pp.
34-35.
|