Carta del Prelado del Opus Dei sobre el Año de la Fe
El Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, ha escrito una carta extensa con motivo del Año de la Fe. Señala la necesidad de una nueva evangelización, así como la exigencia de conocer y profesar la propia fe, uniéndose a Cristo por la oración.
Roma, 29 de septiembre www.opusdei.org
Vivir la Santa Misa
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana

SUMARIO

NECESIDAD DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO
Ejemplo de los primeros cristianos
Es cuestión de fe
Un firme punto de apoyo

ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS
La investigación y la enseñanza
Armonía entre fe y razón
La moralidad pública
La institución familiar
 
CONOCER Y PROFESAR LA FE
Ejemplos de fe
El ejemplo de san Josemaría
Pedir la fe y profundizar en esta virtud
 
FORMACIÓN DOCTRINAL
Formación en la doctrina de la Iglesia
Profundizar en la doctrina de la fe

UNIÓN CON CRISTO MEDIANTE LA ORACIÓN Y EL SACRIFICIO
Unión con Cristo en la Cruz
Meterse en las Llagas de Cristo
Recurrir al Espíritu Santo
El arma de la oración
La sal de la mortificación
 
LA TAREA APOSTÓLICA
Cada uno en su puesto
Como el fermento en la masa
¡Mar adentro!
Poner todos los medios

A MODO DE CONCLUSIÓN
Piedad eucarística
Veni, Sancte Spíritus!
La devoción mariana

* * *

Queridísimos: ¡que Jesús os guarde!

1. Todos hemos experimentado una gran alegría con la Carta apostólica Porta fídei, en la que el Papa nos anunciaba el Año de la fe. Benedicto XVI no se ha ahorrado esfuerzos para presentar los contenidos fundamentales del Evangelio, con un lenguaje accesible a los hombres del siglo XXI. Y en esta línea, con ocasión del quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, convocó el 11 de octubre de 2011 un Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, para concluirse en la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, el 24 de noviembre de 2013. El inicio de este año coincide además con el vigésimo aniversario de la constitución apostólica Fídei depósitum, con la que el beato Juan Pablo II ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, un texto de extraordinario valor para la formación personal y para la catequesis que hemos de desarrollar sin tregua en todos los ambientes.

El Año de la fe  se presenta, pues, como una nueva llamada a cada uno de los hijos de la Iglesia para que tomemos conciencia viva de la fe, nos esforcemos por conocerla mejor y ponerla fielmente en práctica y, al mismo tiempo, nos empeñemos en difundirla, comunicando su contenido –con el testimonio del ejemplo y de la palabra– a las innumerables personas que no conocen a Jesucristo o que no le tratan.

Se duele el Santo Padre de que un gran número de cristianos –también entre los que se consideran católicos– «se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ésta, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»[1].

2. No resultan nuevas estas consideraciones. Por paradójico que pueda parecer, ya desde la conclusión del Concilio Vaticano II se entreveía el peligro de que, en amplios sectores de la Iglesia, el entusiasmo suscitado por aquella Asamblea pudiera quedarse en meras palabras, sin afectar en profundidad a la vida de los fieles; o que incluso, en aras de equivocadas interpretaciones y aplicaciones de las enseñanzas conciliares, el genuino espíritu cristiano acabara asimilándose equivocadamente al espíritu del mundo, en lugar de elevar el mundo al orden sobrenatural.

Quienes afrontamos aquellos tiempos, recordamos el dolor con que Pablo VI –una vez finalizado el Concilio– se lamentaba con frecuencia ante la gran crisis de fe, de disciplina, de liturgia, de obediencia, que se cernía sobre esos sectores de la Iglesia. San Josemaría se hacía eco de esa preocupación del Santo Padre y, en una carta dirigida a sus hijos, escrita poco antes de la clausura del Concilio, nos manifestaba: «Conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles a las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia hasta en los menores detalles, obrando no ya como súbditos de una autoridad, sino con piedad de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo de Cristo.

»No os he ocultado tampoco mi dolor ante la conducta de los que no han vivido el Concilio como un acto solemne de la vida de la Iglesia y una manifestación del obrar sobrenatural del Espíritu Santo, sino como una oportunidad de afirmación personal, para dar rienda suelta a las propias opiniones o, peor aún, para hacer daño a la Iglesia.

»El Concilio está terminando: se ha anunciado repetidas veces que ésta será la última sesión. Cuando la carta que ahora os escribo llegue a vuestras manos, se habrá iniciado ya el periodo postconciliar, y mi corazón tiembla al pensar que pueda ser ocasión para nuevas heridas en el cuerpo de la Iglesia.

»Los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice»[2].

No había el menor atisbo de pesimismo en san Josemaría, al hablar así; quería resaltar que, entonces y en todas las circunstancias, hacen falta mujeres y hombres de fe.

3. A pesar de los esfuerzos del Magisterio en el último medio siglo, y del testimonio fiel de gran número de personas, entre las que no han faltado los santos, la desorientación ha ido extendiéndose por el mundo entero. Escribe el Papa: «No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cfr. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cfr. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y con el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cfr. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: "Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna" (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: "¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios–" (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: "La obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado" (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación»[3].

4. El Año de la fe nos ofrece una ocasión magnífica para profundizar en el tesoro divino que hemos recibido y, con la gracia de Dios, difundir esta virtud en ondas concéntricas que lleguen muy lejos; se nos presenta una oportunidad inmejorable para dar un fuerte impulso a la nueva evangelización que necesita el mundo, comenzando por nuestra mejora diaria, con hechos, en el trato con las tres Personas de la Trinidad, amparándonos precisamente en la fe que tuvieron María y José, a los que tanto contempló y admiró san Josemaría, para dar pasos en su identificarse con Cristo, con la Voluntad divina. Si deseamos mover a las almas para que se acerquen a Dios, hemos de hablarles, ante todo, con nuestra vida de cristianos.

Conocemos que nuestro Padre volvió los ojos de modo incesante a los Apóstoles, a los primeros cristianos. En los Doce y en aquellas primitivas comunidades de hombres y mujeres que siguieron a Cristo, brillaba con fuerza la seguridad de su fe en Cristo, en sus enseñanzas. Supieron y quisieron escudriñar el paso del Redentor por los caminos de la humanidad. No es exagerado pensar que retendrían, con mucha fuerza, las múltiples ocasiones en las que Jesucristo reclamaba con exigencia, a los enfermos, a los tullidos, a ellos mismos, que acudieran a Él con fe, que rezaran o pidieran con fe. Como también resulta evidente que guardarían bien grabada en el alma aquella reprensión paterna, clara, sobre su falta de fe, precisamente antes de confiarles que fueran por todo el mundo para llevar la Buena Nueva (cfr. Mc 16, 14-15).

Salta a la vista que los primeros cristianos eran conscientes de que también a ellas y a ellos –son maravillosos los muchos testimonios que nos han transmitido con su conducta– les correspondía creer firmemente en la gracia del Cielo, para dar cumplimiento al mandato de extender las enseñanzas del Maestro.

Los Doce, y aquellos hermanos y hermanas nuestros, fueron conscientes de que esa virtud, tan exigida por el Hijo de Dios, abría el camino a la esperanza de que el plan redentor se cumpliría. A la vez, su amor y agradecimiento al Dios Uno y Trino se hizo cada día más recio, más apostólico, es decir, capaz también de arrastrar hacia la Verdad a personas de todos los ambientes y profesiones.

5. Hijas e hijos míos, otro tanto sucede ahora, porque los medios –como nos repetía san Josemaría– son los mismos: el Evangelio –¡vivido!– y el Crucifijo.

Pregonemos a toda hora que redescubrir el gozo y la seguridad de la fe es obligación de la Iglesia universal, de toda la Iglesia: por tanto, no sólo tarea de los pastores, sino que compete a todos los fieles. Lógicamente, los pastores han de ir por delante, con su ejemplo y sus exhortaciones, como escribe el Papa en el motu proprio con el que ha convocado este especial tiempo en la Iglesia; pero invita además a todos a asumir esa exigencia de transmitir a los demás el tesoro de la predicación de Jesucristo.

La Congregación para la Doctrina de la Fe, en una nota del pasado 6 de enero, aconseja a los Obispos dedicar una carta pastoral a este tema, teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de fieles que se les ha confiado[4]. Es lo que me he propuesto realizar con estas líneas, que no buscan más finalidad que transmitiros un estímulo más para que cada uno, por su cuenta y también en comunión con los demás, admire de nuevo la belleza de esa fe que ha recibido de Dios, la ponga en práctica en su existencia diaria y la difunda sin respetos humanos.

Ese documento afirma también que «los santos y beatos son los auténticos testigos de la fe»[5]; por este motivo, recomienda a los Pastores que se esfuercen por dar a conocer la vida y la doctrina de tantos santos. Nada más consecuente, por tanto, que en estas páginas me inspire frecuentemente en las enseñanzas escritas y orales de san Josemaría, amadísimo Fundador del Opus Dei, un santo que, por los frutos que ha producido, nos muestra con qué total adhesión confió en Dios.

NECESIDAD DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN
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6. La humanidad ha caminado y caminará siempre, también ahora, hambrienta de la palabra y del conocimiento de Dios, aunque muchas personas no sean conscientes de esa profunda necesidad de sus almas. Y a quienes el Señor nos ha concedido el don de la fe, nos incumbe el deber de despertarnos y de despertar a quienes se hallan sumidos en ese letargo de muerte, de ineficacia. El Año de la fe, que se inaugura en el marco de la Asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a la nueva evangelización, supone otro acicate para todos. Ha llegado el momento de apresurar la marcha, como proceden los corredores cuando se aproximan a la meta de una carrera.

Conservo muy vivamente la memoria de cómo el Venerable Siervo de Dios Álvaro del Portillo nos alentaba a participar personalmente en la tarea de la nueva evangelización. Ya en la Navidad de 1985, escribió una carta pastoral con sugerencias para colaborar más intensamente en la recristianización de algunos países, en los que se manifestaba principalmente un debilitamiento progresivo de la vida cristiana. Alertaba contra el nuevo paganismo procedente de esas naciones más desarrolladas económicamente, que –así advertía– se caracterizaba, como ahora, «por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento»[6].

A esa ingente tarea apostólica ha venido a sumarse la necesidad de atender también a los pueblos y sociedades de la Europa central y oriental que, durante decenios, han estado sometidos al yugo del materialismo comunista, y que –con un prolongado y silencioso martirio– nos han sostenido a los demás en la libertad.

Cada día hemos de renovar el deseo de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de las realidades humanas. Para eso, se precisa crecer en el trato personal con Dios y en la entrega a los demás, contribuyendo con nuestro granito de arena –la entrega diaria total– a la construcción de un mundo renovado por la gracia y la sal del Evangelio, que el Señor ha encomendado a sus discípulos. Si alguna vez pugnara por entrar en el alma el pesimismo, al no recoger enseguida el fruto de nuestros afanes, deberíamos arrojar lejos esa desesperanza, porque no somos nosotros –tan poca cosa, tan llenos de defectos– los que han de sacar adelante los planes divinos. Las diferentes perícopas de la Escritura, en sus múltiples alusiones, nos confirman que inter médium móntium pertransíbunt aquæ (Sal 103/104, 10). Esta certeza se opone hasta al menor atisbo de desaliento, aunque los obstáculos puedan llegar a las mismas cumbres; y ese camino es el oportuno para que nos lleguemos al Cielo, seguros de que las aguas divinas enjugan y también impulsan todas nuestras limitaciones para llegar a estar con Dios.

7. Acuden a mi mente unas palabras de san Josemaría, escritas poco antes de su marcha a la casa del cielo. Al contemplar la crisis de fe, de virtudes y de valores que ya entonces –era el año 1973– se había desatado en muchos ambientes, manifestaba lleno de sentido sobrenatural y de celo apostólico: «En los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo»[7]. Hemos de ocuparnos de que muchas mujeres y muchos hombres acojan la vida de la gracia, y se amparen y robustezcan en este refugio.

La nueva evangelización resulta especialmente urgente en Europa y en los países más desarrollados. En la exhortación apostólica Ecclésia in Europa, el beato Juan Pablo II retrataba la situación religiosa de la sociedad en el viejo continente. Aunque iba destinada a recoger las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos de Europa, sus afirmaciones cabía aplicarlas en gran medida a otros muchos lugares. En efecto, después de veinte siglos, aun en países de gran tradición cristiana, «crece el número de las personas no bautizadas, sea por la notable presencia de emigrantes pertenecientes a otras religiones, sea porque también los hijos de familias de tradición cristiana no han recibido el Bautismo»[8]. La conclusión del Papa recogía que, «de hecho, Europa ha pasado a formar parte de aquellos lugares tradicionalmente cristianos en los que, además de una nueva evangelización, se impone en ciertos casos una primera evangelización»[9]. Primera evangelización y nueva evangelización: dos formas de anuncio del Evangelio que hoy nos exige la situación de la Iglesia y del mundo.

8. La realidad del «misionero –con misión– y no llamarte misionero», a la que san Josemaría se refiere en el punto 848 de Camino, se sitúa en el momento radical y originario de la misión –como mi Padre me envió a mí, así os envío Yo a vosotros  (Jn 20, 21)–, que configura las formas históricas que la misión de Cristo tomará en la vida de la Iglesia: desde el cuidado de la vida de fe de los católicos (pastoral, fraternidad), a la proclamación de Cristo Salvador a los paganos (primer anuncio, evangelización); desde el trato fraterno con los cristianos no católicos para impulsarlos a la plena comunión (ecumenismo), al nuevo anuncio de Cristo y de su doctrina a los bautizados que lo han abandonado y rechazan su doctrina (nueva evangelización). Los fieles del Opus Dei, desde su plena secularidad, estamos llamados a asumir esas diferentes dimensiones de la "misión" única de la Iglesia.

San Josemaría lo repetía con insistencia: «Somos misioneros, con misión, sin llamarnos misioneros. Misioneros, lo mismo en las calles asfaltadas de Roma, de Nueva York, de París, de México, de Tokio, de Buenos Aires, de Lisboa o de Madrid, de Dublín o de Sidney, que en el corazón de África»[10]. La necesidad de comunicar el primer anuncio de la fe no se limita ya a aquellos países tradicionalmente conocidos como tierras de misión, sino que, desgraciadamente, afecta a todo el globo, y a esta magna tarea hemos de dedicarnos.

Pero esta responsabilidad no puede quedarse en meras consideraciones; cada una y cada uno ha de pensar: yo, ¿cómo contribuyo? Y aun antes, hemos de ponderar cómo influye la fe en nuestro actuar, y también si sabemos agradecer a diario este don y, como consecuencia, si buscamos transmitir a los demás tan grande tesoro. Alcemos nuestra alma al Señor, implorando: adáuge nobis fidem (Lc 17, 5) para rezar todos mejor; adáuge mihi fidem para trabajar santificándome y santificando a los demás; para dar a mi amistad un continuado sentido cristiano. No olvidemos el dicho de que el ejemplo es el mejor predicador, siguiendo los pasos de Jesucristo, que cœpit fácere et docére (cfr. Hch 1, 1), comenzó a hacer y enseñar.

Persuadámonos de que, en los lugares más diversos, «es necesario un nuevo anuncio incluso a los bautizados. Muchos (...) contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen. Con frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales de la fe»[11], y hemos de afrontar este desafío con nuestra vida y nuestra formación doctrinal. Sin pesimismo, consideremos que la misión apostólica, a la que el Señor urge a los cristianos, a los que nos sabemos hijos de Dios, adquiere en nuestro tiempo tonalidades diversas, según las circunstancias del ambiente, del lugar, de las personas que cada una o cada uno encuentra. En cualquier caso, hemos de poner, a quienes nos rodean o tratamos, en contacto con Cristo, haciéndoles conocer o reconocer el rostro de nuestro Redentor, y ayudarles a caminar en su seguimiento, aunque deban marchar contra corriente.

9. ¡Qué gran labor tenemos por delante! Con humildad, con afán personal de santidad, hemos de llegar a la gente, ante todo, con nuestro ejemplo. Seamos conscientes de que el esfuerzo por comportarnos como cristianos cabales –a pesar de nuestras personales miserias– forma parte de la luz que el Señor desea encender en el mundo. No tengamos miedo a chocar con el ambiente, en los puntos incompatibles con la fe católica, aunque esa actitud pueda acarrearnos incluso perjuicios materiales o sociales: «Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos –a lo largo de los siglos– han querido ser constantes discípulos del Maestro. Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador»[12].

Por eso, volviendo los ojos al Redentor, pidiéndole que nos conceda su paz y la capacidad de perdonar y amar a los que promueven esas incomprensiones, recemos con obstinación por los que obstinadamente pretenden poner en la picota a la Iglesia, a la Jerarquía, a los católicos. Conscientes de nuestra debilidad personal, busquemos sin cansancio devolver bien por mal; y, como consecuencia de la unión con Dios, amemos a los que intentan perseguir o reducir la religión a la sacristía, al exclusivo ámbito de lo privado.

Por otro lado, si los respetos humanos no han de frenar el afán apostólico, menos aún lo detendrá el pensamiento real de la personal debilidad o de la falta de medios, porque no confiamos en nuestras fuerzas, sino en la gracia del Cielo: ómnia possum in eo, qui me confórtat (Flp 4, 13). A este propósito, el Fundador del Opus Dei comentaba: «Permanecer todos unidos en la oración: éste es (...) el origen de nuestra alegría, de nuestra paz, de nuestra serenidad y, por tanto, de nuestra eficacia sobrenatural»[13]. Y, en otro momento, añadía: «¿Qué otros consejos os sugiero? Pues los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos (...) y la penitencia»[14]; una fe sólida, bien asentada en el Señor Omnipotente. Difícil de explicar resulta el optimismo y la firmeza de san Josemaría, a quien entre otros muchos textos, estimularon siempre las palabras del Salmo: in lúmine tuo vidébimus lumen (Sal 35/36, 10), porque –con Él– todas las tinieblas se disipan.

VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO
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10. Muchas veces, en el pasado, Europa ha tenido que afrontar difíciles períodos de transformación y de crisis, pero «siempre los ha superado, sacando savia nueva de la inagotable reserva de energía vital del Evangelio»[15]. Estas palabras del beato Juan Pablo II, pronunciadas en 1995, nos confirman en el camino que es preciso seguir. No hay otro: acudir a las raíces de nuestra fe para impregnarnos nosotros de la savia vivificante que nos transmiten (a eso se dirige la formación doctrinal que nos da la Obra) y, desde ahí, poner por todas partes en contacto vital con Cristo a hombres y mujeres.

San Josemaría afirmaba que «vivir la fe es también transmitirla a los demás». Para lograrlo, hay que caminar con ellos. Y en el camino hay que escuchar las dificultades que tienen ante el mensaje cristiano, entenderlas y demostrarles que les entendemos, de manera que se sientan comprendidos e ilustrados con nuestra conversación orientadora; y así, andando con ellas o con ellos, comunicarles con afecto y amabilidad el Evangelio, la palabra viva del Señor; es decir, mostrarles la maravilla del espíritu cristiano, que armoniza razón y fe y ofrece respuesta a todos los interrogantes y aquieta las inquietudes de los corazones humanos; y de este modo les vamos preparando para desear los sacramentos y disponerse a recibirlos.

En muchos casos, la gracia divina habrá de construir en las almas el edificio sobrenatural desde los mismos cimientos. Tomemos ocasión de esos afanes de hacer el bien y de solidaridad, que se advierten en las nuevas generaciones –y no sólo en éstas–, para que descubran al Salvador, anunciándoles la doctrina con don de lenguas y poniendo las bases –poco a poco, por un plano inclinado– hasta que adquieran una firme vida cristiana.

Ejemplo de los primeros cristianos
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11. Os insisto en que, con frecuencia, nos conviene volver a considerar la conducta de los Apóstoles y de nuestros primeros hermanos en la fe. Eran pocos, carecían de medios humanos, no contaban entre sus filas –así sucedió, al menos, durante mucho tiempo– con grandes pensadores o gentes de relieve público. Se desenvolvían en un ambiente social de indiferentismo, de carencia de valores, semejante, en muchos aspectos, al que nos toca ahora afrontar. Sin embargo, no se amedrentaron. «Tuvieron una conversación maravillosa con todas las personas a las que encontraron, a las que buscaron, en sus viajes y peregrinaciones. No habría Iglesia, si los Apóstoles no hubieran mantenido ese diálogo sobrenatural con todas aquellas almas»[16]. Mujeres y hombres, sus contemporáneos, experimentaron una profunda transformación al ser tocados por la gracia divina. No se adhirieron simplemente a una nueva religión, más perfecta que las que ya conocían, sino que, por la fe, descubrieron a Jesucristo y se enamoraron de Él, del Dios-Hombre que se había entregado en sacrificio por ellos y había resucitado para abrirles las puertas del Cielo. Este hecho inaudito penetró con enorme fuerza en las almas de aquellos primeros, confiriéndoles una fortaleza a prueba de cualquier quebranto. «Ninguno ha creído a Sócrates hasta morir por su doctrina –anotaba sencillamente san Justino a mediados del siglo II–; pero, por Cristo, hasta los artesanos y los ignorantes han despreciado, no sólo la opinión del mundo, sino también el temor de la muerte»[17].

En un mundo que anhelaba ardientemente la salvación, sin saber dónde encontrarla, la doctrina cristiana se abrió paso como una luz encendida en medio de la obscuridad. Aquellos primeros supieron, con su comportamiento, hacer brillar ante sus conciudadanos esa claridad salvadora y se convirtieron en mensajeros de Cristo –sencillamente, con naturalidad, sin alardes llamativos– con la coherencia entre su fe y sus obras. «Nosotros no decimos cosas grandes, pero las hacemos»[18], escribió uno de ellos. Y cambiaron el mundo pagano.

En la Carta apostólica que dirigió a toda la Iglesia, en preparación del gran jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II explicaba que «en Cristo la religión ya no es un "buscar a Dios a tientas" (cfr. Hch 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios»[19].

Es cuestión de fe
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12. Veo en estas palabras otra consideración que querría proponeros, de cara a la necesidad de empeñarnos sin tregua en la tarea de la nueva evangelización de la sociedad. Ante todo necesitamos fe y esperanza firmemente asumidas; es decir, caminar en cada momento íntimamente convencidos –con un convencimiento que brota del trato con la Trinidad– de que es posible cambiar el rumbo de este mundo nuestro, enderezar a la gloria del Señor y a la conversión de las almas todas las actividades humanas. Ciertamente no faltarán la lucha, los sufrimientos, pero siempre avanzaremos in lætítia, con alegría y confianza, porque nos asiste la promesa divina: pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad  (Sal  2, 8).

Impresiona –vuelvo a repetir– contemplar cómo los Apóstoles, sin más medios que la fe en Cristo y animados por una esperanza segura y alegre, se dispersaron por la tierra entonces conocida y difundieron la doctrina cristiana en todas partes. ¡San Josemaría gozaba al celebrar sus fiestas, y las de aquellas santas mujeres que acompañaron a Jesús durante sus pasos terrenos! Las figuras de los Apóstoles, de María Magdalena, de Lázaro, de Marta y María, hermanas de Lázaro, le entusiasmaban. De cada uno, de cada una, podemos aprender a creer más, del todo, en Jesucristo y a amarle con la intensidad con que le amaron los que le trataron. Como nosotros, también ellos se verían con miserias y, a pesar del escaso número en comparación con la población de las naciones conocidas, extendieron la semilla divina con su ejemplo cotidiano y con su palabra confortadora.

Recuerdo la fuerza con que nuestro Padre, al hablar del apostolado en un ambiente difícil, aseguraba: «¡Es cuestión de fe!» Sí, ¡es cuestión de fe! Esa fe que, como señala el Señor en el Evangelio, tiene la capacidad de remover los montes de su sitio (cfr. Mt 17, 20) y de superar cualquier obstáculo; que es como los ríos, que se abren cauce hasta el mar desde las peñas altas (cfr. Sal 103/104, 10). Por eso os pregunto y me pregunto: ¿con qué fe nos movemos a la hora del apostolado, sabiendo que es siempre hora? ¿Estamos verdaderamente convencidos de que, como escribe san Juan, ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1 Jn 5, 4)? ¿Actuamos en consecuencia? ¿Afrontamos los obstáculos que surjan con espíritu optimista, con moral de victoria? Y para eso, ¿apoyamos cada actividad apostólica concreta con la oración y con el sacrificio? ¿Damos testimonio de nuestra fe, sin dejarnos atemorizar por las dificultades del ambiente?

Repitamos más frecuentemente al Señor: ¡creo, Señor; ayuda mi incredulidad! (Mc 9, 24). Muy profundamente conmovía a san Josemaría esta petición del padre de aquel hijo lunático. No nos conformemos con nuestros modos de implorar las virtudes teologales al Señor. San Josemaría, consciente de que la fe es un don sobrenatural que sólo Dios puede infundir e intensificar en el alma, manifestaba en una ocasión: «Todos los días, no una vez sino muchas, se lo repito yo (...). Le diré algo que le pedían los Apóstoles (...): adáuge nobis fidem! (Lc 17, 5), auméntanos la fe. Y añado: spem, caritátem; auméntanos la fe, la esperanza y la caridad»[20].

Un firme punto de apoyo
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13. El Santo Padre Benedicto XVI, en diversas ocasiones, ha hecho notar las contradicciones del tiempo en que vivimos. «En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡no es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe como un "boom" de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo, la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte»[21]. Y el Papa concluye con la siguiente invitación: «Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo»[22].

A pesar del clima de relativismo y permisivismo dominante en amplios estratos de la sociedad, muchas personas se hallan sedientas de eternidad, quizá tras haber tratado inútilmente de saciarla en las cosas perecederas. ¡Qué gran verdad se encierra en aquellas conocidas palabras de san Agustín!: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti»[23]. Sólo Dios, en efecto, satisface completamente los anhelos del espíritu humano. Por eso, seamos mujeres y hombres de recia piedad, que acuden a los diversos modos de orar –el auténtico quitapesares– con sinceros deseos de ser más rezadores. Acerquémonos a la Santa Misa con fe honda, persuadidos de que se hace sacramentalmente presente el Sacrificio del Calvario, el Sacrificio que nos trajo la salvación y nos revitaliza para la batalla de cada día hacia la santidad.

14. Causaba una profunda impresión la fe, la piedad, el recogimiento con que san Josemaría se metía –cuerpo y alma– en el tiempo de la Consagración eucarística. Se maravillaba a diario, con renovado agradecimiento y nueva devoción ante el misterio de la transustanciación, ante este entregamiento del Hijo de Dios al Padre, con el Espíritu Santo, por las almas. Pienso que no exagero al afirmar que, al saberse en esos instantes ipse Christus, de ahí extraía toda la fuerza de su eficacia y de su extensa actuación apostólica. Con idéntica fe ardiente se le contemplaba mientras repetía, antes de dar la Sagrada Comunión, las palabras del Bautista: ecce agnus Dei! Exhortó a todos los católicos, y lo repetía a sus hijas e hijos, a los sacerdotes, que es necesario identificarse con Cristo, porque así nos ha invitado Él y porque así atraeremos a las almas hacia el Amor de Dios. Actualizar nuestra fe, como nuestro Padre, precisamente en el momento de la transustanciación es una ayuda poderosa para hacer de cada día una misa.

Esta certeza de que Dios quiere contar con nosotros puede y debe constituir un firme punto de apoyo para renovar diariamente nuestro afán apostólico; ha de ser un impulso que nos empuje –llenos de esperanza y optimismo sobrenatural– al servicio de las personas que pasan a nuestro lado: «Nos hemos de encender en el deseo y en la realidad de llevar la luz de Cristo, el afán de Cristo, los dolores y la salvación de Cristo, a tantas almas de colegas, de amigos, de parientes, de conocidos, de desconocidos –sean cualesquiera sus opiniones en cosas de la tierra–, para darles a todos un buen abrazo fraterno. Entonces seremos rubí encendido, y dejaremos de ser esta nada, este carbón pobre y miserable, para ser voz de Dios, luz de Dios, ¡fuego de Pentecostés!»[24].

ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS
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15. En todo el mundo y siempre, hay que realizar un hondo apostolado de la inteligencia. "Comunicar" sobre la verdad para "comunicar" la Verdad. Esta es la síntesis de toda la tarea apostólica. No cabe el cansancio en la petición a Dios –con humildad, con insistencia, con confianza– de que abra a su luz las inteligencias y los corazones. Muchas gentes repiten, como los Magos: hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle (Mt  2, 2). Nos lo manifestarán si los que creemos en Cristo nos acercamos a todos con sincera amistad, impregnada de caridad y comprensión, de simpatía también humana, avalada por la vida de piedad; y también con agradecimiento por el bien que no pocos realizan en tantas áreas.

Lo que maravilla en la actitud de los Magos –comenta Benedicto XVI–, «es que se postraron en adoración ante un simple niño en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la pobreza de una cabaña en Belén (cfr. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era "el rey de los judíos" y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que habían visto "al salir", y que se había parado precisamente encima de donde estaba el Niño (cfr. Mt 2, 9).

»Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén: reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos y simbólicos que habían llevado consigo»[25].

No olvidemos que «Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles (cfr. Lc 2, 9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios»[26].

16. Esta labor no está reservada a personas que trabajen en campos especialmente cualificados. De gran eficacia será siempre el apostolado personal de cada cristiano, en el ámbito en el que habitualmente se desenvuelve su existencia ordinaria. Por eso, os sugiero que nos detengamos, en un examen personalísimo, sobre cómo procuramos ayudar a las almas para que se avecinen a Dios: qué oración; qué sacrificios; cuántas horas de trabajo bien acabado hemos ofrecido; qué conversaciones hemos mantenido –oralmente, por escrito– con amigos, parientes, compañeros, conocidos. Contagiemos esta santa preocupación a quienes con nosotros conviven, porque la fe en la eficacia de las enseñanzas de Cristo nos ha de estimular a servir y a querer más a nuestros hermanos y hermanas: nadie nos puede dejar indiferentes.

El apostolado de la inteligencia, como digo, es tarea de todos. Pero, sin perder de vista los numerosos campos en los que resulta urgente una nueva evangelización, hoy resulta prioritario impregnar con la doctrina de Cristo algunos ámbitos particulares. Basta considerar las tareas de los gobernantes, de los científicos e investigadores, de los profesionales de la opinión pública, etc.; sin olvidar que todos los hombres y mujeres experimentan –experimentamos– la necesidad de escuchar la voz del Señor y de seguirla.

«La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso», escribía el beato Juan Pablo II, a causa de la existencia «de "modernos areópagos", es decir, de nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, los medios de comunicación; son los ambientes en los que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y los artistas»[27].

La investigación y la enseñanza
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17. Aunque hemos de estar siempre abiertos a todos, queda claro que dar a conocer el Evangelio a las personas que se mueven en ambientes intelectuales, adquiere una gran importancia. Concretamente, quienes trabajan en instituciones universitarias han de recordar unas palabras del Señor, dirigidas a todos, y cabe considerar que van especialmente a ellos: vos estis lux mundi (Mt 5, 14), debéis ser luz del mundo. En efecto, su tarea profesional les coloca en la vanguardia de la nueva evangelización. San Josemaría, que tanto impulsó –incluso antes de 1928– el apostolado con intelectuales, escribía: «La Universidad tiene como su más alta misión el servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive»[28].

Palabras que expresan muy bien cuál ha de ser la dirección apostólica que han de seguir quienes actúan en esos ambientes: ser fermento, dar luz y calor –la luz y el calor del Evangelio– para que sus amigos y colegas, sus alumnos, impregnen su alma y su actuación con la Buena Nueva de Cristo, en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia. De este modo contribuirán a la evangelización de la cultura. De perenne actualidad se demuestra aquel punto de Camino: «Has de prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros, para que éstos a su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno de estos últimos a sus compañeros de profesión.

»¡Cuántas calorías espirituales necesitas! –Y ¡qué responsabilidad tan grande si te enfrías!, y –no lo quiero pensar– ¡qué crimen tan horroroso si dieras mal ejemplo!»[29].

No permitamos que caiga en el vacío el sano reto de fomentar que muchas personas e instituciones, en todo el mundo, promuevan –empujados por el ejemplo de los primeros cristianos– una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la dignidad de la persona humana y su destino a la gloria de los hijos de Dios en Jesucristo (cfr. 2 Cor 3, 18). Si todos hemos de rezar y colaborar con entera generosidad para lograrlo, a los profesores de universidad y a los investigadores les incumbe la responsabilidad de un empeño hondo y perseverante, para aprovechar cada una de las ocasiones que les proporciona el ejercicio de la profesión. La fe se configura, en este contexto, como el apoyo para avanzar hacia la verdad al tiempo que nos empeñamos, por la misma fuerza de la virtud, a llevarla a todos los ámbitos, y ayudar a que la reciban o la aumenten quienes nos rodean.

18. La investigación ocupa un lugar destacado en el trabajo de los profesores universitarios y de otros intelectuales. En esa tarea, el cristiano empeñado en la búsqueda y difusión de la verdad, animado por el recto afán de colaborar en la configuración de un saber que supere la fragmentación y el relativismo, descubre constantes oportunidades para desarrollar un hondo apostolado doctrinal. Ningún tema de investigación, ningún área del amplio campo de la enseñanza es neutra desde el punto de vista de la fe. Todo nuestro quehacer, hasta unas lecciones de ciencias químicas –por señalar un ejemplo bien gráfico– pueden cooperar o no a la extensión del Reino de Cristo. «La necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico»[30]. Si al profesor, al investigador, le mueve principalmente el deseo de dar gloria a Dios y de servir a las almas, entonces la coherencia cristiana de su ejemplo, la disponibilidad que muestra hacia alumnos y colaboradores, la rectitud con que enfoca su labor, el empeño por formar a sus discípulos y transmitir su saber, contribuyen indudablemente a que las personas que le escuchan o que reciben el eco de su trabajo, descubran o palpen la huella de los seguidores de Cristo.

Por otra parte, estos trabajos científicos facilitan las relaciones profesionales con investigadores prestigiosos del propio país o de otros países; conducen a establecer amistades sinceras, que son el ambiente natural del apostolado personal, que facilita lograr que los colegas, en su trabajo investigador, respeten al menos los principios morales fundamentales.

Los católicos responsables que intervienen en estos lugares cruciales para la nueva evangelización, deberían preguntarse cómo llegar, en la medida de sus posibilidades, también a los medios de comunicación y a los foros de opinión, para transmitir buena y sólida doctrina en materias de su especialidad: colaborando en la prensa; interviniendo en programas de radio y de televisión o a través de internet; participando en actividades culturales, ofreciendo una opinión científica autorizada sobre temas que surgen en el debate público, etc. Y, a su vez, los católicos que promueven empresas de comunicación y opinión pública, o trabajan profesionalmente en esos medios, deben esforzarse para que sus páginas o sus cámaras presenten, con altura y rigor, lo limpio y lo recto que se realiza en estos espacios.

Me interesa que quede bien claro que quienes intervienen en estas áreas, han de sentir la responsabilidad de sacar partido a sus talentos, sin olvidar que otras muchas personas, con trabajos materiales o aparentemente de poco relieve, se esmeran en convertir su ocupación en plegaria a Dios, para que los hombres y mujeres que cuentan en las áreas que dirigen la sociedad sepan ser enteramente responsables, conscientes de que Dios les pedirá cuenta de su rendimiento; y han de mostrarse muy agradecidos a los que trabajan, por así decir, en la penumbra. Viene muy al caso lo que comentaba san Josemaría: ¿quién tiene más importancia, el Rector Magnífico de una Universidad o la última persona que atiende la manutención del edificio? Y se contestaba sin dudar: el que cumple su tarea con más fe, con más afán de santidad.

Armonía entre fe y razón
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19. Los que nos sabemos hijos de Dios hemos de propagar que no hay «motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización (...). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza»[31].

Mantiene plena actualidad el horizonte que describía san Josemaría: «Sobre la base firme de un profundo saber científico, hemos de mostrar que no hay oposición alguna entre la fe y la razón»[32], sino que, al contrario, debe existir una plena sintonía, porque los dos ámbitos de conocimiento proceden de Dios, del Logos creador que, además, se ha hecho hombre.

En la Carta apostólica Novo millénnio ineúnte, Juan Pablo II escribió: «Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo con el fin de explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando, sobre todo, que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización»[33]. Para esta tarea, se necesita don de lenguas, que se alcanza cuando se invoca con fe al Espíritu Santo y se ponen los medios humanos.

De todos es conocida la plena libertad que, dentro de la doctrina católica, la Iglesia reconoce a sus hijos en la propia actuación profesional y en cuanto ciudadanos, iguales a los demás ciudadanos. La sensibilidad hacia los problemas humanos, el sentido sobrenatural para enjuiciarlos y resolverlos cristianamente, según la recta conciencia bien formada, ha de espolear la responsabilidad apostólica personal, para aportar al debate científico una visión más humana y siempre cristiana. Por eso, conviene abordar con rectitud seria aquellos trabajos que presentan especial relevancia doctrinal y ética, en las áreas científicas y humanistas propias de cada uno. La crisis moral por la que atraviesa la sociedad, y la necesidad perenne de evangelizar, vuelven aún más urgente que los investigadores cristianos no cejen en esta labor y desarrollen con constancia y hondura esos temas, para contribuir a resolver correctamente los problemas actuales.

La moralidad pública
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20. Otro desafío prioritario de evangelización es el de la moralidad pública. Uno de los obstáculos que con mayor virulencia se opone al reinado de Cristo, en las almas y en la entera sociedad, se alza con la ola de sensualidad que invade las costumbres, las leyes, las modas, los medios de comunicación, las expresiones artísticas. Para frenar este ataque virulento, además de rezar y de invitar a rezar, de reparar y de mover a la reparación, movidos por una responsabilidad cristiana y también humana, hemos de movilizar a muchas personas –católicos o no, pero hombres y mujeres de buena voluntad– instándoles a que sientan la urgencia de hacer algo. Sobran los lamentos estériles, y mucho más cualquier actitud de indiferencia, de conformarse con no causar personalmente el mal. Por el contrario, a toda hora se presenta el momento propicio de lanzarse con mayor brío a un apostolado capilar, a una mudanza radical, comenzando por la propia vida, el propio hogar, el propio ambiente profesional.

Escuchemos al Apóstol de los gentiles, que nos exhorta: no recibáis en vano la gracia de Dios. Porque dice: "en el tiempo favorable te escuché. Y en el día de la salvación te ayudé". Mirad, ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación (2 Cor 6, 1-2). Hemos de proceder los cristianos con la seguridad de la fe, precisamente para sanar todo lo que a nuestro alrededor desentona con la ley de Dios, sin respetos humanos, sin miedo a que se note nuestra condición de personas convencidas de nuestra fe. Hay valores que no son negociables, como repetidas veces ha manifestado Benedicto XVI: «La protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la perjudican y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social; la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos»[34].

El Papa aclaraba que «estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma»[35].

21. Idéntico razonamiento, con igual motivo, cabe sostener sobre puntos esenciales de la doctrina cristiana que sufren, en nuestros días, un acoso intolerante por parte de grupos de personas ciegamente obstinadas en eliminar el sentido religioso de la sociedad civil. Desgraciadamente abundan los ejemplos; desde burdos ataques a Jesucristo, a quien tratan de poner en ridículo, hasta acusaciones calumniosas contra la Iglesia, sus ministros, sus instituciones.

La tarea del cristiano, que desea ser coherente con su vocación, consiste en mostrar a Cristo a los demás, saberse altavoz –primero con el ejemplo, pero también con la palabra oportuna– de las enseñanzas de la Iglesia, especialmente en los temas más debatidos en la opinión pública. Salta a mi memoria lo que tan claramente expuso don Álvaro: «Como es preciso barrer primero la propia casa (...), cada uno debe examinar cómo se preocupa de este cometido eminentemente cristiano»[36]. Palabras que suenan como un eco de la predicación del Apóstol a los primeros fieles: ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (...); que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no conocen a Dios. En este asunto, que nadie abuse ni engañe a su hermano (...); porque Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad (1 Ts 4, 3-7).

La recomendación de san Pablo adquiere singular relieve en las circunstancias presentes. Resulta imposible, en efecto, luchar eficazmente contra esa ola viscosa y sucia que pugna por envolverlo todo, si en nuestro interior se admite alguna complicidad –aunque parezca pequeña– con esas «cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón»[37].

Con el mismo relieve destaca el texto de san Gregorio Nacianceno, que el beato Juan Pablo II citaba en su exhortación apostólica sobre la misión de los Obispos. Así se expresaba ese Padre y Doctor de la Iglesia: «Primero purificarse y luego purificar; primero dejarse instruir por la sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego iluminar; primero acercarse a Dios y luego llevar a otros a Él; primero ser santos y luego santificar»[38].

Porque no nos consideramos mejores que los demás –y no nos equivocamos en esta apreciación–, nos conviene volver una vez y otra a tratar de adecuar lo más perfectamente posible nuestra situación personal a la doctrina de Jesucristo. Hemos de persuadirnos de que, primero, hemos de pelear en nuestro interior, decididos de verdad a conformar con el querer de Dios nuestros pensamientos, proyectos, palabras y obras, hasta los más pequeños: «La lucha tiene un frente dentro de nosotros mismos, el frente de nuestras pasiones. Vigila quien pelea interiormente, para apartarse decididamente de la ocasión de pecado, de lo que puede debilitar la fe, desvanecer la esperanza o desmejorar el Amor»[39].

22. Aquí se centra –se centrará siempre– un punto de examen diario para los próximos meses. ¿Cómo es nuestra lucha por la santidad? ¿Descendemos a detalles concretos, en sintonía con lo que nos sugieren en la dirección espiritual personal? ¿Acudimos con frecuencia al Señor, implorando una fina delicadeza de conciencia –que en nada coincide con los escrúpulos–, para descubrir las pequeñas grietas en los muros del alma, por las que intenta introducirse el enemigo restando eficacia también a nuestra tarea apostólica? ¿Nos llena de contento la posibilidad de encontrar nuevos puntos de lucha, para afrontarlos decididamente, deportivamente, sostenidos por la gracia de Dios?

Non enim vocávit nos Deus in immundítiam sed in sanctificatiónem (1 Ts 4, 7). Nos ha llamado Dios, no a la inmundicia, sino a la santidad. Aunque otra cosa pretendan inculcar algunos medios de comunicación o desviaciones de cualquier tipo –con la complicidad, en primer término, de nuestras tendencias desordenadas–, la pelea por la limpieza de conducta se muestra siempre atractiva, siempre posible; por tanto, en cualquier circunstancia puede y debe proponerse este ideal a cada persona, por aparentemente lejos que se encuentre de esta meta. No existe criatura humana que no busque un asidero donde agarrarse, en este mar de olas y tempestades que atraviesa nuestra época, y que realmente no es una situación nueva. Los cristianos contamos con la inmensa fortuna y capacidad de transmitir esa seguridad, que muchos anhelan quizá sin darse cuenta. Sigamos adelante, peleando con alegría las batallas del Señor (cfr. 1 Mac 3, 2), in hoc pulchérrimo caritátis bello, en esta hermosísima pelea de caridad cuyo desenlace feliz se encuentra plenamente asegurado, con la victoria del Señor, para los que se mantienen fieles a su Amor.

23. Benedicto XVI ha subrayado recientemente l