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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
A lo largo de las santas
fiestas de la Navidad, nos hemos acercado muchas veces a la gruta de
Belén para contemplar a Jesús en brazos de su Madre. Hemos ido para
adorarle, movidos también por el deseo de representar de algún modo
a la humanidad entera. Y hoy, al comenzar el nuevo año, leemos con emoción
en la segunda lectura de la Misa unas palabras de san Pablo: al llegar
la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que
recibiésemos la adopción de hijos[1].
En nuestras almas crece
el afán de comunicar a todo el mundo esta buena nueva, como repetía,
¡con novedad!, nuestro Padre, al llegar estas fiestas del nacimiento
del Señor. Querríamos que le trataran muy bien en todos los rincones,
que le recibieran con cariño en el mundo entero. Y habremos procurado
cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman,
entonando villancicos, esas canciones populares que cantan pequeños
y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana. ¿Os habéis
fijado que siempre hablan de ir a ver, a contemplar, al Niño Dios? Como
los pastores, aquella noche venturosa: vinieron a toda prisa, y
hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre (Lc
2, 16)[2].
Llenos de asombro, hemos
contemplado en los días pasados esta gran manifestación de la benevolencia
divina. ¡No cesemos de asombrarnos! Es preciso mirar al Niño,
Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante
de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también
por la fe, ahondar en su contenido[3].
Por eso, además de imitar a los pastores que acudieron con prontitud
a la gruta, podemos fijarnos en el ejemplo de los Magos, a quienes recordaremos
en la próxima solemnidad de la Epifanía. Gracias a su fe humilde, aquellos
hombres superaron las dificultades que encontraron en su prolongado
viaje. Dios iluminó sus corazones para que, en la luz de una estrella,
descubrieran el anuncio del nacimiento del Mesías. Fueron dóciles, y
esa disponibilidad les condujo hasta Belén. Allí, entrando en el lugar
donde se alojaba la Sagrada Familia, vieron al Niño con María, su
Madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron
presentes: oro, incienso y mirra[4].
Seamos también nosotros
dóciles a las mociones de la gracia, que nos llega por medio de los
sacramentos; también en la oración personal, al meditar las escenas
del evangelio, y al aceptar de buen grado los consejos de la dirección
espiritual, tratando de ponerlos en práctica. Resulta totalmente lógica
la exhortación de santo Tomás de Aquino: «Debido a la debilidad de la
mente humana, y del mismo modo que necesita ser conducida al conocimiento
de las cosas divinas, así requiere también ser conducida al amor como
de la mano, por medio de algunas cosas sensibles que nos resultan fácilmente
conocidas. Y entre éstas, la principal es la Humanidad de Jesucristo,
según lo que decimos en el Prefacio de Navidad: "Para que conociendo
a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas
invisibles"»[5].
El Credo de la Misa
expone con suma sencillez el misterio de la Encarnación redentora, al
confesar que el Hijo de Dios, por nosotros, los hombres, y por nuestra
salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de
María, la Virgen, y se hizo hombre[6].
En estas pocas palabras, que pronunciamos o cantamos acompañadas de
una inclinación profunda, se narra el acontecimiento central de la historia,
que nos ha abierto las puertas del Cielo. En ese texto, como en una
filigrana, se escucha el eco de las tres narraciones de la Encarnación
que nos transmiten los evangelios. San Mateo, al relatar la anunciación
del misterio a san José, pone en boca del ángel los mismos términos
referentes al Hijo de la Virgen María: le pondrás por nombre Jesús,
porque Él salvará a su pueblo de sus pecados[7].
La encarnación y el nacimiento de Jesús manifiestan la infinita bondad
divina: como no podíamos volver a Dios por nuestras propias fuerzas,
a causa del pecado el original y los personales, Él salió a nuestro
encuentro: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito,
para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna[8].
Os recuerdo aquella consideración de nuestro Padre, con la que nos urgía
a vivir una fe actual, profunda: se termina perdiendo la fe, si
no nos quedamos pasmados ante los misterios de Dios[9].
¿Cuidamos con delicadeza el trato con Jesús? ¿Agradecemos esa omnipotencia
del Señor que reclama nuestra sumisión, como prueba de amor?
Verbum caro factum
est[10]. El Verbo
de Dios no sólo se ha acercado para hablarnos, como antes en el Antiguo
Testamento, sino que se ha hecho uno de nosotros, descendiente de Adán
y Eva, al tomar carne y sangre de la Virgen María; igual en todo a nosotros
excepto en el pecado[11].
Ha querido venir al mundo para enseñarnos que pueden ser divinos
todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones,
todas las tareas honestas[12],
y nos insta a que los recorramos santamente, con perfección sobrenatural
y humana. ¡Qué infinita y maravillosamente se nos acerca el Dios
con nosotros!
San Lucas, al narrar
la anunciación a Nuestra Señora, recoge la conversación del Arcángel
Gabriel con María, explicándole el designio de Dios: el Espíritu
Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios[13].
En Santa María converge la mirada amorosa de las tres Personas divinas,
que la habían elegido desde la eternidad para ser la auténtica arca
de la alianza, el refugio de los pecadores, porque en su seno purísimo
iba a tomar carne humana el Hijo de Dios. Su respuesta inmediata y decidida
fiat mihi secúndum verbum tuum[14],
hágase en mí según tu palabra abrió paso a este gran y consolador misterio.
Cada día, al recitar el Ángelus, conmemoramos ese momento singular de
la historia de la salvación. ¿Con qué devoción surge nuestro rezo? ¿Damos
gracias a Nuestra Señora desde el fondo del alma, por su entrega total
al cumplimiento del designio divino? Saboreemos más y más la consideración
de san Josemaría: ¡oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya "fiat"
nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. ¡Bendita seas![15].
Todas estas razones,
y muchas más que cabría enumerar, se pueden resumir en una sola: «El
Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina"
(2 Pe 1, 4): "Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo
hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar
en comunión con el Verbo, y recibir así la filiación divina, se convirtiera
en hijo de Dios"»[16].
Jesucristo es realmente
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad: el Hijo del eterno Padre
que ha asumido verdaderamente nuestra naturaleza humana, sin dejar de
ser Dios. Jesús no es un ser en parte divino y en parte humano, como
una mezcla imposible de la divinidad y la humanidad. Es perféctus
Deus, perféctus homo, como proclamamos en el Quicúmque o
Símbolo Atanasiano. Esforcémonos por adentrarnos a fondo en esta verdad;
pidamos al Paráclito que nos ilumine para captarla con más hondura,
convirtiéndola en vida de nuestra vida, y para comunicarla con santo
entusiasmo a los demás. No olvidemos que hemos de manifestar en todo
momento, en cualquier circunstancia, el orgullo santo de ser hermanos
de Jesús, hijos de Dios Padre en Cristo.
Considerémoslo una vez
más: «La fe verdadera consiste en que creamos y confesemos que Nuestro
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios, engendrado
de la misma sustancia del Padre antes del tiempo; y hombre, engendrado
de la sustancia de su Madre Santísima en el tiempo. Perfecto Dios y
perfecto hombre: que subsiste con alma racional y carne humana. Es igual
al Padre según la divinidad; menor que el Padre según la humanidad.
Y, aunque es Dios y hombre, no son dos Cristos, sino un solo Cristo.
Uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asunción
de la humanidad en Dios. Uno absolutamente, no por confusión de sustancia,
sino en la unidad de la persona»[17].
Evidentemente nos encontramos
ante un misterio tan esplendoroso que la razón queda deslumbrada al
considerarlo. Sucede y la analogía se queda muy pobre como cuando
alguien intenta mirar directamente al sol y debe apartar los ojos porque
no cabe resistir a tanta luz. Ante el misterio de la Encarnación, no
hay más alternativa que la que señalaba nuestro Padre: hacen falta
las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la
grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones
humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz
que guía la vida de los hombres[18].
Precisamente en la gruta
de Belén se manifiesta no sólo la infinita caridad de Dios a sus criaturas,
sino también su insondable humildad. Ese Niño que emite sus primeros
vagidos, que tiene frío, que está necesitado del calor de María y de
José, es el Dios todopoderoso y eterno, que, sin abandonar el Cielo
para venir a la tierra, quiso despojarse de la gloria de su divinidad:
siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el
ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de
siervo, hecho semejante a los hombres[19].
Ante tan maravillosa realidad, se entiende que nuestro Padre exclamara
con frecuencia: ¿por qué me quieres tanto, Señor?
La paradoja cristiana
comenta Benedicto XVI consiste precisamente en la identificación
de la Sabiduría divina, es decir, el Logos eterno, con el hombre
Jesús de Nazaret y con su historia. No hay solución a esta paradoja,
si no es en la palabra "Amor", que en este caso naturalmente se debe
escribir con "A" mayúscula, pues se trata de un Amor que supera infinitamente
las dimensiones humanas e históricas[20].
Para que quedase claro
que la humildad resulta imprescindible para recibir la luz de la Encarnación,
la Escritura nos cuenta que los primeros testigos del anonadamiento
divino aparte de María y de José fueron unos pobres pastores que velaban
sus rebaños en los alrededores de Belén; gente llana y poco considerada
por los demás. El Señor se fijó en ellos porque «lo que atrae la benevolencia
de Dios es sobre todo la humildad del corazón»[21].
El mismo Jesús, años más tarde, dará gracias a su Padre celestial: porque
has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado
a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien[22].
También los Magos reconocieron
al Mesías porque fueron sencillos, generosamente atentos al signo divino.
Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a
su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos,
que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén,
no ya una estrella, sino uno de sus ángeles (cfr. Lc 2, 9). Pero,
pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la
disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios[23].
Recuerdo con emoción
las veces que san Josemaría ponía ante nuestros ojos la escena del nacimiento
del Señor. Hablaba de la cátedra de Belén, donde
Jesús Niño nos imparte muchas lecciones; entre otras, y especialmente,
la de la humildad, para que aprendamos a rendir nuestro orgullo y nuestra
soberbia, contemplando al divino Infante. Admiremos además que, al fijarse
en la Virgen María para hacerla Madre suya, le atrajo hablando a lo
humano especialmente su humildad, su bajeza: porque ha puesto los
ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones[24].
Esta disposición, que
hemos de pedir al Señor, no excluye la aspiración a lograr más eficacia
en la tarea que nos ocupa a cada uno, poniendo todos los medios humanos
a nuestro alcance para mejorar, para honrar a Dios con nuestro quehacer.
Al contrario, como expone el Santo Padre, se trata de estudiar, de
profundizar en los conocimientos manteniendo un espíritu de "pequeños",
un espíritu humilde y sencillo, como el de María, la "Sede de la Sabiduría".
¡Cuántas veces hemos tenido miedo de acercarnos a la cueva de Belén
porque estábamos preocupados de que pudiera ser obstáculo para nuestro
espíritu crítico y para nuestra "modernidad"! En cambio, en esa cueva
cada uno de nosotros puede descubrir la verdad sobre Dios y la verdad
sobre el hombre, sobre sí mismo. En ese Niño, nacido de la Virgen, ambas
verdades se han encontrado: el anhelo de la vida eterna por parte del
hombre enterneció el corazón de Dios, que no se avergonzó de asumir
la condición humana[25].
En esta batalla santa
para que sólo Dios brille en nosotros, en nuestro trabajo, en nuestro
apostolado, acudamos a la intercesión de nuestro Padre, especialmente
el día 9, aniversario de su nacimiento, y el 13, aniversario de su bautismo,
rogándole que nos obtenga más luces del cielo. No ceséis de rezar por
la Iglesia y por el Papa, por los apostolados de la Obra, bien unidos
a mis intenciones y conscientes de que necesitamos de la oración de
nuestros hermanos los cristianos.
Gracias a Dios, la labor
va creciendo en todas partes, pero hemos de llegar a más personas, a
más ambientes, a nuevos lugares: Jesús nos lo reclama desde las pajas
de Belén, porque desea que colaboremos con Él en la misión de la Iglesia
de llevar la redención a todas las almas. He experimentado las hambres
de Dios de tantas y tantas personas, también en mi reciente viaje a
Verona ¡qué estupendamente bien se está con vosotros, con los demás!,
a mediados del mes pasado, y las "veo" en las noticias que recibo desde
todas las partes del mundo.
Al comenzar el nuevo
año, en esta solemnidad de la maternidad divina de María, y en las diferentes
fechas que en este mes jalonan la historia de la Obra, invoco acudiendo
a nuestra Madre la bendición del Señor sobre cada uno de vosotros y
vuestras familias, sobre vuestros trabajos y vuestras labores de apostolado.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de enero de 2013.
Notas
[1] Misal Romano, Solemnidad
de Santa María Madre de Dios, Segunda lectura (Gal 4, 4-5).
[2] San Josemaría, Notas
de una meditación, 25-XII-1973.
[3] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 13.
[4] Mt 2, 11.
[5] Santo Tomás de Aquino,
Suma Teológica, II-II, q. 82, a. 3 ad 2.
[6] Misal Romano, Ordinario
de la Misa, Símbolo niceno-constantinopolitano.
[7] Mt 1, 21.
[8] Jn 3, 16.
[9] San Josemaría, Notas
de una conversación, 25-X-1973.
[10] Jn 1, 14.
[11] Cfr. Hb
4, 15.
[12] San Josemaría,
Conversaciones, n. 26.
[13] Lc 1, 35.
[14] Lc 1, 38.
[15] San Josemaría,
Camino, n. 512.
[16] Catecismo de
la Iglesia Católica. n. 460. La cita proviene de san Ireneo de Lyon,
Contra las herejías, 3, 19, 1 (PG VII/1, 939).
[17] Símbolo Quicúmque
30-36 (Denz. 76).
[18] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 13.
[19] Flp 2, 6-7.
[20] Benedicto XVI,
Homilía en las Vísperas del 17-XII-2009.
[21] Beato Juan Pablo
II, Discurso en la audiencia general, 6-XI-1996.
[22] Mt 11, 25-26.
[23] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 33.
[24] Lc 1, 48.
[25] Benedicto XVI,
Homilía en las Vísperas del 17-XII-2009.
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