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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
La Iglesia, siguiendo
la voz del sucesor de Pedro, desea que todos los fieles reafirmemos
nuestra adhesión a Jesucristo, que meditemos con mayor profundidad en
las verdades que Dios nos ha revelado, que renovemos el afán cotidiano
de seguir con alegría el camino que nos ha marcado, y que a la vez nos
esforcemos más por darle a conocer con el apostolado a otras personas.
Agradezcamos ya desde ahora a la Trinidad Santísima las abundantes ayudas
que estoy seguro derramará sobre las almas en los próximos meses;
nada más lógico, por tanto, que sepamos corresponder a esas bondades
del Cielo.
Me propongo referirme
cada mes a algún punto de nuestra fe católica para que cada una, cada
uno, reflexione sobre ese tema en la presencia de Dios y trate de sacar
consecuencias prácticas. Como recomienda el Santo Padre, detengámonos
en los artículos de la fe contenidos en el Credo. Porque, se pregunta
Benedicto XVI, ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde
encontramos las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que
constituyen la luz para nuestra vida cotidiana?[1].
El mismo Papa nos ofrece la respuesta: en el Credo, en la Profesión
de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al acontecimiento originario
de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto
lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto:
"Os transmití en primer lugar lo que yo también recibí (...)"(1 Cor
15, 3-4)[2].
Con ocasión de otro
año de la fe, proclamado por Pablo VI en 1967, también san Josemaría
nos invitaba a ahondar en el contenido del Credo. Renovemos periódicamente
el propósito de ajustarnos a este consejo. Después de recordar una vez
más que en el Opus Dei procuramos siempre y en todo sentíre
cum Ecclésia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra[3],
añadía: por eso quiero que recordemos ahora juntos, de un
modo necesariamente breve y sumario, las verdades fundamentales del
Credo santo de la Iglesia: del depósito que Dios al revelarse le ha
confiado[4]. Siempre,
insisto, pero más especialmente a lo largo de este año, desarrollemos
un intenso apostolado de la doctrina. A diario vemos que resulta más
necesario, pues hay muchos que se consideran cristianos, e incluso católicos,
y no están en condiciones de presentar las razones de su fe a quienes
todavía no han recibido el anuncio evangélico, o a quienes conocen deficientemente
esas verdades transmitidas por los Apóstoles y que la Iglesia conserva
fielmente.
Benedicto XVI ha manifestado
su anhelo de que este año sirva a todos para profundizar en las verdades
centrales de la fe acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda
la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando en las afirmaciones
del Credo. Y desearía que quedara claro proseguía que estos contenidos
o verdades de la fe (fides quæ) se vinculan directamente a nuestra
cotidianidad; piden una conversión de la existencia, que da vida
a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios,
encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en juego nuestra
vida, porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano[5].
Son dos aspectos inseparables:
adherirse a las verdades de la fe con la inteligencia, y esforzarse
con la voluntad para que informen plenamente nuestras acciones, hasta
las más pequeñas, y especialmente los deberes propios de la condición
de cada uno. Como escribió nuestro Fundador, tanto a la moción
y a la luz de la gracia, como a la proposición externa de lo que debe
creerse, se ha de obedecer en un supremo y liberador acto de libertad.
No se favorece la obediencia a la acción íntima del Espíritu Santo,
en el alma, impugnando la obediencia a la proposición externa y autorizada
de la doctrina de la fe[6].
La consecuencia es clara:
hemos de querer y de esforzarnos para conocer más y mejor la doctrina
de Cristo, y así transmitirla a otras personas. Lo conseguiremos, con
la ayuda de Dios, deteniéndonos a meditar atentamente los artículos
de la fe. No basta un aprendizaje teórico, sino que es preciso descubrir
el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y
nuestra existencia cotidiana, a fin de que estas verdades sean como
siempre lo han sido luz para los pasos de nuestro vivir, agua que rocía
las sequedades de nuestro camino, vida que vence ciertos desiertos de
la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano,
que ahí encuentra su fundamento y su justificación[7].
Recemos con piedad o meditemos esta profesión de fe, pidiendo luces
al Paráclito para amar y familiarizarnos más con estas verdades.
Por eso, en nuestras
conversaciones apostólicas, así como en las charlas de doctrina cristiana
a quienes se acercan a la labor de la Prelatura, no cesemos de recurrir
al estudio y repaso del Catecismo de la Iglesia Católica o de
su Compendio. E igualmente los sacerdotes acudamos con perseverancia
a esos documentos en nuestras meditaciones y pláticas. Así todos trataremos
de confrontar nuestra existencia diaria con esos puntos de referencia
contenidos en el Catecismo. Muchas veces viene a mi memoria la
reiterada lectura que san Josemaría hacía del catecismo de san Pío V
no existía entonces el actual, y también del catecismo de san Pío
X, que recomendaba a quienes le escuchaban en sus conversaciones.
Creo en un solo Dios,
Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible
y lo invisible[8].
El primer artículo del Credo expresa la fe de la Iglesia en la existencia
de un Dios personal, creador y conservador de todas las cosas, que gobierna
el universo entero, y especialmente a los hombres, con su providencia.
Ciertamente, cuando se mira con ojos limpios, todo habla a gritos
de este Dios y Creador nuestro. El Señor que premió a Pedro por su
fe, haciéndole Cabeza de su Iglesia Santa (cfr. Mt 16, 13-19),
nos premia también a los cristianos creyentes con una claridad nueva:
en efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos entre los
creyentes, pues Dios se lo declaró; porque desde la creación del mundo,
lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos
mediante las criaturas (cfr. Rm 1, 20)[9].
Os sugiero, como ya os escribí, que recitéis el Credo con fe nueva,
que lo proclaméis con alegría, y que os refugiéis en esas verdades tan
imprescindibles para los cristianos.
Todos conocemos que,
a consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó herida
profundamente, por lo que se hizo difícil que los hombres pudieran conocer
con claridad y sin mezcla de error, con las solas fuerzas de la razón
natural, al único verdadero Dios[10].
Y por eso mismo, Dios, en su bondad y misericordia infinitas, fue revelándose
progresivamente a lo largo del Antiguo Testamento hasta que, por medio
de Jesucristo, llevó a cabo la plenitud de la revelación. Enviando a
su Hijo en la carne, nos ha manifestado claramente no sólo las verdades
que el pecado había ofuscado, sino la intimidad de su propia vida divina.
En el seno de la única naturaleza divina, subsisten desde la eternidad
tres Personas realmente distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
unidas indisolublemente en una maravillosa e inexpresable comunión de
amor. «El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central
de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo.
Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz
que los ilumina»[11].
«Es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los "misterios escondidos
en Dios que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto"
(Conc. Vaticano I: DS 3015)»[12].
La revelación de su
vida íntima, para hacernos participar de ese tesoro mediante la gracia,
constituye el regalo más precioso con el que nos ha favorecido el Señor.
Un don completamente gratuito, fruto exclusivo de su bondad. Resulta
lógica, pues, la recomendación de nuestro Fundador: con espíritu
de adoración, de contemplación amorosa y de alabanza, hemos de rezar
siempre el Credo[13].
Pido a san Josemaría
que nos empeñemos en pronunciar la palabra credo, creo, con la
pasión santa con que la repetía en muchas ocasiones a lo largo de la
jornada. También nos aconsejaba: aprende a alabar al Padre y al
Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la
Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios
Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en
Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu
Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima[14].
Y continuaba: hace falta esta devoción como un ejercicio sobrenatural
del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre se
vierta en palabras[15].
¿Sacamos partido de esas recomendaciones? ¿Queremos "creer" como Dios
espera que lo hagamos? ¿Nos aporta seguridad este creer en Dios omnipotente
y eterno?
El primer artículo del
Credo constituye la roca firme sobre la que se basan la fe y la conducta
cristiana. Como decía Benedicto XVI la víspera de inaugurar el Año de
la fe, debemos aprender la lección más sencilla y fundamental del
Concilio [Vaticano II], es decir, que el cristianismo en su esencia
consiste en la fe en Dios, que es Amor trinitario, y en el encuentro,
personal y comunitario, con Cristo que orienta y guía la vida: todo
lo demás se deduce de esto (...). El Concilio nos recuerda que la Iglesia,
en todos sus componentes, tiene la tarea, el mandato, de transmitir
la palabra del amor de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida
la llamada divina que contiene en sí nuestra bienaventuranza eterna[16].
Resulta, pues, necesario
profundizar más y más en el primer artículo de la fe. ¡Creo en Dios!:
esta primera afirmación se alza como la más fundamental. Todo el símbolo
habla de Dios y, si se refiere también al hombre y al mundo, lo hace
por su relación a Dios. Los demás artículos de esa profesión de fe dependen
del primero: nos empujan a conocer mejor a Dios tal como se reveló progresivamente
a los hombres. En consecuencia, por contener algo tan fundamental, resulta
necesario que no admitamos ningún género de cansancio para comunicarlo
a otros. Como os recordaba al comienzo de estas líneas, no nos faltará
la ayuda divina para cumplir esta tarea.
Durante el mes de noviembre,
la liturgia nos invita a considerar de modo especial las verdades eternas.
Con san Josemaría os repito: es preciso que no perdamos nunca
de vista ese fin sublime al que hemos sido destinados. ¿Qué aprovecha
al hombre ganar todo el mundo, si pierde el alma? ¿O qué podrá dar el
hombre a cambio de su alma? (Mt 16, 26). Único es nuestro
último fin, de hecho sobrenatural, que recoge, perfecciona y eleva nuestro
fin natural, porque la gracia supone, recoge, sana, levanta y engrandece
la naturaleza[17].
Convenzámonos de que
vivir el Credo, integrarlo en toda nuestra existencia, nos hará entender
mejor y amar más nuestra estupenda dependencia de Dios, saborear la
alegría incomparable de ser y de sabernos hijos suyos. El Catecismo
de la Iglesia Católica nos recuerda que la fe comporta consecuencias
inmensas para nuestra vida. Nos impulsa, en primer lugar, a reconocer
la grandeza y majestad de Dios, adorándole; a permanecer en una constante
actitud de acción de gracias por sus beneficios; a valorar la verdadera
dignidad de todos los hombres y mujeres, creados a imagen y semejanza
de Dios y, por eso, dignos de veneración y respeto; a usar rectamente
de las cosas creadas que el Señor ha puesto a nuestro servicio; a confiar
en Él en todas las circunstancias, y especialmente en las adversas[18].
Antes de terminar, os
propongo que aumentemos expresamente nuestras oraciones por los frutos
de la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización,
que ha finalizado pocos días atrás. Aspiremos a que en el mundo, de
polo a polo, se note el soplo del Paráclito moviendo los corazones de
los fieles católicos a colaborar activamente en esta nueva primavera
de la fe, que el Papa promueve insistentemente.
Encomendad de modo especial
a los hermanos vuestros que recibirán el diaconado el próximo día 3
en la Basílica de San Eugenio. Y redoblemos nuestras acciones de gracias
a la Trinidad, de cara al 28 de noviembre, fecha en que se cumplirán
treinta años de la erección del Opus Dei en prelatura personal. ¡Cuántos
frutos espirituales se han producido desde entonces, como aseguraba
el queridísimo don Álvaro, al escribir que con el cumplimiento de la
intención especial de nuestro Padre vendrían sobre la Obra toda
clase de bienes: ómnia bona páriter cum illa![19].
Hagamos llegar nuestro
agradecimiento al Cielo por manos de la Santísima Virgen, recurriendo
también al primer sucesor de san Josemaría, que tanto rezó, sufrió y
trabajó para que fuera realidad ese encargo que le había confiado nuestro
Fundador. Y la manera de concretar esta gratitud está al alcance de
cada una, de cada uno: una fidelidad sólida a Dios, comenzando y recomenzando
cada día en el empeño de tratarle más íntimamente.
Con todo cariño, os
bendice,
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de noviembre de 2012.
[1] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 17-X-2012.
[2] Ibid.
[3] San Josemaría, Carta
19-III-1967, n. 5.
[4] Ibid.
[5] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 17-X-2012.
[6] San Josemaría, Carta
19-III-1967, n. 42.
[7] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 17-X-2012.
[8] Misal Romano, Credo
(Símbolo niceno-constantinopolitano).
[9] San Josemaría, Carta
19-III-1967, n. 55.
[10] Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 36-38.
[11] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 234.
[12] Ibid., n.
237.
[13] San Josemaría,
Carta 19-III-1967, n. 55.
[14] San Josemaría,
Forja, n. 296.
[15] Ibid.
[16] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 10-X-2012.
[17] San Josemaría,
Carta 19-III-1967, n. 59.
[18] Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 222-227.
[19] Sb 7, 11.
Cfr. Carta, 28-XI-1982, n. 4 (Cartas de familia, vol.
II, n. 313).
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