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El Evangelio de hoy tomado del capítulo cuarto de san Lucas es la continuación de aquel del pasado domingo. Nos encontramos aún en la sinagoga el Nazaret, el pueblo donde Jesús ha crecido y donde todos conocen a él y a su familia. Ahora, luego de un tiempo de ausencia, Él ha regresado en una manera nueva: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, haciendo entender que aquella palabra se refiere a Él. Este hecho suscita el desconcierto de los nazarenos: por una parte, « Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22); san Marcos refiere que muchos decían: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?» (6,2). Pero por otra parte, sus paisanos lo conocen muy bien: «Es uno como nosotros dicen . Su reclamo no puede que ser más que presunción» (La infancia de Jesús, 11). «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22), que es como preguntarse: ¿qué aspiraciones puede tener un carpintero de Nazaret? Justamente conociendo esta cerrazón, que confirma el proverbio «nadie es profeta en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros cumplidos por los grandes profetas Elías y Eliseo a favor de personas no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel. A este punto la reacción es unánime: todos se levantan y lo echan fuera, y hasta tratan de lanzarlo a un precipicio, pero Él, con soberana tranquilidad, pasa en medio de la gente enfurecida y se va. Aquí viene espontáneo preguntarse: ¿cómo así Jesús ha querido provocar esta fractura? Al inicio la gente se admiraba de él, y quizás habría podido obtener cierto consenso pero justamente este es el punto: Jesús no ha venido para buscar el consenso de los hombres, sino como dirá a la final a Pilato para «dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, listo a responder personalmente. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero también el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios. En la liturgia de hoy resuenan también estas palabras de san Pablo: «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad» (1 Cor 13,4-6). Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto con el que Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerlo y a servirlo en los demás. En esto la actitud de María es iluminador. ¿Quién más que ella tuvo familiaridad con la humanidad de Jesús? Pero jamás se escandalizó como los paisanos de Nazaret. Ella custodiaba en su corazón el misterio y supo acogerlo una y otra vez, cada vez más, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y a la plena luz de la Resurrección. Que María nos ayude a recorrer con fidelidad y con gozo este camino. | ||||||||
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