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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Al considerar el inmenso
amor de Dios a los hombres, que se manifiesta sobre todo en el misterio
de la Encarnación, nos quedamos removidos: así comienza
nuestro Padre su homilía "Hacia la santidad"[1],
y pienso que también nosotros deseamos asumir esa disposición interior
al recitar el Credo. ¡Con qué gratitud lo confesamos, al afirmar que
el Verbo eterno de Dios tomó carne en el seno de la Virgen María, por
obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre! Al compás de estas palabras
nos inclinamos profundamente en dos ocasiones al año, nos arrodillamos,
porque el velo que escondía a Dios, por decirlo así, se abre y su
misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se convierte en el
Emmanuel, "Dios con nosotros". Cuando escuchamos las Misas compuestas
por los grandes maestros de música sacra decía el Santo Padre
en una reciente audiencia (...) notamos inmediatamente cómo
se detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar
con el lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden
manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre[2].
En las semanas anteriores,
hemos seguido los pasos de Jesús en la tierra ayudados por la liturgia:
primero en el taller de Nazaret y luego por los caminos de Judea y Galilea.
Os sugiero que ahora, al meditar en este gran misterio del Dios hecho
hombre, nos detengamos en los diversos momentos de la vida terrena del
Señor. Porque Jesús no sólo tuvo un verdadero nacimiento humano en Belén,
sino que anduvo entre nosotros durante más de treinta años, conduciendo
una existencia plenamente humana. San Josemaría nos movía a agradecerle
que haya tomado nuestra carne, asumirla con todas sus consecuencias;
e insistía: Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado[3].
El Concilio Vaticano II nos recuerda que el Hijo de Dios «trabajó con
manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad
de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se
hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros,
excepto en el pecado»[4].
Mientras pensamos en
la vida del Señor, es muy importante recuperar el asombro ante este
misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento:
Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros
caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma
vida (cfr. 1 Jn 1, 1-4)[5].
Ahondemos, pues, con el auxilio de la gracia, en las consecuencias de
ese hacerse Dios hombre perfecto: Jesús nos da ejemplo de cómo comportarnos
en todo momento de acuerdo con la dignidad que nos ha alcanzado
como verdaderos hijos de Dios. Durante el año litúrgico, rememoraremos
nuevamente, con un sentido nuevo, sus principales enseñanzas. Tratemos
de asimilarlas personalmente, procurando reproducirlas en nuestra existencia
cotidiana: éste es el camino seguro no hay otro para alcanzar
la santidad a la que el Señor llama a todos los cristianos. Él mismo
señaló en el Evangelio: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (...);
nadie va al Padre si no es a través de mí[6].
Desde muy joven, a quienes
se acercaban a su labor pastoral y a los que él mismo buscaba
para llevarlos al Señor, porque no caben pausas en el apostolado, san
Josemaría les mostraba la senda para seguir a Cristo en la vida ordinaria.
Dios le concedió una luz especial para descubrir el contenido salvífico
de la existencia de Cristo en Nazaret, que como afirma el Catecismo
de la Iglesia Católica «permite a todos entrar en comunión
con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana»[7].
Lo afirmó expresamente Benedicto XVI al reconocer que en la conducta
y en los escritos de nuestro Fundador brilla con fuerza particular un
rayo de la luz divina contenida en el Evangelio, precisamente por haber
enseñado que la santidad puede y debe alcanzarse en las circunstancias
normales de la existencia cristiana[8],
compuesta de horas de trabajo, de dedicación a la familia, de relaciones
profesionales y sociales...
En efecto, Dios puso
en el corazón de san Josemaría el ansia de hacer comprender a
personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta
doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que
el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está
también la perfección cristiana[9].
Y le iluminó para fundar el Opus Dei, camino de santificación en
el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios
del cristiano[10].
Su espíritu es una guía segura para quienes desean encontrar a Cristo,
ir tras de Él y amarle en medio de los afanes terrenos, en todas las
encrucijadas de la tierra.
El misterio de la Encarnación
nos habla de la entrega de Dios a toda la humanidad. El Verbo divino,
haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí
mismo por nosotros (...), asumió nuestra humanidad para darnos su divinidad.
Éste es el gran don. También en nuestro donar explica el Santo
Padre no es importante que un regalo sea más o menos costoso;
quien no logra dar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco.
Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el compromiso
de la entrega de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio
de la Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo,
sino que se ha dado a sí mismo en su Hijo unigénito[11].
Y lo mismo espera de cada una, de cada uno.
A mediados de mes comienza
la Cuaresma, un tiempo especialmente adecuado para revisar nuestro comportamiento
y mirar si estamos siendo generosos con Dios y con los demás por Dios.
En la segunda lectura del Miércoles de Ceniza, el Apóstol de las gentes
nos dice de parte del Señor: en el tiempo favorable te escuché. Y
en el día de la salvación te ayudé. Mirad, ahora es el tiempo favorable,
ahora es el día de la salvación[12].
Más adelante, en la misma epístola, nos impulsa a servir a Dios en todo
momento: con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias;
(...) en fatigas, desvelos y ayunos; con pureza, con ciencia, con longanimidad,
con bondad, en el Espíritu Santo, con caridad sincera[13].
Estas palabras
del Apóstol escribió san Josemaría deben llenaros
de alegría, porque son como una canonización de vuestra vocación de
cristianos corrientes, que vivís en medio del mundo, compartiendo con
los demás hombres, vuestros iguales, afanes, trabajos y alegrías. Todo
eso es camino divino. Lo que os pide el Señor es que, en todo momento,
obréis como hijos y servidores suyos.
Pero esas circunstancias
ordinarias de la vida serán camino divino, si de verdad nos convertimos,
si nos entregamos. Porque San Pablo habla un lenguaje duro. Promete
al cristiano una vida difícil, arriesgada, en perpetua tensión. ¡Cómo
ha sido desfigurado el cristianismo, cuando ha querido hacerse de él
una vía cómoda! Pero también es una desfiguración de la verdad pensar
que esa vida honda y seria, que conoce vivamente todos los obstáculos
de la existencia humana, sea una vida de angustia, de opresión o de
temor.
El cristiano es
realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos
los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio
y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia
al egoísmo. El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de
entereza humana y de la fortaleza que recibe de Dios[14].
Antes de proseguir,
me parece necesario que nos detengamos a pensar: ¿me preparo para vivir
esas semanas de modo penitente? ¿Deseo adentrarme en el holocausto de
Jesucristo? ¿Rechazo todo miedo a la mortificación?
Enfocar de este modo
cristiano como acabo de mencionar, citando a nuestro Padre
las vicisitudes de la existencia, en las que muchas veces se manifiestan
el sufrimiento y los límites de la criatura, es el único modo de entender
a fondo la realidad de la condición humana. Para encontrar sentido a
las preocupaciones e incluso angustias que puedan producir las penalidades
de la vida el dolor, la falta de trabajo, la enfermedad, la muerte...,
se necesita una fe sincera en el amor infinito de Dios. Sólo a la luz
del Verbo encarnado, todo encuentra sentido. Con la Encarnación del
Hijo de Dios tiene lugar una nueva creación, que da la respuesta completa
a la pregunta: "¿Quién es el hombre?". Sólo en Jesús se manifiesta completamente
el proyecto de Dios sobre el ser humano[15].
Lo expresó con claridad
el último Concilio ecuménico: «Realmente, el misterio del hombre sólo
se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo nuestro
Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre
y le descubre la grandeza de su vocación»[16].
Hijas e hijos míos,
insisto una vez más: pongamos empeño para sacar mucho provecho de la
lectura del Evangelio; y, para eso, meditemos a fondo los episodios
de la vida de Nuestro Señor. San Josemaría nos pidió siempre que no
leyéramos esos pasajes como si fueran ajenos a nosotros, sino entrando
en las escenas como un personaje más, con nuestras flaquezas
y nuestros deseos de mejora, llenándonos de asombro ante la Humanidad
Santísima de Jesucristo y apoyándonos en su fortaleza divina.
Seguir a Cristo:
éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como
aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos.
No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia,
que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm
13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo.
Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de
nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán
la posibilidad de admirarlo, de seguirlo[17].
En las primeras semanas
del Tiempo ordinario, y luego en la Cuaresma, la Iglesia nos presenta
escenas en las que resaltan tanto la divinidad como la humanidad del
Señor. Junto a los grandes milagros que ponen de manifiesto su naturaleza
divina, somos también testigos de la realidad de su naturaleza humana:
pasaba hambre y sed, se agotaba físicamente en las largas caminatas
de un lugar a otro, se llenaba de alegría al encontrar corazones que
se abrían a la gracia y se colmaba de pena cuando otros se resistían.
Comentando uno de esos momentos, por ejemplo, san Josemaría exclamaba:
tenía hambre. ¡El Hacedor del universo, el Señor de todas las
cosas padece hambre! ¡Señor, te agradezco que por inspiración
divina el escritor sagrado haya dejado ese rastro en este pasaje,
con un detalle que me obliga a amarte más, que me anima a desear vivamente
la contemplación de tu Humanidad Santísima! Perféctus Deus, perféctus
homo (Símbolo Quicúmque), perfecto Dios, y perfecto Hombre
de carne y hueso, como tú, como yo[18].
Si perseveramos en este
camino, desde Nazaret hasta la Cruz, se abrirán para nosotros las puertas
de la vida divina en toda su amplitud. Porque tratando a Cristo hombre,
aprendemos a tratar a Cristo Dios y, en Él y por Él, al Padre y al Espíritu
Santo: al Dios uno y trino. Aseguraba nuestro Fundador que, en la senda
de la santidad, llega un momento en el que el corazón precisa distinguir
y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento,
el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica
que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente
con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente
a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo:
¡los dones y las virtudes sobrenaturales! 19].
Y añade san Josemaría:
¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética
o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar,
el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque
el Señor lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé
a su tiempo es cada día más exigente. Eso es ya contemplación
y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo
adelante por su propia vía espiritual son infinitas, en
medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la
cuenta[20].
A mediados de este mes,
casi coincidiendo con el comienzo de la Cuaresma, es el aniversario
de aquellas dos intervenciones de Dios en el camino de la Obra, el 14
de febrero de 1930 y de 1943: ¡setenta años de esta cercanía del Cielo
al Opus Dei! En esa jornada de acción de gracias, deseamos que nuestra
oración llegue a Dios por manos de la Santísima Virgen, nuestra Madre,
a la que veneramos especialmente con el título de Mater Pulchræ Dilectiónis,
Madre del Amor Hermoso, con el que le honra la Iglesia y que tanto agradaba
a nuestro Padre.
Pocos días después,
el 19, el queridísimo don Álvaro celebraba su santo. Apoyándonos en
que la Iglesia ha reconocido que practicó de modo heroico todas las
virtudes, acudamos a su intercesión, pidiendo a Dios que también nosotros
sepamos recorrer fielmente la senda de nuestra vocación cristiana, buscando,
encontrando y amando a Jesucristo en las circunstancias que entretejen
cada una de nuestras jornadas. Gracias a Dios, la historia de la Obra
también tiene otros aniversarios, que estoy seguro viviréis
con la actualidad de cuando ocurrieron: no permitamos, como nos avisaba
nuestro Padre, que se queden en simples recuerdos, como si se tratara
de sucesos antiguos, ya consignados a la historia.
Con todo cariño, os
bendice y os pide oraciones
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de febrero de 2013.
[1] Cfr. San Josemaría,
Amigos de Dios, n. 294.
[2] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 2-I-2013.
[3] San Josemaría, Notas
de una meditación, 25-XII-1972.
[4] Concilio Vaticano
II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.
[5] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 9-I-2013.
[6] Jn 14, 6.
[7] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 533.
[8] Cfr. Benedicto XVI,
Exhort. apost. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 48.
[9] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 148.
[10] Oración a san Josemaría.
[11] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 9-I-2013.
[12] Misal Romano, Miércoles
de Ceniza, Segunda lectura (2 Cor 6, 2).
[13] 2 Cor 6,
4-6.
[14] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 60.
[15] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 9-I-2013.
[16] Concilio Vaticano
II, Const past. Gaudium et spes, n. 22.
[17] San Josemaría,
Amigos de Dios, n. 299.
[18] San Josemaría,
Amigos de Dios, n. 50.
[19] Ibid., n.
306.
[20] Ibid., n.
308.
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