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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Estoy conmovido al fechar
esta carta el 1 de marzo, primer día de sede vacante en la Iglesia tras
la renuncia de Benedicto XVI al Supremo Pontificado. Desde que anunció
esta decisión, el pasado 11 de febrero, han acudido a mi mente con frecuencia
las palabras del profeta: mis pensamientos no son vuestros pensamientos,
ni vuestros caminos, mis caminos (...). Tan elevados como son los cielos
sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos
sobre vuestros pensamientos[1].
Lo estamos experimentando
una vez más en los momentos actuales, como para dejar claro si
fuera necesario que el Paráclito es quien guía a la Iglesia. Nuestro
Señor necesita lo ha querido así instrumentos humanos que
le hagan visible ante la comunidad de los creyentes; pero es siempre
Él, Jesús, el Pastor supremo, quien cuida a los pastores y a los fieles:
los fortalece en la fe, los defiende de los peligros, los ilustra con
sus luces, les suministra el alimento oportuno para que no desfallezcan
en el curso de su peregrinación hacia la patria del Cielo.
Por eso, también inmediatamente
han venido a mi corazón aquellas palabras de Jesús, dirigidas a los
Apóstoles y a los discípulos de todos los tiempos, cuando se acercaba
el momento de ausentarse visiblemente de la tierra: no os dejaré
huérfanos (...). Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que
esté con vosotros siempre[2].
El Señor no nos quiere huérfanos. Al subir el Maestro a la diestra del
Padre, confió a Pedro el timón de su barca, y esa concatenación no se
pierde, porque después de un pontificado viene otro, según la promesa
de Cristo a Simón: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella[3]. La palabra
de Cristo no puede fallar. Pero con todos los católicos
hemos de rezar, rezar y rezar, como sugerí a vuestros hermanos nada
más conocer esta noticia. Dios cuenta con nuestra plegaria por el cónclave
que se reunirá dentro de pocos días y por el nuevo Romano Pontífice
que el Señor, en su providencia, haya preparado.
Os transcribo lo que
decía nuestro Padre en momentos de sede vacante, en 1958: quería
hablaros una vez más de la próxima elección del Santo Padre. Conocéis,
hijos míos, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de María,
amamos con todas las veras de nuestra alma al Papa, quienquiera que
sea. Por eso, al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos
decididos a servirle con toda la vida.
Rezad, ofreced
al Señor hasta vuestros momentos de diversión. Hasta eso ofrecemos a
Nuestro Señor por el Papa que viene, como hemos ofrecido la Misa todos
estos días, como hemos ofrecido... hasta la respiración[4].
Mientras esperamos llenos
de fe el resultado del cónclave, agradezcamos a la Santísima Trinidad
los ocho años de pontificado de Benedicto XVI, en los que ha ilustrado
de modo admirable, con su magisterio, a la Iglesia y al mundo. No me
detengo a describir los variados campos en los que lo ha ejercido; destacaré
sólo cómo ha invitado a todos a creyentes y no creyentes, con
fuerza nueva y gran claridad a redescubrir a Dios, Creador y Redentor
del mundo, que es sobre todo Amor, y a valorar a la criatura humana
en cuanto creada a imagen de Dios y, por tanto, digna de todo respeto.
Ha puesto de relieve cómo la fe y la razón, lejos de oponerse una a
otra, pueden cooperar juntas a un mayor conocimiento de Dios y a una
más profunda comprensión del hombre. Ha mostrado cómo es posible caminar
hacia la amistad divina, destacando el sentido profundo de la adoración
a Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, realmente presente en la Sagrada
Eucaristía. Ha impulsado con decisión el ecumenismo, con la mirada puesta
en la anhelada unión de los cristianos. Ha indicado las vías para la
verdadera renovación de la Iglesia, siguiendo las líneas trazadas por
el Concilio Vaticano II en continuidad fiel con la Tradición y el Magisterio
de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Por esto, y por muchos
otros servicios que no es posible mencionar ahora, los cristianos también
los demás hombres y mujeres de buena voluntad hemos adquirido
una deuda de gratitud con Benedicto XVI; un débito que sólo es posible
pagar rezando por su persona e intenciones, correspondiendo a lo que
él ha asegurado que hará por nosotros. Pienso que, en estos momentos,
nos hacemos cargo de que le hemos amado mucho y deseamos continuar así:
porque sólo con amor se paga la paternidad fiel con que nos ha cuidado.
Aprovechemos estas circunstancias para preguntarnos: ¿vivo a diario
la jaculatoria omnes cum Petro ad Iesum per Maríam?
¿Con qué fuerza y atención rezo la oración de las Preces por el Papa?
Al hilo de las sugerencias
de la Carta apostólica Porta fídei, avancemos en la consideración
de los artículos del Credo en este Año de la fe. Os invito a profundizar
en otra de las verdades que confesamos cada domingo. Después de manifestar
nuestra fe en la Encarnación, se nos impulsa a recordar la Pasión, Muerte
y Sepultura de Nuestro Señor Jesús: hechos históricos realmente sucedidos
en un lugar y en un tiempo determinados, como certifican no sólo los
evangelios, sino muchas otras fuentes. A la vez, estos auténticos acontecimientos,
por su significado y sus efectos, sobrepasan las meras coordenadas históricas,
pues se trata de eventos salvíficos, es decir, portadores de la salvación
operada por el Redentor.
La Pasión y Muerte del
Señor, así como su Resurrección, profetizadas en el Antiguo Testamento,
encierran una finalidad y un sentido sobrenatural únicos. No fue un
hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios hecho hombre, el Verbo encarnado,
quien se inmoló en la Cruz por todos, en expiación de nuestros pecados.
Y ese único sacrificio de reconciliación se hace presente en nuestros
altares, de modo sacramental, cada vez que se celebra la Santa Misa:
¡con qué piedad diaria hemos de celebrar o participar en el Santo Sacrificio!
Meditemos con calma
el Credo. El llamado "Símbolo de los Apóstoles", que se puede rezar
especialmente durante la Cuaresma, afirma que Nuestro Señor Jesucristo
padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre
los muertos[5]. Lo
mismo con ligeras variantes enseña el símbolo de fe que
habitualmente se reza en la Misa, siguiendo la formulación de los primeros
Concilios ecuménicos. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña
que «la muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada
constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de
Dios, como lo atestigua san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su
primer discurso de Pentecostés: "Fue entregado según el determinado
designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23)»[6].
Lo había advertido antes
el mismo Jesús: por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para
tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy libremente.
Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es
el mandato que he recibido de mi Padre[7].
De este modo, el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo,
ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres
(...). Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios
Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén.
A lo largo de los tres años que con Él convivieron los discípulos, le
oyen repetir incansablemente que su alimento es hacer la voluntad de
Aquel que le envía (cfr. Jn 4, 34). Hasta que, a media tarde
del primer Viernes Santo, se concluyó su inmolación. Inclinando
la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30). Con estas palabras
nos describe el apóstol San Juan la muerte de Cristo: Jesús, bajo el
peso de la Cruz con todas las culpas de los hombres, muere por la fuerza
y por la vileza de nuestros pecados[8].
¡Qué agradecimiento
debemos tener a Nuestro Señor, por el amor inconmensurable que nos ha
demostrado! Libremente y por amor ha ofrecido el sacrificio de su vida,
no sólo por la humanidad tomada en su conjunto, sino por cada una, por
cada uno de nosotros, como expone san Pablo: diléxit me et trádidit
seípsum pro me[9],
me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí. Más aún. Con expresión
fuerte, el mismo Apóstol apunta el colmo del amor redentor de Jesucristo,
al afirmar: a Él, que no conoció pecado, [Dios Padre] lo hizo
pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios[10].
A este propósito, decía
Benedicto XVI en una audiencia: ¡qué maravilloso y, a la vez, sorprendente
es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad.
Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría
de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina,
su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo
de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su
rango", asumiendo la miserable y débil condición humana[11].
«En su designio de salvación
enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, Dios
dispuso que su Hijo no solamente "muriese por nuestros pecados" (1 Cor
15, 3), sino también que "gustase la muerte", es decir, que conociera
el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo,
durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la
Cruz y el momento en que resucitó»[12].
Así se puso de manifiesto, con mayor evidencia aún, la realidad de la
muerte de Jesús y la extensión de la buena nueva de la salvación a las
almas que se hallaban en el "sheol" o "infierno"; así denomina la Escritura
al estado en que se encontraban todos los difuntos, privados de la visión
de Dios porque aún no se había llevado a cabo la Redención. Pero ese
"descenso" de Cristo tuvo efectos desiguales: «Jesús no bajó a los infiernos
para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación,
sino para liberar a los justos que le habían precedido»[13]:
una muestra más de la justicia y la misericordia de Dios, que hemos
de valorar y agradecer.
Se acerca la Semana
Santa; busquemos sacar aplicaciones personales de las escenas que la
liturgia nos mueve a considerar. Meditemos en el Señor herido
de pies a cabeza por amor nuestro[14],
invitaba san Josemaría. Detengámonos sin prisa en los últimos momentos
del paso de Nuestro Señor por la tierra. Porque en la tragedia
de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana.
La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la
consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras
almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus,
otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos
sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales,
que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), para
realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la
voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre[15].
Preparémonos ya para
asistir con honda devoción a la liturgia del Triduo pascual. Cada uno,
además, puede fijarse otros modos concretos para aprovechar mejor esas
jornadas. Junto a las numerosas manifestaciones existentes de religiosidad
popular, como las procesiones, los ritos penitenciales, no olvidemos
que hay un ejercicio de piedad, el "vía crucis", que durante todo
el año nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente
en nuestro espíritu el misterio de la Cruz, de avanzar con Cristo por
este camino, configurándonos así interiormente con Él[16].
Revivamos con piedad
el vía crucis durante la Cuaresma, cada uno del modo que más le ayude:
lo importante se centra en meditar con amor y agradecimiento la Pasión
del Señor. Desde la oración en Getsemaní hasta la muerte y sepultura,
los evangelios nos ofrecen abundante materia para la oración personal.
También nos pueden servir las consideraciones de los santos y de muchos
autores espirituales. Escuchemos la sugerencia de san Josemaría: Señor
mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos
a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate[17].
Atrevámonos a decir: Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir
aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que
nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin in libertátem
glóriæ filiórum Dei, en la libertad y la gloria de los hijos de Dios[18].
De este modo abriremos
más y más el alma para recibir con fruto las gracias que Jesús nos ha
traído con su gloriosa Resurrección y prepararemos el pontificado del
próximo Papa. Apoyemos con nuestras oraciones y sacrificios la tarea
de los cardenales reunidos en el cónclave para elegir al sucesor de
san Pedro, a quien ya amamos con toda el alma: esta intención puede
ser clave para nuestra presencia de Dios en el tiempo de sede vacante.
Necesito añadir, para
terminar, que días atrás realicé un rápido viaje a Vilnius, capital
de Lituania, donde además de reunirme con los fieles de la Prelatura
y con otras personas, recé en dos ocasiones físicamente y con
constancia durante la jornada ante la imagen de la Virgen de la
Puerta de la Aurora, a la que con tanta devoción veneran en aquellas
tierras. Encomendé especialmente el momento actual de la Iglesia; también
vosotras y vosotros estuvisteis muy presentes en mi oración. De regreso
a Roma, comencé, como todos los años, el curso de retiro espiritual
en la primera semana de Cuaresma. También durante esos días me acordé
de todos y de cada uno, encomendando vuestras necesidades espirituales
y materiales, especialmente a las enfermas y a los enfermos. Amad mucho
cuidadla la unidad de la Obra, acudiendo a la protección
de san José.
En unión de oraciones
y de sacrificios, apoyados en los de Benedicto XVI, con todo cariño,
os bendice
vuestro
Padre
+ Javier
Roma, 1 de marzo de 2013
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[1] Is 55, 8-9.
[2] Jn 14, 18 y
16.
[3] Mt 16, 18.
[4] San Josemaría, Notas
de una reunión familiar, 26-X-1958.
[5] Misal Romano, Símbolo
apostólico.
[6] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 599.
[7] Jn 10, 17-18.
[8] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 95.
[9] Gal 2, 20.
[10] 2 Cor 5,
21.
[11] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 8-IV-2009.
[12] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 624.
[13] Ibid., n.
633.
[14] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 95.
[15] Ibid., n.
96.
[16] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 4-IV-2007.
[17] San Josemaría,
Vía Crucis, prólogo.
[18] Ibid.
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