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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mencionar el mes de
agosto, trae espontáneamente a la cabeza el tesoro de nuestra Madre,
porque Ella es el tipo de la Iglesia. Acudamos, muy particularmente
en estas semanas, al trato con la Virgen, para que nos obtenga de la
Trinidad una vida limpia, que nos facilite el trato con la Verdad en
todo y para todo, que nos haga mujeres y hombres de alma, insisto, limpia,
más leales a Dios, y así seremos más Iglesia, más Opus Dei.
Os escribo desde tierra
"brasileira", terminada ya la Jornada Mundial de la Juventud. Han sido
unos días de gran intensidad espiritual, muy cerca del Santo Padre,
y en compañía de los Obispos, sacerdotes y millones de fieles que han
ido a Río de Janeiro. He acudido al Señor con vuestra oración y vuestro
trabajo, para que abunden, en nosotros y en quienes tratamos, los frutos
espirituales y también los humanos: ojalá la semilla de Dios, que el
Espíritu Santo ha sembrado en tantos corazones, madure para bien de
la Iglesia y del mundo entero.
El mes pasado ha sido
pródigo en dones divinos. Comenzó con la presentación de la encíclica
Lumen fídei, con la que el Papa Francisco ha completado la trilogía
sobre las virtudes teologales iniciada por Benedicto XVI. Os invito
a meditarla pausadamente; para llenarnos de luces en la inteligencia
y de mociones en la voluntad, para comprometernos con más ardor en la
nueva evangelización.
El día 5, fecha en que
fue publicada la encíclica, se dio también a conocer la aprobación pontificia
del milagro atribuido a la intercesión de don Álvaro, que abre las puertas
a su beatificación, y también del milagro que permitirá la canonización
de Juan Pablo II. Me ha llenado de gozo la singular coincidencia de
estos dos actos pontificios en la misma fecha, que veo como manifestación
de la sintonía espiritual que existió entre aquel gran Pontífice y mi
queridísimo predecesor al frente de la Obra.
En la encíclica, el
Papa recuerda que la fe en Jesucristo y en todo lo que Él nos ha revelado
permanece intacta desde los tiempos apostólicos. ¿Cómo es posible
esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al "verdadero Jesús" a través
de los siglos?[1].
La respuesta a esta pregunta, que se formulan muchos de nuestros contemporáneos,
se reduce con total fundamento a una: por medio de la Iglesia. La
Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su
memoria. ¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo
se profundice cada vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición
apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo[2].
Esa transmisión, siempre
actual, de la Iglesia se contiene principalmente en los Símbolos y también
en otros documentos del Magisterio que exponen la doctrina de la fe;
por eso, a lo largo de estos meses, nos esforzamos en ahondar en el
Credo, ayudados por el Catecismo de la Iglesia Católica o su
Compendio, gozosos de que nuestra fe brille también en las vidas
de los santos a lo largo del año litúrgico. El milagro atribuido a la
intercesión del queridísimo don Álvaro, nos ofrece otro acicate para
poner por obra el espíritu del Opus Dei, viejo como el Evangelio,
y como el Evangelio nuevo[3]:
la búsqueda de la santificación en la vida ordinaria, que Dios confió
a san Josemaría para que lo plasmara en su alma y en la de muchas otras
personas. Apenas se hizo pública la noticia, os he sugerido que nos
adentremos más en la respuesta santa de don Álvaro: su fidelidad a Dios,
a la Iglesia y al Romano Pontífice, su plena identificación con el espíritu
de la Obra, recibido de san Josemaría, que continuó transmitiéndonos
en toda su integridad.
Y ahora me detengo en
otra de las notas características de la Iglesia: la santidad. Benedicto
XVI, para ayudarnos a gozar de esta realidad, apuntaba que, a lo largo
de este año, «será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra
fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad
y el pecado»[4]. Reflexionar
sobre la santidad de la Iglesia, manifestada en su doctrina, en sus
instituciones, en tantos hijos e hijas suyos a lo largo de la historia,
nos moverá a una profunda acción de gracias al Dios tres veces Santo,
fuente de toda santidad, a sabernos metidos en la manifestación de amor
de la Trinidad por nosotros: ¿cómo acudimos a cada Persona divina? ¿Sentimos
la necesidad de amarlas distinguiéndolas?
Al exponer la naturaleza
de la Iglesia, el Concilio Vaticano II destaca tres aspectos en los
que su misterio se expresa con mayor propiedad: el Pueblo de Dios, el
Cuerpo místico de Cristo, el Templo del Espíritu Santo; y los desarrolla
ampliamente el Catecismo de la Iglesia Católica[5].
En cada uno reverbera la nota de la santidad, que —como las demás notas—
distingue a la Iglesia de cualquier agrupación humana.
La denominación de Pueblo
de Dios remite al Antiguo Testamento. Yahvé eligió a Israel como
pueblo peculiar suyo, como anuncio y anticipo del definitivo Pueblo
de Dios que Jesucristo iba a establecer mediante el sacrificio de la
Cruz. Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de
Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz[6].
Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias:
esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia.
La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por
hombres y los hombres tenemos defectos: omnes hómines terra et cinis
(Ecclo 17, 31), todos somos polvo y ceniza[7].
Esta realidad ha de
movernos a la contrición, al dolor de amor, a la reparación, pero nunca
al desaliento o al pesimismo. No olvidemos que Jesús mismo comparó a
la Iglesia con un campo en el que crecen juntos el trigo y la cizaña;
con una red barredera que recoge peces buenos y peces malos y que, sólo
al final de los tiempos, se hará la separación definitiva entre unos
y otros[8]. A la vez,
consideremos que ya ahora, en la tierra, el bien es mayor que el mal,
la gracia más fuerte que el pecado, aunque su acción resulte a veces
menos visible. Sucede que la santidad personal de tantos fieles
—antes y ahora— no es algo aparatoso. Con frecuencia no reconocemos
a la gente común, corriente y santa, que trabaja y convive en medio
de nosotros. Ante la mirada terrena, se destacan más el pecado y las
faltas de fidelidad: son más llamativos[9].
El Señor quiere que sus hijas e hijos en el Opus Dei, y tantos otros
cristianos, recordemos a todos los hombres y mujeres que han recibido
esa vocación a la santidad, y han de esforzarse por corresponder
a la gracia y ser personalmente santos[10].
La Iglesia es el Cuerpo
místico de Cristo. «Durante el transcurso de los tiempos el Señor
Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de
su plenitud. Por estos medios, la Iglesia hace que sus miembros participen
del misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, por la gracia
del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve»[11].
La Iglesia «es, pues,
santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque no se goza de más
vida que la de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan
de esta vida, se santifican; si se apartan, contraen pecados y manchas
del alma que impiden que la santidad de la Iglesia se difunda radiante
(...). La Iglesia se aflige y hace penitencia por aquellos pecados,
y tiene el poder de librar de éstos por la sangre de Cristo y el don
del Espíritu Santo»[12].
Ante todo, el cuerpo
nos remite a una realidad viva. La Iglesia no es una asociación asistencial,
cultural o política, sino que es un cuerpo viviente, que camina y actúa
en la historia. Y este cuerpo tiene una cabeza, Jesús, que lo guía,
lo nutre y lo sostiene (...). Igual que en un cuerpo es importante que
circule la linfa vital para que viva, así debemos permitir que Jesús
actúe en nosotros, que su Palabra nos guíe, que su presencia eucarística
nos nutra, nos anime; que su amor dé fuerza a nuestro amar al prójimo.
¡Y esto siempre! ¡Siempre, siempre! Queridos hermanos y hermanas —insistía
el Santo Padre—, permanezcamos unidos a Jesús, fijémonos en Él, orientemos
nuestra vida según su Evangelio, alimentémonos con la oración diaria,
la escucha de la Palabra de Dios, la participación en los sacramentos[13].
A la vista queda que
el cuerpo humano se compone de la diversidad de órganos y miembros,
cada uno con su función propia bajo el gobierno de la cabeza, para bien
de todo el organismo. Por eso en la Iglesia, por voluntad de Dios, existe
una variedad, una diversidad de tareas y de funciones; no existe la
uniformidad plana, sino la riqueza de los dones que distribuye el Espíritu
Santo. Pero existe la comunión y la unidad: todos están en relación,
unos con otros, y todos concurren a formar un único cuerpo vital, profundamente
unido a Cristo[14].
Esta unión con Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, se ha de manifestar
necesariamente en la fuerte unión con la Cabeza visible, el Romano Pontífice,
y con los Obispos en comunión con la Sede Apostólica. Recemos cada día,
como hizo san Josemaría, por la unidad de todos en la Iglesia santa.
Desde antiguo se decía
que, en el seno del Cuerpo místico de Cristo, el Paráclito cumple la
función del alma en el cuerpo humano: le da vida, lo conserva en la
unidad, hace posible su desarrollo hasta alcanzar la perfección que
Dios Padre le ha asignado. La Iglesia no es un entramado de cosas
y de intereses, sino que es el Templo del Espíritu Santo, el Templo
en el que Dios actúa, el Templo en el que cada uno de nosotros, con
el don del Bautismo, es piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil
en la Iglesia (...). Nadie es secundario[15].
En cuanto miembros del
mismo Cuerpo místico, los cristianos podemos y debemos ayudarnos unos
a otros a alcanzar la santidad, por la Comunión de los santos, que confesamos
en el Símbolo apostólico. Además de referirse a que todos los fieles
participamos de las magnalia Dei, de las riquezas de Dios (la
fe, los sacramentos, los diversos dones espirituales), «la expresión
"Comunión de los santos" designa también la comunión entre las personas
santas (sancti), es decir, entre quienes por la gracia están
unidos a Cristo muerto y resucitado»[16]:
los santos del Paraíso, las almas que se purifican en el Purgatorio,
los que combatimos aún en la tierra las batallas de la lucha interior.
Formamos una sola familia, la familia de los hijos de Dios, para alabanza
de la Santísima Trinidad: ¿con qué entereza la cuidamos?
A san Josemaría le colmaba
de consuelo la meditación de esta verdad de fe, por la que ningún bautizado
puede sentirse solo: ni en su pelea espiritual, ni en sus dificultades
materiales. Vemos esta seguridad en Camino: Comunión de
los Santos. —¿Cómo te lo diría? —¿Ves lo que son las transfusiones de
sangre para el cuerpo? Pues así viene a ser la Comunión de los Santos
para el alma[17].
Poco después, añade: tendrás más facilidad para cumplir tu deber
al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas
de prestarles, si no eres fiel[18].
Llenémonos siempre de
mucho ánimo, hijas e hijos míos. Aunque pudiéramos sufrir un tropiezo,
aunque en ocasiones nos sintamos flojos y sin fuerzas en la pelea espiritual,
siempre cabe, con la gracia de Dios, reanudar la marcha hacia la santidad.
Estamos rodeados de una multitud de santos, de personas fieles al Señor
que comienzan y recomienzan constantemente en su vida interior.
Nos basta, por otra
parte, alzar los ojos al Cielo. Y también a esta certeza nos invita
la gran solemnidad que celebraremos el día 15: la Asunción de la Santísima
Virgen. Asentados en la intercesión de Jesucristo, que ruega constantemente
a Dios Padre por todos nosotros[19],
¡qué consuelo más grande, qué amparo más pleno nos trae la contemplación
de nuestra Madre, siempre interesada en la salvación de los cristianos
y de todos los hombres! La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a
la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga[20].
Nosotros, todos los fieles, nos esforzamos todavía por vencer en esta
noble tarea de la santidad, alejándonos enteramente del pecado y, por
eso, levantamos los ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes
para toda la comunidad de los elegidos[21].
Acudamos, pues, a Ella, en todas las vicisitudes de la Iglesia y en
las personales de cada uno. ¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te
escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María,
con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus
caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha[22].
Que este clamor de oración
suba al Cielo con mucha fuerza, desde toda la tierra, al renovar la
consagración del Opus Dei al Corazón dulcísimo e inmaculado de María,
el próximo día 15. Unidos fuertemente en la oración, pidamos a la bondad
divina todas las gracias que el mundo, la Iglesia y cada uno necesitamos.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Sitio
da Aroeira, 1 de agosto de 2013.
[1] Papa Francisco, Carta
enc. Lumen fídei, 29-VI-2013, n. 38.
[2] Ibid., n. 40.
[3] San Josemaría, Carta
9-I-1932, n. 91.
[4] Benedicto
XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 13.
[5] Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 781-810.
[6] 1 Pe 2, 9.
[7] San Josemaría, Homilía
Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[8] Cfr. Mt 13,
24-30; 47-50.
[9] San Josemaría, Homilía
Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[10] Ibid.
[11] Pablo VI, Solemne
profesión de fe (Credo del Pueblo de Dios), 30-VI-1968, n. 19.
[12] Ibid.
[13] Papa Francisco,
Discurso en la audiencia general, 19-VI-2013.
[14] Ibid.
[15] Papa Francisco,
Discurso en la audiencia general, 26-VI-2013.
[16] Compendio del
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 195.
[17] San Josemaría,
Camino, n. 544.
[18] Ibid., n.
549.
[19] Cfr. Hb
7, 25.
[20] Cfr. Ef
5, 27.
[21] Cfr. Concilio Vaticano
II, Const. dogm. Lumen géntium, n. 65.
[22] San Josemaría,
Camino, n. 516.
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