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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Todavía son muy recientes
los momentos de gran importancia, y de los que hemos sido testigos,
en la vida de la Iglesia: la elección de un nuevo Romano Pontífice.
Como sucede siempre en estos acontecimientos, hemos experimentado la
acción del Paráclito y lo que afirmaba Benedicto XVI al comenzar el
ministerio petrino: «La Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia
de estos días (...). La Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el
futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros
la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos
la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos»[1].
Con un gozo grande,
unidos a toda la Iglesia, hemos acogido todas y todos en la Obra la
elección del Papa Francisco, que ha traído consigo una ráfaga de espiritualidad,
de anhelos de mejora. La festividad de san José, día en el que el nuevo
Romano Pontífice dio inicio solemne a su ministerio de Pastor supremo
de la Iglesia universal, ha hecho especialmente tangible que el Señor,
su Madre Santísima y el santo Patriarca velan por la Iglesia en todo
momento; que la Esposa de Cristo nunca se encuentra sola entre los avatares
y fluctuaciones que encuentra en el curso de su existencia.
¿Cómo vive José su
vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia?, se preguntaba
el Papa Francisco. Y respondía: con la atención constante a Dios,
abierto a sus signos, disponible a su proyecto y no tanto al propio;
es lo que Dios pide a David (...). Dios no desea una casa construida
por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; es Dios
mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su
Espíritu. José es "custodio" porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar
por su voluntad, y precisamente por eso es aún más sensible a las personas
que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos,
está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas[2].
Como os hice notar antes de la elección, y os confirmé luego siguiendo
en todo a nuestro Padre, ya queremos al nuevo Papa con inmenso cariño
sobrenatural y humano, al tiempo que procuramos apoyar con abundante
oración y mortificación los primeros pasos de su ministerio, siempre
importantes.
Ayer comenzó el tiempo
pascual. El aleluya lleno de júbilo que sube de la tierra al
cielo en todos los rincones del planeta, manifiesta la fe inquebrantable
de la Iglesia en su Señor. Jesús, tras su afrentosa muerte en la Cruz,
ha recibido de Dios Padre, por el Espíritu Santo, una nueva vida una
vida plena de gloria en su Humanidad Santísima como confesamos los
domingos en uno de los artículos del Credo: el mismo Jesús perféctus
homo, hombre perfecto que padeció la muerte bajo Poncio Pilato
y fue sepultado, ese mismo resucitó al tercer día, según las Escrituras[3],
para no morir nunca más y como prenda de nuestra resurrección futura
y de la vida eterna que esperamos. Digamos, pues, con la Iglesia: en
verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, glorificarte
siempre, Señor, pero más que nunca en este tiempo en que Cristo, nuestra
Pascua, fue inmolado. Porque Él es el Cordero de Dios que quitó el pecado
del mundo: muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró
la vida[4].
Tratemos de ahondar,
con la ayuda del Paráclito, en este gran misterio de la fe, sobre el
que se apoya como el edificio sobre sus cimientos toda la vida cristiana.
«El misterio de la Resurrección de Cristo enseña el Catecismo de
la Iglesia Católica es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones
históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento»[5].
Lo explicaba san Pablo a los cristianos de Corinto. Porque os transmití
en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer
día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los
doce[6].
El carácter totalmente
excepcional de la resurrección de Cristo consiste en que su Humanidad
Santísima, reunidos de nuevo el alma y el cuerpo por la virtud del Espíritu
Santo, ha sido completamente transfigurada en la gloria de Dios Padre.
Es un hecho histórico del que dan testimonio testigos plenamente creíbles;
pero es, al mismo tiempo y sobre todo, objeto fundamental de la fe cristiana.
El Señor, «en su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra
vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo
de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida
divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de
Cristo que es el hombre celestial (cfr. 1 Cor 15, 35-50)»[7].
Meditemos lo que san
Josemaría escribió en una de sus homilías: Cristo vive. Jesús
es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios
no abandona a los suyos (...).
Cristo vive en su
Iglesia. "Os digo la verdad: os conviene que Yo me vaya; porque si Yo
no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo
enviaré" (Jn 16, 7). Esos eran los designios de Dios: Jesús,
muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo
permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación,
en toda su actividad.
De modo especial
Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada
Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En
toda Misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum,
et cum Ipso, et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador:
en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía. En
Jesucristo, e instruidos por Él, nos atrevemos a decir audemus
dicere Pater noster, Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar
Padre al Señor de los cielos y de la tierra.
La presencia de
Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación
de su presencia en el mundo[8].
Jesús resucitado es
también Dueño del mundo, Señor de la historia: nada sucede sin que Él
lo quiera o lo permita en vista de los designios salvadores de Dios.
San Juan nos lo presenta en el Apocalipsis en toda su gloria: en
medio de los candelabros [vi] como un Hijo de hombre, vestido
con una túnica hasta los pies, y ceñido el pecho con una banda de oro.
Su cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como nieve,
sus ojos como una llama de fuego, sus pies semejantes al metal precioso
cuando está en un horno encendido, su voz como un estruendo de muchas
aguas. En su mano derecha tenía siete estrellas, de su boca salía una
espada tajante de doble filo, y su rostro era como el sol cuando brilla
en todo su esplendor[9].
Esta soberanía de Nuestro
Señor sobre el mundo y la historia en toda su amplitud, exige que sus
discípulos nos empeñemos con todas nuestras fuerzas en la edificación
de su reino en la tierra. Una tarea que requiere no sólo amar a Dios
con todo el corazón y toda el alma, sino amar con caridad afectiva y
efectiva, con obras y de verdad[10],
a cada uno de nuestros semejantes, de modo especial a quienes se hallan
más necesitados. Se comprende muy bien, por eso escribió san Josemaría,
la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes,
con un alma naturalmente cristiana (cfr. Tertuliano, Apologético,
17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear
el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y,
todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en
ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar[11].
Ésta es, como sabéis,
una de las preocupaciones que el nuevo Papa ha manifestado desde los
primeros momentos de su pontificado. Impulsados por el ejemplo y las
enseñanzas de nuestro Padre, sigamos esforzándonos por llevar la caridad
de Cristo, la solicitud espiritual y material por los demás, al ambiente
en el que cada uno trabaja; de modo personal, pero también buscando
y urgiendo la colaboración de otras personas que manifiestan esta preocupación
por los necesitados. No olvidemos nunca que el Opus Dei nació y se reforzó,
por querer divino, entre los pobres y enfermos de las barriadas extremas
de Madrid; y a ellos se dedicó nuestro Fundador con generosidad y heroísmo,
con gran empleo de tiempo, en los primeros años de la Obra. En 1941
escribía: no hace falta recordaros, porque estáis viviéndolo,
que el Opus Dei nació entre los pobres de Madrid, en los hospitales
y en los barrios más miserables: a los pobres, a los niños y a los enfermos
seguimos atendiéndolos. Es una tradición que no se interrumpirá nunca
en la Obra[12].
Pocos años después,
san Josemaría completaba esta enseñanza con otras palabras bien claras
que, a pesar del tiempo transcurrido, conservan plena actualidad. En
estos tiempos de confusión escribía, no se sabe lo que
es derecha, ni centro, ni izquierda, en lo político y en lo social.
Pero si por izquierda se entiende conseguir el bienestar para los pobres,
para que todos puedan satisfacer el derecho a vivir con un mínimo de
comodidad, a trabajar, a estar bien asistidos si se ponen enfermos,
a distraerse, a tener hijos y poderles educar, a ser viejos y ser atendidos,
entonces yo estoy más a la izquierda que nadie. Naturalmente, dentro
de la doctrina social de la Iglesia, y sin compromisos con el marxismo
o con el materialismo ateo; ni con la lucha de clases, anticristiana,
porque en estas cosas no podemos transigir[13].
Dolía especialmente
a nuestro Fundador que el desamor y la falta de caridad con los indigentes
se diese a veces también entre cristianos. Los bienes de la tierra,
repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en
cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que
son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como
números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que
me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos
en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Todas las situaciones
por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos
piden una respuesta de amor, de entrega a los demás[14].
Hijas e hijos míos,
meditemos estas palabras y hagámoslas resonar en los oídos de muchas
personas, a fin de que el mandamiento nuevo de la caridad brille
en la vida de todos y sea como quería Jesús el distintivo de todos
sus discípulos[15].
Querría que ahondáramos en las palabras del Evangelio, tras la resurrección
de Jesús: gavísi sunt discípuli viso Dómino[16],
los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Consideremos
también que el Maestro nos sigue siempre de cerca, y hemos de descubrirlo,
de mirarle, en las circunstancias extraordinarias y ordinarias de la
vida corriente, con el convencimiento de lo que afirmaba san Josemaría:
o lo encontramos ahí, o no lo encontraremos nunca. Por eso, tras el
triunfo de Cristo, tras la seguridad de que cuenta con nosotros, ¿hemos
dado un rumbo nuevo a nuestro gáudium cum pace, a nuestra alegría
llena de paz?, ¿tiene contenido sobrenatural y humano?
A lo largo de este mes,
junto al júbilo de la Iglesia por la Pascua y por tener de nuevo a un
sucesor de Pedro en la tierra, en nuestro caso se añaden nuevos motivos
de gozo: especialmente los aniversarios de la primera Comunión y de
la Confirmación de san Josemaría el día 23. ¡Qué buena ocasión para
que pidamos al Señor por su intercesión, en las próximas semanas, la
luz abundante y la fortaleza del Espíritu Santo, para el Papa Francisco,
para la Iglesia Santa, para la humanidad! No os oculto que disfruto
recorriendo la historia del Opus Dei, la historia de las misericordias
de Dios, y pido a la Trinidad Santísima que os suceda lo mismo
a todas y a todos: no vivimos de recuerdos, sino del gozo de ver la
mano de Dios en el recorrido de la Obra, en la vida de san Josemaría.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de abril de 2013.
[1] Benedicto
XVI, Homilía en la Misa de comienzo del ministerio petrino, 24-IV-2005.
[2] Papa Francisco, Homilía
en la Misa de comienzo del ministerio petrino, 19-III-2013.
[3] Misal Romano, Símbolo
niceno-constantinopolitano.
[4] Misal Romano, Prefacio
I de Pascua.
[5] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 639.
[6] 1 Cor 15, 3-5.
[7] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 646.
[8] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 102.
[9] Ap 1, 13-16.
[10] 1 Jn 3,
18.
[11] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 111.
[12] San Josemaría,
Instrucción, 8-XII-1941, n. 57.
[13] San Josemaría,
Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 146.
[14] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 111.
[15] Cfr. Jn
13, 34-35.
[16] Jn 20, 20.
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