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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Dentro de pocas semanas
termina el Año de la fe: el Santo Padre lo clausurará el próximo día
24, en la solemnidad de Cristo Rey. En esta circunstancia os invito
a releer unas palabras que escribió nuestro Padre en una de sus homilías:
al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso,
en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una, santa, católica
y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo.
Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de
la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo
del corazón o se quedan quizá en los labios?[1].
La solemnidad de Todos
los Santos, que celebramos hoy, y la conmemoración de los fieles difuntos,
mañana, constituyen una invitación a tener presente nuestro destino
eterno. Estas fiestas litúrgicas reflejan los últimos artículos de fe.
En efecto, «el Credo cristiano profesión de nuestra fe en Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora
culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin
de los tiempos, y en la vida eterna»[2].
En pocas palabras, el
Credo resume los novísimos o postrimerías, las cosas últimas
a nivel individual y a nivel colectivo que acaecerán a cada persona
y al universo entero. Ya la recta razón es capaz de intuir que, tras
la vida terrena, hay un más allá en el que se restablecerá plenamente
la justicia, tantas veces violada aquí abajo. Pero sólo a la luz de
la revelación divina y, especialmente, con la claridad de la encarnación,
muerte y resurrección de Jesucristo estas verdades adquieren contornos
nítidos, aunque continúen envueltas en un velo de misterio.
Gracias a las enseñanzas
de Nuestro Señor, las realidades últimas pierden el sentido tétrico
y fatalista que muchos hombres y mujeres han tenido y tienen a lo largo
de la historia. La muerte corporal es un hecho evidente a todos, pero
en Cristo adquiere un sentido nuevo. No es sólo una consecuencia de
ser criaturas materiales, con un cuerpo físico que naturalmente tiende
a la disgregación, y no se queda tan sólo como ya revelaba el Antiguo
Testamento en un castigo del pecado. Escribe san Pablo: para mí,
el vivir es Cristo, y el morir una ganancia. Y en otro momento añade:
podéis estar seguros: si morimos con Él, también viviremos con Él[3].
«La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo,
el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir
una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física
consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación
a Él en su acto redentor»[4].
La Iglesia es Madre
en todo momento. Nos regeneró en las aguas del Bautismo comunicándonos
la vida de Cristo y, al mismo tiempo, la promesa de la inmortalidad
futura; luego, mediante los demás sacramentos especialmente la Confesión
y la Eucaristía se ocupó de que ese "estar" y "caminar" en Cristo se
desarrollara en nuestras almas; después, cuando llega la enfermedad
grave y, sobre todo, en el trance de la muerte, se inclina de nuevo
sobre sus hijas e hijos y nos fortalece mediante la Unción de los enfermos
y la Comunión a manera de viático: nos provee de todo lo necesario para
afrontar llenos de esperanza y de paz gozosa ese último viaje que terminará,
con la gracia de Dios, en los brazos de nuestro Padre celestial. Se
explica así que san Josemaría, como tantos santos antes y después de
él, hablando de la muerte cristiana, haya escrito unas palabras claras
y optimistas: no tengas miedo a la muerte. Acéptala, desde ahora,
generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde
Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo
que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. ¡Bienvenida sea nuestra
hermana la muerte![5].
Me viene el pensamiento
de tantas personas mujeres y hombres del Opus Dei, y parientes suyos,
amigos y cooperadores que en estos momentos están a punto de rendir
el alma a Dios. Para todas y para todos pido la gracia de un tránsito
santo, lleno de paz, en estrecha identificación con Jesucristo. El
Señor resucitado es la esperanza que nunca decae, que no defrauda (cfr.
Rm 5, 5) (...). Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas
se desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en el corazón
no se realizan. Nuestra esperanza de cristianos es fuerte, segura, sólida
en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta
a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel[6].
Os propongo que, a lo
largo de este mes dedicado a los fieles difuntos, releáis y meditéis
los párrafos que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a
los novísimos. Sacaréis motivos de esperanza y de optimismo sobrenatural,
y un impulso nuevo en la pelea espiritual de cada jornada. Incluso las
visitas a los cementerios, que en estas semanas se repiten como una
tradición piadosa en muchos lugares, pueden convertirse en ocasiones
para que quienes tratamos apostólicamente consideren las verdades eternas,
y busquen más y más a este Dios nuestro que nos sigue y nos llama con
ternuras de Padre.
Con la muerte concluye
el tiempo de realizar buenas obras y de merecer ante Dios, e inmediatamente
tiene lugar el juicio personal de cada uno. En efecto, forma parte de
la fe de la Iglesia que «cada hombre, después de morir, recibe en su
alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere
su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre»[7].
La materia principal
de este juicio versará sobre el amor a Dios y al prójimo, manifestado
en el cumplimiento fiel de los mandamientos y de los deberes de estado.
Hoy día, mucha gente elude considerar esta realidad, como si así pudieran
evitar el justo juicio de Dios, que siempre está impregnado de misericordia.
Los hijos de Dios no debemos tener miedo a la vida ni miedo a
la muerte, como se expresaba san Josemaría. Si estamos firmemente
anclados en nuestra fe; si acudimos al Señor, contritos, en el sacramento
de la Penitencia, después de haberle ofendido o para purificar nuestras
imperfecciones; si recibimos con frecuencia el Cuerpo de Cristo en la
Eucaristía, no habrá lugar para temer ese momento. Consideremos lo que
escribió nuestro Padre hace muchos años: "Me hizo gracia que hable
usted de la «cuenta» que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no
será Juez en el sentido austero de la palabra sino simplemente Jesús".
Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un
corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo[8].
Además y es para llenarse
de mayor gozo, tampoco después de la muerte la Iglesia abandona a sus
hijos: en cada Misa intercede, como buena Madre, por las almas de los
fieles difuntos, para que sean admitidas en la gloria. Especialmente
en noviembre, su solicitud le impulsa a intensificar los sufragios.
En la Obra partecica de la Iglesia hacemos amplio eco a ese
deseo, cumpliendo con cariño y agradecimiento las recomendaciones de
san Josemaría para estas semanas, ofreciendo con generosidad el Santo
Sacrificio y la Sagrada Comunión por los fieles del Opus Dei, por nuestros
parientes y cooperadores difuntos, y por todas las almas del Purgatorio.
¿Veis cómo la consideración de los novísimos no tiene nada de triste,
sino que es fuente de gozo sobrenatural? Con plena confianza aguardamos
la llamada definitiva de Dios y la consumación del mundo en el último
día, cuando Cristo vendrá acompañado de todos los ángeles a tomar posesión
de su reino. Entonces tendrá lugar la resurrección de todos los hombres
y de todas las mujeres que han poblado la tierra, desde el primero hasta
el último.
El Catecismo de la
Iglesia Católica afirma que éste «ha sido desde sus comienzos un
elemento esencial de la fe cristiana»[9].
Por eso, desde el principio, encontró incomprensiones y oposiciones.
Ocurre que «se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida
de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer
que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida
eterna?»[10]. Y realmente
así sucederá al final de los tiempos, por la omnipotencia de Dios, como
afirma explícitamente el Símbolo Atanasiano: «Todos los hombres resucitarán
con sus cuerpos, y cada uno rendirá cuenta de sus propios hechos. Y
los que hicieron el bien gozarán de vida eterna, pero los que hicieron
el mal irán al fuego eterno»[11].
La condescendencia amorosa
de nuestro Padre Dios causa maravilla. Nos creó como seres compuestos
de alma y cuerpo, de espíritu y materia, y es su designio que así volvamos
a Él, para gozar eternamente de su bondad, de su belleza, de su sabiduría,
en la vida futura. Una criatura nos ha precedido en esta resurrección
gloriosa, por singular designio del Señor: la Santísima Virgen, Madre
de Jesús y Madre nuestra, asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo.
¡Otro motivo más de esperanza y de confiado optimismo!
Tengamos muy presentes
estas promesas divinas, que no pueden fallar, sobre todo en los momentos
de dolor, de cansancio, de sufrimiento... Fijaos cómo se expresaba san
Josemaría, predicando en una ocasión sobre los novísimos: Señor,
creo que resucitaré; creo que mi cuerpo volverá a unirse con mi alma,
para reinar eternamente contigo: por tus méritos infinitos, por la intercesión
de tu Madre, por la predilección que has tenido conmigo[12].
Deseo que no penséis que esta carta es, en el menor grado, pesimista;
al contrario, nos trae a la memoria que nos aguarda el abrazo de Dios,
si somos fieles.
Después de la resurrección
de los muertos tendrá lugar el juicio final. Nada cambiará respecto
a lo que ya fue decidido en el juicio particular, pero entonces «nosotros
conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda
la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables
por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin
último. El juicio final concluye el Catecismo de la Iglesia Católica
revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas
por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte»[13].
Naturalmente, nadie
sabe cuándo ni cómo sobrevendrá este último acontecimiento de la historia,
ni la renovación del mundo material que lo acompañará: es algo que Dios
tiene reservado en su providencia. A nosotros nos corresponde velar,
porque como muchas veces anunció el Señor no sabéis el día ni la
hora[14].
En una de las catequesis
sobre el Credo, el Papa Francisco exhorta a que la meditación del juicio
jamás nos dé temor, sino que más bien nos impulse a vivir mejor el
presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para
que aprendamos cada día a reconocerle en los pobres y en los pequeños;
para que nos empleemos en el bien y estemos vigilantes en la oración
y en el amor[15].
La meditación de las verdades eternas se hace más sobrenatural en nosotros
por el santo temor de Dios, don del Espíritu Santo que nos impulsa
como comentaba san Josemaría a aborrecer el pecado en todas sus formas,
pues es lo único que puede alejarnos de los planes misericordiosos de
nuestro Padre Dios.
Hijas e hijos míos,
consideremos a fondo estas verdades últimas. Aumentará así nuestra esperanza,
nos llenaremos de optimismo ante las dificultades, nos levantaremos
una y otra vez de nuestras pequeñas o no tan pequeñas caídas Dios no
nos niega su gracia, ante el pensamiento de la bienaventuranza eterna
que Jesucristo nos ha prometido, si le somos fieles. «Esta vida perfecta
con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama
"el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones
más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»[16].
El cielo: "ni
ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las
cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman".
¿No te empujan
a luchar esas revelaciones del apóstol?[17].
Me atrevo a añadir:
¿piensas con frecuencia en el cielo? ¿Eres persona llena de esperanza,
pues el Señor te ama con su infinitud? Elevemos el corazón a la Santísima
Trinidad, que no deja ni dejará jamás de acompañarnos.
Recibisteis la noticia
de que el 18 de octubre el Santo Padre me recibió en audiencia. ¡Qué
bien se está con el Papa! Manifestó su afecto y su agradecimiento a
la Prelatura por la labor apostólica que realiza en todo el mundo. Un
motivo más, hijas e hijos míos, para que no aflojemos en la oración
por su persona, sus intenciones, sus colaboradores. Hace pocos días
leíamos en una de las lecturas de la Misa cómo Aarón y Jur sostuvieron
los brazos de Moisés desde la mañana hasta la noche, para que el guía
de Israel pudiera interceder sin cansancio por su pueblo[18].
Es tarea nuestra y de todos los cristianos sostener al Romano Pontífice,
con nuestra oración y con nuestras mortificaciones, en el cumplimiento
de la misión que Jesucristo le ha encomendado en la Iglesia.
El próximo día 22 se
cumple un nuevo aniversario de cuando san Josemaría, durante la travesía
de los Pirineos en 1937, encontró la rosa de Rialp. Ocurrió en la jornada
siguiente a la fiesta de la Presentación de Nuestra Señora, y nuestro
Padre interpretó aquel hallazgo como una señal de que el Cielo quería
que continuase su camino, para seguir desarrollando libremente su ministerio
sacerdotal en lugares donde se respetaba la libertad religiosa: otra
invitación de la Virgen a que la tratemos más.
Seguid rezando por mis
intenciones. En estos días, encomendad especialmente a los hermanos
vuestros que el día 9 recibirán el diaconado. Preparémonos para la solemnidad
de Cristo Rey con la esperanza y el optimismo que la meditación de las
verdades eternas hace crecer en nuestros corazones. Y demos gracias
a Nuestro Señor por el nuevo aniversario de la erección pontificia de
la Prelatura del Opus Dei, el próximo día 28.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de noviembre de 2013.
[1] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 129.
[2] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 988.
[3] Flp 1, 21 y
2 Tm 2, 11.
[4] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 1010.
[5] San Josemaría, Camino,
n. 739.
[6] Papa Francisco, Discurso
en la audiencia general, 10-IV-2013.
[7] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 1022,
[8] San Josemaría, Camino,
n. 168.
[9] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 991.
[10] Ibid., n.
996.
[11] Símbolo Quicúmque
o Atanasiano, 38-39.
[12] San Josemaría,
Notas de una meditación, 13-XII-1948.
[13] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 1040.
[14] Mt 25, 13.
[15] Papa Francisco,
Discurso en la audiencia general, 24-IV-2013.
[16] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 1024.
[17] San Josemaría,
Camino, n. 751.
[18] Cfr. Ex
17, 10-1.
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