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Itinerarios
de vida cristiana
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SUMARIO
NECESIDAD
DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN
VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO
Ejemplo de los primeros cristianos
Es cuestión de fe
Un firme punto de apoyo
ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS
La investigación y la enseñanza
Armonía entre fe y razón
La moralidad pública
La institución familiar
CONOCER Y PROFESAR LA FE
Ejemplos de fe
El ejemplo de san Josemaría
Pedir la fe y profundizar en esta virtud
FORMACIÓN DOCTRINAL
Formación en la doctrina de la Iglesia
Profundizar en la doctrina de la fe
UNIÓN CON CRISTO MEDIANTE LA ORACIÓN
Y EL SACRIFICIO
Unión con Cristo en la Cruz
Meterse en las Llagas de Cristo
Recurrir al Espíritu Santo
El arma de la oración
La sal de la mortificación
LA TAREA APOSTÓLICA
Cada uno en su puesto
Como el fermento en la masa
¡Mar adentro!
Poner todos los medios
A MODO DE CONCLUSIÓN
Piedad eucarística
Veni, Sancte Spíritus!
La devoción mariana
*
* *
Queridísimos: ¡que
Jesús os guarde!
1. Todos hemos experimentado una gran alegría con la Carta
apostólica Porta fídei, en la que el Papa nos anunciaba el
Año de la fe. Benedicto XVI no se ha ahorrado esfuerzos para
presentar los contenidos fundamentales del Evangelio, con un lenguaje
accesible a los hombres del siglo XXI. Y en esta línea, con ocasión
del quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II,
convocó el 11 de octubre de 2011 un Año de la fe, que comenzará
el próximo 11 de octubre, para concluirse en la solemnidad de Jesucristo,
Rey del universo, el 24 de noviembre de 2013. El inicio de este año
coincide además con el vigésimo aniversario de la constitución apostólica
Fídei depósitum, con la que el beato Juan Pablo II ordenó la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, un texto de
extraordinario valor para la formación personal y para la catequesis
que hemos de desarrollar sin tregua en todos los ambientes.
El Año de la fe se presenta, pues, como una nueva llamada
a cada uno de los hijos de la Iglesia para que tomemos conciencia viva
de la fe, nos esforcemos por conocerla mejor y ponerla fielmente en
práctica y, al mismo tiempo, nos empeñemos en difundirla, comunicando
su contenido con el testimonio del ejemplo y de la palabra
a las innumerables personas que no conocen a Jesucristo o que no le
tratan.
Se duele el Santo Padre de que un gran número de cristianos también
entre los que se consideran católicos «se preocupan mucho por
las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso,
al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio
de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como
tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado
era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado
en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por
ésta, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad,
a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»[1].
2. No resultan nuevas estas consideraciones. Por paradójico que pueda
parecer, ya desde la conclusión del Concilio Vaticano II se entreveía
el peligro de que, en amplios sectores de la Iglesia, el entusiasmo
suscitado por aquella Asamblea pudiera quedarse en meras palabras, sin
afectar en profundidad a la vida de los fieles; o que incluso, en aras
de equivocadas interpretaciones y aplicaciones de las enseñanzas conciliares,
el genuino espíritu cristiano acabara asimilándose equivocadamente al
espíritu del mundo, en lugar de elevar el mundo al orden sobrenatural.
Quienes afrontamos aquellos tiempos, recordamos el dolor con que Pablo
VI una vez finalizado el Concilio se lamentaba con frecuencia
ante la gran crisis de fe, de disciplina, de liturgia, de obediencia,
que se cernía sobre esos sectores de la Iglesia. San Josemaría se hacía
eco de esa preocupación del Santo Padre y, en una carta dirigida a sus
hijos, escrita poco antes de la clausura del Concilio, nos manifestaba:
«Conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor
del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con
mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles
a las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia hasta en los menores
detalles, obrando no ya como súbditos de una autoridad, sino con piedad
de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo
de Cristo.
»No os he ocultado tampoco mi dolor ante la conducta de los que
no han vivido el Concilio como un acto solemne de la vida de la Iglesia
y una manifestación del obrar sobrenatural del Espíritu Santo, sino
como una oportunidad de afirmación personal, para dar rienda suelta
a las propias opiniones o, peor aún, para hacer daño a la Iglesia.
»El Concilio está terminando: se ha anunciado repetidas veces
que ésta será la última sesión. Cuando la carta que ahora os escribo
llegue a vuestras manos, se habrá iniciado ya el periodo postconciliar,
y mi corazón tiembla al pensar que pueda ser ocasión para nuevas heridas
en el cuerpo de la Iglesia.
»Los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes,
que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen
también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la
Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice»[2].
No había el menor atisbo de pesimismo en san Josemaría, al hablar así;
quería resaltar que, entonces y en todas las circunstancias, hacen falta
mujeres y hombres de fe.
3. A pesar de los esfuerzos del Magisterio en el último medio siglo,
y del testimonio fiel de gran número de personas, entre las que no han
faltado los santos, la desorientación ha ido extendiéndose por el mundo
entero. Escribe el Papa: «No podemos dejar que la sal se vuelva sosa
y la luz permanezca oculta (cfr. Mt 5, 13-16). Como la samaritana,
también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse
al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en Él y a extraer
el agua viva que mana de su fuente (cfr. Jn 4, 14). Debemos descubrir
de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida
fielmente por la Iglesia, y con el Pan de la vida, ofrecido como sustento
a todos los que son sus discípulos (cfr. Jn 6, 51). En efecto,
la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: "Trabajad
no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para
la vida eterna" (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que
le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: "¿Qué tenemos que
hacer para realizar las obras de Dios" (Jn 6, 28). Sabemos
la respuesta de Jesús: "La obra de Dios es ésta: que creáis en el que
Él ha enviado" (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto,
el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación»[3].
4. El Año de la fe nos ofrece una ocasión magnífica para profundizar
en el tesoro divino que hemos recibido y, con la gracia de Dios, difundir
esta virtud en ondas concéntricas que lleguen muy lejos; se nos presenta
una oportunidad inmejorable para dar un fuerte impulso a la nueva evangelización
que necesita el mundo, comenzando por nuestra mejora diaria, con hechos,
en el trato con las tres Personas de la Trinidad, amparándonos precisamente
en la fe que tuvieron María y José, a los que tanto contempló y admiró
san Josemaría, para dar pasos en su identificarse con Cristo, con la
Voluntad divina. Si deseamos mover a las almas para que se acerquen
a Dios, hemos de hablarles, ante todo, con nuestra vida de cristianos.
Conocemos que nuestro Padre volvió los ojos de modo incesante a los
Apóstoles, a los primeros cristianos. En los Doce y en aquellas primitivas
comunidades de hombres y mujeres que siguieron a Cristo, brillaba con
fuerza la seguridad de su fe en Cristo, en sus enseñanzas. Supieron
y quisieron escudriñar el paso del Redentor por los caminos de la humanidad.
No es exagerado pensar que retendrían, con mucha fuerza, las múltiples
ocasiones en las que Jesucristo reclamaba con exigencia, a los enfermos,
a los tullidos, a ellos mismos, que acudieran a Él con fe, que rezaran
o pidieran con fe. Como también resulta evidente que guardarían bien
grabada en el alma aquella reprensión paterna, clara, sobre su falta
de fe, precisamente antes de confiarles que fueran por todo el mundo
para llevar la Buena Nueva (cfr. Mc 16, 14-15).
Salta a la vista que los primeros cristianos eran conscientes de que
también a ellas y a ellos son maravillosos los muchos testimonios
que nos han transmitido con su conducta les correspondía creer
firmemente en la gracia del Cielo, para dar cumplimiento al mandato
de extender las enseñanzas del Maestro.
Los Doce, y aquellos hermanos y hermanas nuestros, fueron conscientes
de que esa virtud, tan exigida por el Hijo de Dios, abría el camino
a la esperanza de que el plan redentor se cumpliría. A la vez, su amor
y agradecimiento al Dios Uno y Trino se hizo cada día más recio, más
apostólico, es decir, capaz también de arrastrar hacia la Verdad a personas
de todos los ambientes y profesiones.
5. Hijas e hijos míos, otro tanto sucede ahora, porque los medios como
nos repetía san Josemaría son los mismos: el Evangelio ¡vivido!
y el Crucifijo.
Pregonemos a toda hora que redescubrir el gozo y la seguridad de la
fe es obligación de la Iglesia universal, de toda la Iglesia: por tanto,
no sólo tarea de los pastores, sino que compete a todos los fieles.
Lógicamente, los pastores han de ir por delante, con su ejemplo y sus
exhortaciones, como escribe el Papa en el motu proprio con el
que ha convocado este especial tiempo en la Iglesia; pero invita además
a todos a asumir esa exigencia de transmitir a los demás el tesoro de
la predicación de Jesucristo.
La Congregación para la Doctrina de la Fe, en una nota del pasado 6
de enero, aconseja a los Obispos dedicar una carta pastoral a este tema,
teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de fieles
que se les ha confiado[4].
Es lo que me he propuesto realizar con estas líneas, que no buscan más
finalidad que transmitiros un estímulo más para que cada uno, por su
cuenta y también en comunión con los demás, admire de nuevo la belleza
de esa fe que ha recibido de Dios, la ponga en práctica en su existencia
diaria y la difunda sin respetos humanos.
Ese documento afirma también que «los santos y beatos son los auténticos
testigos de la fe»[5];
por este motivo, recomienda a los Pastores que se esfuercen por dar
a conocer la vida y la doctrina de tantos santos. Nada más consecuente,
por tanto, que en estas páginas me inspire frecuentemente en las enseñanzas
escritas y orales de san Josemaría, amadísimo Fundador del Opus Dei,
un santo que, por los frutos que ha producido, nos muestra con qué total
adhesión confió en Dios.
NECESIDAD DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN
6. La humanidad ha caminado y caminará siempre, también ahora, hambrienta
de la palabra y del conocimiento de Dios, aunque muchas personas no
sean conscientes de esa profunda necesidad de sus almas. Y a quienes
el Señor nos ha concedido el don de la fe, nos incumbe el deber de despertarnos
y de despertar a quienes se hallan sumidos en ese letargo de muerte,
de ineficacia. El Año de la fe, que se inaugura en el marco de
la Asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a la nueva evangelización,
supone otro acicate para todos. Ha llegado el momento de apresurar la
marcha, como proceden los corredores cuando se aproximan a la meta de
una carrera.
Conservo muy vivamente la memoria de cómo el Venerable Siervo de Dios
Álvaro del Portillo nos alentaba a participar personalmente en la tarea
de la nueva evangelización. Ya en la Navidad de 1985, escribió una carta
pastoral con sugerencias para colaborar más intensamente en la recristianización
de algunos países, en los que se manifestaba principalmente un debilitamiento
progresivo de la vida cristiana. Alertaba contra el nuevo paganismo
procedente de esas naciones más desarrolladas económicamente, que así
advertía se caracterizaba, como ahora, «por la búsqueda del bienestar
material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido mejor
sería decir miedo, auténtico pavor de todo lo que pueda causar
sufrimiento»[6].
A esa ingente tarea apostólica ha venido a sumarse la necesidad de atender
también a los pueblos y sociedades de la Europa central y oriental que,
durante decenios, han estado sometidos al yugo del materialismo comunista,
y que con un prolongado y silencioso martirio nos han sostenido
a los demás en la libertad.
Cada día hemos de renovar el deseo de poner a Cristo en la cumbre y
en la entraña de las realidades humanas. Para eso, se precisa crecer
en el trato personal con Dios y en la entrega a los demás, contribuyendo
con nuestro granito de arena la entrega diaria total a la
construcción de un mundo renovado por la gracia y la sal del Evangelio,
que el Señor ha encomendado a sus discípulos. Si alguna vez pugnara
por entrar en el alma el pesimismo, al no recoger enseguida el fruto
de nuestros afanes, deberíamos arrojar lejos esa desesperanza, porque
no somos nosotros tan poca cosa, tan llenos de defectos
los que han de sacar adelante los planes divinos. Las diferentes perícopas
de la Escritura, en sus múltiples alusiones, nos confirman que inter
médium móntium pertransíbunt aquæ (Sal 103/104, 10). Esta
certeza se opone hasta al menor atisbo de desaliento, aunque los obstáculos
puedan llegar a las mismas cumbres; y ese camino es el oportuno para
que nos lleguemos al Cielo, seguros de que las aguas divinas enjugan
y también impulsan todas nuestras limitaciones para llegar a estar con
Dios.
7. Acuden a mi mente unas palabras de san Josemaría, escritas poco antes
de su marcha a la casa del cielo. Al contemplar la crisis de fe, de
virtudes y de valores que ya entonces era el año 1973 se
había desatado en muchos ambientes, manifestaba lleno de sentido sobrenatural
y de celo apostólico: «En los momentos de crisis profundas en
la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo
fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente,
los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia
a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo,
la Iglesia y el mundo»[7].
Hemos de ocuparnos de que muchas mujeres y muchos hombres acojan la
vida de la gracia, y se amparen y robustezcan en este refugio.
La nueva evangelización resulta especialmente urgente en Europa y en
los países más desarrollados. En la exhortación apostólica Ecclésia
in Europa, el beato Juan Pablo II retrataba la situación religiosa
de la sociedad en el viejo continente. Aunque iba destinada a recoger
las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos de
Europa, sus afirmaciones cabía aplicarlas en gran medida a otros muchos
lugares. En efecto, después de veinte siglos, aun en países de gran
tradición cristiana, «crece el número de las personas no bautizadas,
sea por la notable presencia de emigrantes pertenecientes a otras religiones,
sea porque también los hijos de familias de tradición cristiana no han
recibido el Bautismo»[8].
La conclusión del Papa recogía que, «de hecho, Europa ha pasado a formar
parte de aquellos lugares tradicionalmente cristianos en los que, además
de una nueva evangelización, se impone en ciertos casos una primera
evangelización»[9]. Primera
evangelización y nueva evangelización: dos formas de anuncio
del Evangelio que hoy nos exige la situación de la Iglesia y del mundo.
8. La realidad del «misionero con misión y no llamarte
misionero», a la que san Josemaría se refiere en el punto 848
de Camino, se sitúa en el momento radical y originario de la
misión como mi Padre me envió a mí, así os envío Yo a vosotros
(Jn 20, 21), que configura las formas históricas
que la misión de Cristo tomará en la vida de la Iglesia: desde el cuidado
de la vida de fe de los católicos (pastoral, fraternidad), a la proclamación
de Cristo Salvador a los paganos (primer anuncio, evangelización); desde
el trato fraterno con los cristianos no católicos para impulsarlos a
la plena comunión (ecumenismo), al nuevo anuncio de Cristo y de su doctrina
a los bautizados que lo han abandonado y rechazan su doctrina (nueva
evangelización). Los fieles del Opus Dei, desde su plena secularidad,
estamos llamados a asumir esas diferentes dimensiones de la "misión"
única de la Iglesia.
San Josemaría lo repetía con insistencia: «Somos misioneros, con
misión, sin llamarnos misioneros. Misioneros, lo mismo en las calles
asfaltadas de Roma, de Nueva York, de París, de México, de Tokio, de
Buenos Aires, de Lisboa o de Madrid, de Dublín o de Sidney, que en el
corazón de África»[10].
La necesidad de comunicar el primer anuncio de la fe no se limita ya
a aquellos países tradicionalmente conocidos como tierras de misión,
sino que, desgraciadamente, afecta a todo el globo, y a esta magna tarea
hemos de dedicarnos.
Pero esta responsabilidad no puede quedarse en meras consideraciones;
cada una y cada uno ha de pensar: yo, ¿cómo contribuyo? Y aun antes,
hemos de ponderar cómo influye la fe en nuestro actuar, y también si
sabemos agradecer a diario este don y, como consecuencia, si buscamos
transmitir a los demás tan grande tesoro. Alcemos nuestra alma al Señor,
implorando: adáuge nobis fidem (Lc 17, 5) para rezar todos
mejor; adáuge mihi fidem para trabajar santificándome y santificando
a los demás; para dar a mi amistad un continuado sentido cristiano.
No olvidemos el dicho de que el ejemplo es el mejor predicador, siguiendo
los pasos de Jesucristo, que cpit fácere et docére (cfr.
Hch 1, 1), comenzó a hacer y enseñar.
Persuadámonos de que, en los lugares más diversos, «es necesario
un nuevo anuncio incluso a los bautizados. Muchos (...) contemporáneos
creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen. Con
frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales
de la fe»[11], y hemos
de afrontar este desafío con nuestra vida y nuestra formación doctrinal.
Sin pesimismo, consideremos que la misión apostólica, a la que el Señor
urge a los cristianos, a los que nos sabemos hijos de Dios, adquiere
en nuestro tiempo tonalidades diversas, según las circunstancias del
ambiente, del lugar, de las personas que cada una o cada uno encuentra.
En cualquier caso, hemos de poner, a quienes nos rodean o tratamos,
en contacto con Cristo, haciéndoles conocer o reconocer
el rostro de nuestro Redentor, y ayudarles a caminar en su seguimiento,
aunque deban marchar contra corriente.
9. ¡Qué gran labor tenemos por delante! Con humildad, con afán personal
de santidad, hemos de llegar a la gente, ante todo, con nuestro ejemplo.
Seamos conscientes de que el esfuerzo por comportarnos como cristianos
cabales a pesar de nuestras personales miserias forma parte
de la luz que el Señor desea encender en el mundo. No tengamos miedo
a chocar con el ambiente, en los puntos incompatibles con la fe católica,
aunque esa actitud pueda acarrearnos incluso perjuicios materiales o
sociales: «Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento,
de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis
llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo
Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos
a lo largo de los siglos han querido ser constantes discípulos
del Maestro. Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina
de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos
los que han de abrirse a la luz del Salvador»[12].
Por eso, volviendo los ojos al Redentor, pidiéndole que nos conceda
su paz y la capacidad de perdonar y amar a los que promueven esas incomprensiones,
recemos con obstinación por los que obstinadamente pretenden poner en
la picota a la Iglesia, a la Jerarquía, a los católicos. Conscientes
de nuestra debilidad personal, busquemos sin cansancio devolver bien
por mal; y, como consecuencia de la unión con Dios, amemos a los que
intentan perseguir o reducir la religión a la sacristía, al exclusivo
ámbito de lo privado.
Por otro lado, si los respetos humanos no han de frenar el afán apostólico,
menos aún lo detendrá el pensamiento real de la personal debilidad o
de la falta de medios, porque no confiamos en nuestras fuerzas, sino
en la gracia del Cielo: ómnia possum in eo, qui me confórtat
(Flp 4, 13). A este propósito, el Fundador del Opus Dei comentaba:
«Permanecer todos unidos en la oración: éste es (...) el origen
de nuestra alegría, de nuestra paz, de nuestra serenidad y, por tanto,
de nuestra eficacia sobrenatural»[13].
Y, en otro momento, añadía: «¿Qué otros consejos os sugiero? Pues
los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían
de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros
que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en
la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad,
la templanza, la mortificación de los sentidos (...) y la penitencia»[14];
una fe sólida, bien asentada en el Señor Omnipotente. Difícil de explicar
resulta el optimismo y la firmeza de san Josemaría, a quien entre otros
muchos textos, estimularon siempre las palabras del Salmo: in lúmine
tuo vidébimus lumen (Sal 35/36, 10), porque con Él
todas las tinieblas se disipan.
VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO
10. Muchas veces, en el pasado, Europa ha tenido que afrontar difíciles
períodos de transformación y de crisis, pero «siempre los ha superado,
sacando savia nueva de la inagotable reserva de energía vital del Evangelio»[15].
Estas palabras del beato Juan Pablo II, pronunciadas en 1995, nos confirman
en el camino que es preciso seguir. No hay otro: acudir a las raíces
de nuestra fe para impregnarnos nosotros de la savia vivificante que
nos transmiten (a eso se dirige la formación doctrinal que nos da la
Obra) y, desde ahí, poner por todas partes en contacto vital con Cristo
a hombres y mujeres.
San Josemaría afirmaba que «vivir la fe es también transmitirla
a los demás». Para lograrlo, hay que caminar con ellos. Y en
el camino hay que escuchar las dificultades que tienen ante el mensaje
cristiano, entenderlas y demostrarles que les entendemos, de manera
que se sientan comprendidos e ilustrados con nuestra conversación orientadora;
y así, andando con ellas o con ellos, comunicarles con afecto y amabilidad
el Evangelio, la palabra viva del Señor; es decir, mostrarles la maravilla
del espíritu cristiano, que armoniza razón y fe y ofrece respuesta a
todos los interrogantes y aquieta las inquietudes de los corazones humanos;
y de este modo les vamos preparando para desear los sacramentos y disponerse
a recibirlos.
En muchos casos, la gracia divina habrá de construir en las almas el
edificio sobrenatural desde los mismos cimientos. Tomemos ocasión de
esos afanes de hacer el bien y de solidaridad, que se advierten en las
nuevas generaciones y no sólo en éstas, para que descubran
al Salvador, anunciándoles la doctrina con don de lenguas y poniendo
las bases poco a poco, por un plano inclinado hasta que
adquieran una firme vida cristiana.
Ejemplo de los primeros cristianos
11. Os insisto en que, con frecuencia, nos conviene volver a considerar
la conducta de los Apóstoles y de nuestros primeros hermanos en la fe.
Eran pocos, carecían de medios humanos, no contaban entre sus filas
así sucedió, al menos, durante mucho tiempo con grandes
pensadores o gentes de relieve público. Se desenvolvían en un ambiente
social de indiferentismo, de carencia de valores, semejante, en muchos
aspectos, al que nos toca ahora afrontar. Sin embargo, no se amedrentaron.
«Tuvieron una conversación maravillosa con todas las personas
a las que encontraron, a las que buscaron, en sus viajes y peregrinaciones.
No habría Iglesia, si los Apóstoles no hubieran mantenido ese diálogo
sobrenatural con todas aquellas almas»[16].
Mujeres y hombres, sus contemporáneos, experimentaron una profunda transformación
al ser tocados por la gracia divina. No se adhirieron simplemente a
una nueva religión, más perfecta que las que ya conocían, sino que,
por la fe, descubrieron a Jesucristo y se enamoraron de Él, del Dios-Hombre
que se había entregado en sacrificio por ellos y había resucitado para
abrirles las puertas del Cielo. Este hecho inaudito penetró con enorme
fuerza en las almas de aquellos primeros, confiriéndoles una fortaleza
a prueba de cualquier quebranto. «Ninguno ha creído a Sócrates hasta
morir por su doctrina anotaba sencillamente san Justino a mediados
del siglo II; pero, por Cristo, hasta los artesanos y los ignorantes
han despreciado, no sólo la opinión del mundo, sino también el temor
de la muerte»[17].
En un mundo que anhelaba ardientemente la salvación, sin saber dónde
encontrarla, la doctrina cristiana se abrió paso como una luz encendida
en medio de la obscuridad. Aquellos primeros supieron, con su comportamiento,
hacer brillar ante sus conciudadanos esa claridad salvadora y se convirtieron
en mensajeros de Cristo sencillamente, con naturalidad, sin alardes
llamativos con la coherencia entre su fe y sus obras. «Nosotros
no decimos cosas grandes, pero las hacemos»[18],
escribió uno de ellos. Y cambiaron el mundo pagano.
En la Carta apostólica que dirigió a toda la Iglesia, en preparación
del gran jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II explicaba que
«en Cristo la religión ya no es un "buscar a Dios a tientas" (cfr. Hch
17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta
en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta
hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo
consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre
es capacitado para responder a Dios»[19].
Es cuestión de fe
12. Veo en estas palabras otra consideración que querría proponeros,
de cara a la necesidad de empeñarnos sin tregua en la tarea de la nueva
evangelización de la sociedad. Ante todo necesitamos fe y esperanza
firmemente asumidas; es decir, caminar en cada momento íntimamente convencidos
con un convencimiento que brota del trato con la Trinidad
de que es posible cambiar el rumbo de este mundo nuestro, enderezar
a la gloria del Señor y a la conversión de las almas todas las actividades
humanas. Ciertamente no faltarán la lucha, los sufrimientos, pero siempre
avanzaremos in lætítia, con alegría y confianza, porque nos asiste
la promesa divina: pídeme y te daré en herencia las naciones, los
confines de la tierra en propiedad (Sal 2, 8).
Impresiona vuelvo a repetir contemplar cómo los Apóstoles,
sin más medios que la fe en Cristo y animados por una esperanza segura
y alegre, se dispersaron por la tierra entonces conocida y difundieron
la doctrina cristiana en todas partes. ¡San Josemaría gozaba al celebrar
sus fiestas, y las de aquellas santas mujeres que acompañaron a Jesús
durante sus pasos terrenos! Las figuras de los Apóstoles, de María Magdalena,
de Lázaro, de Marta y María, hermanas de Lázaro, le entusiasmaban. De
cada uno, de cada una, podemos aprender a creer más, del todo, en Jesucristo
y a amarle con la intensidad con que le amaron los que le trataron.
Como nosotros, también ellos se verían con miserias y, a pesar del escaso
número en comparación con la población de las naciones conocidas, extendieron
la semilla divina con su ejemplo cotidiano y con su palabra confortadora.
Recuerdo la fuerza con que nuestro Padre, al hablar del apostolado en
un ambiente difícil, aseguraba: «¡Es cuestión de fe!»
Sí, ¡es cuestión de fe! Esa fe que, como señala el Señor en el Evangelio,
tiene la capacidad de remover los montes de su sitio (cfr. Mt
17, 20) y de superar cualquier obstáculo; que es como los ríos, que
se abren cauce hasta el mar desde las peñas altas (cfr. Sal 103/104,
10). Por eso os pregunto y me pregunto: ¿con qué fe nos movemos a la
hora del apostolado, sabiendo que es siempre hora? ¿Estamos verdaderamente
convencidos de que, como escribe san Juan, ésta es la victoria que
ha vencido al mundo, nuestra fe (1 Jn 5, 4)? ¿Actuamos en
consecuencia? ¿Afrontamos los obstáculos que surjan con espíritu optimista,
con moral de victoria? Y para eso, ¿apoyamos cada actividad apostólica
concreta con la oración y con el sacrificio? ¿Damos testimonio de nuestra
fe, sin dejarnos atemorizar por las dificultades del ambiente?
Repitamos más frecuentemente al Señor: ¡creo, Señor; ayuda mi incredulidad!
(Mc 9, 24). Muy profundamente conmovía a san Josemaría esta petición
del padre de aquel hijo lunático. No nos conformemos con nuestros modos
de implorar las virtudes teologales al Señor. San Josemaría, consciente
de que la fe es un don sobrenatural que sólo Dios puede infundir e intensificar
en el alma, manifestaba en una ocasión: «Todos los días, no una
vez sino muchas, se lo repito yo (...). Le diré algo que le pedían los
Apóstoles (...): adáuge nobis fidem! (Lc 17, 5), auméntanos
la fe. Y añado: spem, caritátem; auméntanos la fe, la esperanza
y la caridad»[20].
Un firme punto de apoyo
13. El Santo Padre Benedicto XVI, en diversas ocasiones, ha hecho notar
las contradicciones del tiempo en que vivimos. «En numerosas partes
del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche
igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento
de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar:
¡no es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo,
junto al olvido de Dios existe como un "boom" de lo religioso. No quiero
desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también
la alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo, la religión se
convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada,
y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a
la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en
el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte»[21].
Y el Papa concluye con la siguiente invitación: «Ayudad a los
hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino:
Jesucristo»[22].
A pesar del clima de relativismo y permisivismo dominante en amplios
estratos de la sociedad, muchas personas se hallan sedientas de eternidad,
quizá tras haber tratado inútilmente de saciarla en las cosas perecederas.
¡Qué gran verdad se encierra en aquellas conocidas palabras de san Agustín!:
«Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que
descansa en ti»[23].
Sólo Dios, en efecto, satisface completamente los anhelos del espíritu
humano. Por eso, seamos mujeres y hombres de recia piedad, que acuden
a los diversos modos de orar el auténtico quitapesares con
sinceros deseos de ser más rezadores. Acerquémonos a la Santa Misa con
fe honda, persuadidos de que se hace sacramentalmente presente el Sacrificio
del Calvario, el Sacrificio que nos trajo la salvación y nos revitaliza
para la batalla de cada día hacia la santidad.
14. Causaba una profunda impresión la fe, la piedad, el recogimiento
con que san Josemaría se metía cuerpo y alma en el tiempo
de la Consagración eucarística. Se maravillaba a diario, con renovado
agradecimiento y nueva devoción ante el misterio de la transustanciación,
ante este entregamiento del Hijo de Dios al Padre, con el Espíritu Santo,
por las almas. Pienso que no exagero al afirmar que, al saberse en esos
instantes ipse Christus, de ahí extraía toda la fuerza de su
eficacia y de su extensa actuación apostólica. Con idéntica fe ardiente
se le contemplaba mientras repetía, antes de dar la Sagrada Comunión,
las palabras del Bautista: ecce agnus Dei! Exhortó a todos los
católicos, y lo repetía a sus hijas e hijos, a los sacerdotes, que es
necesario identificarse con Cristo, porque así nos ha invitado Él y
porque así atraeremos a las almas hacia el Amor de Dios. Actualizar
nuestra fe, como nuestro Padre, precisamente en el momento de la transustanciación
es una ayuda poderosa para hacer de cada día una misa.
Esta certeza de que Dios quiere contar con nosotros puede y debe constituir
un firme punto de apoyo para renovar diariamente nuestro afán apostólico;
ha de ser un impulso que nos empuje llenos de esperanza y optimismo
sobrenatural al servicio de las personas que pasan a nuestro lado:
«Nos hemos de encender en el deseo y en la realidad de llevar
la luz de Cristo, el afán de Cristo, los dolores y la salvación de Cristo,
a tantas almas de colegas, de amigos, de parientes, de conocidos, de
desconocidos sean cualesquiera sus opiniones en cosas de la tierra,
para darles a todos un buen abrazo fraterno. Entonces seremos rubí encendido,
y dejaremos de ser esta nada, este carbón pobre y miserable, para ser
voz de Dios, luz de Dios, ¡fuego de Pentecostés!»[24].
ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS
15. En todo el mundo y siempre, hay que realizar un hondo apostolado
de la inteligencia. "Comunicar" sobre la verdad para "comunicar"
la Verdad. Esta es la síntesis de toda la tarea apostólica. No
cabe el cansancio en la petición a Dios con humildad, con insistencia,
con confianza de que abra a su luz las inteligencias y los corazones.
Muchas gentes repiten, como los Magos: hemos visto su estrella en
el Oriente y hemos venido a adorarle (Mt 2, 2). Nos
lo manifestarán si los que creemos en Cristo nos acercamos a todos con
sincera amistad, impregnada de caridad y comprensión, de simpatía también
humana, avalada por la vida de piedad; y también con agradecimiento
por el bien que no pocos realizan en tantas áreas.
Lo que maravilla en la actitud de los Magos comenta Benedicto
XVI, «es que se postraron en adoración ante un simple niño
en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la
pobreza de una cabaña en Belén (cfr. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible?
¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era "el rey de los judíos"
y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella,
que habían visto "al salir", y que se había parado precisamente encima
de donde estaba el Niño (cfr. Mt 2, 9).
»Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no hubieran
sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey
Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se
pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron,
aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén:
reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos
y simbólicos que habían llevado consigo»[25].
No olvidemos que «Nuestro Señor se dirige a todos los hombres,
para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo
a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado
a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles
(cfr. Lc 2, 9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios,
han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar
la voz de Dios»[26].
16. Esta labor no está reservada a personas que trabajen en campos especialmente
cualificados. De gran eficacia será siempre el apostolado personal de
cada cristiano, en el ámbito en el que habitualmente se desenvuelve
su existencia ordinaria. Por eso, os sugiero que nos detengamos, en
un examen personalísimo, sobre cómo procuramos ayudar a las almas para
que se avecinen a Dios: qué oración; qué sacrificios; cuántas horas
de trabajo bien acabado hemos ofrecido; qué conversaciones hemos mantenido
oralmente, por escrito con amigos, parientes, compañeros,
conocidos. Contagiemos esta santa preocupación a quienes con nosotros
conviven, porque la fe en la eficacia de las enseñanzas de Cristo nos
ha de estimular a servir y a querer más a nuestros hermanos y hermanas:
nadie nos puede dejar indiferentes.
El apostolado de la inteligencia, como digo, es tarea de todos. Pero,
sin perder de vista los numerosos campos en los que resulta urgente
una nueva evangelización, hoy resulta prioritario impregnar con la doctrina
de Cristo algunos ámbitos particulares. Basta considerar las
tareas de los gobernantes, de los científicos e investigadores, de los
profesionales de la opinión pública, etc.; sin olvidar que todos los
hombres y mujeres experimentan experimentamos la necesidad
de escuchar la voz del Señor y de seguirla.
«La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el
espíritu de este mundo parece más poderoso», escribía el beato Juan
Pablo II, a causa de la existencia «de "modernos areópagos", es decir,
de nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia,
de la cultura, los medios de comunicación; son los ambientes en los
que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores
y los artistas»[27].
La investigación y la enseñanza
17. Aunque hemos de estar siempre abiertos a todos, queda claro que
dar a conocer el Evangelio a las personas que se mueven en ambientes
intelectuales, adquiere una gran importancia. Concretamente, quienes
trabajan en instituciones universitarias han de recordar unas palabras
del Señor, dirigidas a todos, y cabe considerar que van especialmente
a ellos: vos estis lux mundi (Mt 5, 14), debéis ser luz
del mundo. En efecto, su tarea profesional les coloca en la vanguardia
de la nueva evangelización. San Josemaría, que tanto impulsó incluso
antes de 1928 el apostolado con intelectuales, escribía: «La
Universidad tiene como su más alta misión el servicio a los hombres,
el ser fermento de la sociedad en que vive»[28].
Palabras que expresan muy bien cuál ha de ser la dirección apostólica
que han de seguir quienes actúan en esos ambientes: ser fermento, dar
luz y calor la luz y el calor del Evangelio para que sus
amigos y colegas, sus alumnos, impregnen su alma y su actuación con
la Buena Nueva de Cristo, en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia.
De este modo contribuirán a la evangelización de la cultura. De perenne
actualidad se demuestra aquel punto de Camino: «Has de
prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros, para que éstos a
su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno
de estos últimos a sus compañeros de profesión.
»¡Cuántas calorías espirituales necesitas! Y ¡qué responsabilidad
tan grande si te enfrías!, y no lo quiero pensar ¡qué crimen
tan horroroso si dieras mal ejemplo!»[29].
No permitamos que caiga en el vacío el sano reto de fomentar que muchas
personas e instituciones, en todo el mundo, promuevan empujados
por el ejemplo de los primeros cristianos una nueva cultura, una
nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la dignidad de la
persona humana y su destino a la gloria de los hijos de Dios en Jesucristo
(cfr. 2 Cor 3, 18). Si todos hemos de rezar y colaborar con entera
generosidad para lograrlo, a los profesores de universidad y a los investigadores
les incumbe la responsabilidad de un empeño hondo y perseverante, para
aprovechar cada una de las ocasiones que les proporciona el ejercicio
de la profesión. La fe se configura, en este contexto, como el apoyo
para avanzar hacia la verdad al tiempo que nos empeñamos, por la misma
fuerza de la virtud, a llevarla a todos los ámbitos, y ayudar a que
la reciban o la aumenten quienes nos rodean.
18. La investigación ocupa un lugar destacado en el trabajo de los profesores
universitarios y de otros intelectuales. En esa tarea, el cristiano
empeñado en la búsqueda y difusión de la verdad, animado por el recto
afán de colaborar en la configuración de un saber que supere la fragmentación
y el relativismo, descubre constantes oportunidades para desarrollar
un hondo apostolado doctrinal. Ningún tema de investigación, ningún
área del amplio campo de la enseñanza es neutra desde el punto
de vista de la fe. Todo nuestro quehacer, hasta unas lecciones de ciencias
químicas por señalar un ejemplo bien gráfico pueden cooperar
o no a la extensión del Reino de Cristo. «La necesaria objetividad
científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad,
todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida
y el trabajo entero del científico»[30].
Si al profesor, al investigador, le mueve principalmente el deseo de
dar gloria a Dios y de servir a las almas, entonces la coherencia cristiana
de su ejemplo, la disponibilidad que muestra hacia alumnos y colaboradores,
la rectitud con que enfoca su labor, el empeño por formar a sus discípulos
y transmitir su saber, contribuyen indudablemente a que las personas
que le escuchan o que reciben el eco de su trabajo, descubran o palpen
la huella de los seguidores de Cristo.
Por otra parte, estos trabajos científicos facilitan las relaciones
profesionales con investigadores prestigiosos del propio país o de otros
países; conducen a establecer amistades sinceras, que son el ambiente
natural del apostolado personal, que facilita lograr que los colegas,
en su trabajo investigador, respeten al menos los principios morales
fundamentales.
Los católicos responsables que intervienen en estos lugares cruciales
para la nueva evangelización, deberían preguntarse cómo llegar, en la
medida de sus posibilidades, también a los medios de comunicación y
a los foros de opinión, para transmitir buena y sólida doctrina en materias
de su especialidad: colaborando en la prensa; interviniendo en programas
de radio y de televisión o a través de internet; participando en actividades
culturales, ofreciendo una opinión científica autorizada sobre temas
que surgen en el debate público, etc. Y, a su vez, los católicos que
promueven empresas de comunicación y opinión pública, o trabajan profesionalmente
en esos medios, deben esforzarse para que sus páginas o sus cámaras
presenten, con altura y rigor, lo limpio y lo recto que se realiza en
estos espacios.
Me interesa que quede bien claro que quienes intervienen en estas áreas,
han de sentir la responsabilidad de sacar partido a sus talentos, sin
olvidar que otras muchas personas, con trabajos materiales o aparentemente
de poco relieve, se esmeran en convertir su ocupación en plegaria a
Dios, para que los hombres y mujeres que cuentan en las áreas que dirigen
la sociedad sepan ser enteramente responsables, conscientes de que Dios
les pedirá cuenta de su rendimiento; y han de mostrarse muy agradecidos
a los que trabajan, por así decir, en la penumbra. Viene muy al caso
lo que comentaba san Josemaría: ¿quién tiene más importancia, el Rector
Magnífico de una Universidad o la última persona que atiende la manutención
del edificio? Y se contestaba sin dudar: el que cumple su tarea con
más fe, con más afán de santidad.
Armonía entre fe y razón
19. Los que nos sabemos hijos de Dios hemos de propagar que no hay «motivo
de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de
la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización (...). Dios
y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una
relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra
la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde
la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su
grandeza»[31].
Mantiene plena actualidad el horizonte que describía san Josemaría:
«Sobre la base firme de un profundo saber científico, hemos de
mostrar que no hay oposición alguna entre la fe y la razón»[32],
sino que, al contrario, debe existir una plena sintonía, porque los
dos ámbitos de conocimiento proceden de Dios, del Logos creador
que, además, se ha hecho hombre.
En la Carta apostólica Novo millénnio ineúnte, Juan Pablo II
escribió: «Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente
en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran
esfuerzo con el fin de explicar adecuadamente los motivos de las posiciones
de la Iglesia, subrayando, sobre todo, que no se trata de imponer a
los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender
los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad
se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la
política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten
los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser
humano y el futuro de la civilización»[33].
Para esta tarea, se necesita don de lenguas, que se alcanza cuando
se invoca con fe al Espíritu Santo y se ponen los medios humanos.
De todos es conocida la plena libertad que, dentro de la doctrina católica,
la Iglesia reconoce a sus hijos en la propia actuación profesional y
en cuanto ciudadanos, iguales a los demás ciudadanos. La sensibilidad
hacia los problemas humanos, el sentido sobrenatural para enjuiciarlos
y resolverlos cristianamente, según la recta conciencia bien formada,
ha de espolear la responsabilidad apostólica personal, para aportar
al debate científico una visión más humana y siempre cristiana. Por
eso, conviene abordar con rectitud seria aquellos trabajos que presentan
especial relevancia doctrinal y ética, en las áreas científicas y humanistas
propias de cada uno. La crisis moral por la que atraviesa la sociedad,
y la necesidad perenne de evangelizar, vuelven aún más urgente que los
investigadores cristianos no cejen en esta labor y desarrollen con constancia
y hondura esos temas, para contribuir a resolver correctamente los problemas
actuales.
La moralidad pública
20. Otro desafío prioritario de evangelización es el de la moralidad
pública. Uno de los obstáculos que con mayor virulencia se opone al
reinado de Cristo, en las almas y en la entera sociedad, se alza con
la ola de sensualidad que invade las costumbres, las leyes, las modas,
los medios de comunicación, las expresiones artísticas. Para frenar
este ataque virulento, además de rezar y de invitar a rezar, de reparar
y de mover a la reparación, movidos por una responsabilidad cristiana
y también humana, hemos de movilizar a muchas personas católicos
o no, pero hombres y mujeres de buena voluntad instándoles a que
sientan la urgencia de hacer algo. Sobran los lamentos estériles,
y mucho más cualquier actitud de indiferencia, de conformarse con no
causar personalmente el mal. Por el contrario, a toda hora se presenta
el momento propicio de lanzarse con mayor brío a un apostolado capilar,
a una mudanza radical, comenzando por la propia vida, el propio hogar,
el propio ambiente profesional.
Escuchemos al Apóstol de los gentiles, que nos exhorta: no recibáis
en vano la gracia de Dios. Porque dice: "en el tiempo favorable te escuché.
Y en el día de la salvación te ayudé". Mirad, ahora es el tiempo favorable,
ahora es el día de la salvación (2 Cor 6, 1-2). Hemos de
proceder los cristianos con la seguridad de la fe, precisamente para
sanar todo lo que a nuestro alrededor desentona con la ley de Dios,
sin respetos humanos, sin miedo a que se note nuestra condición de personas
convencidas de nuestra fe. Hay valores que no son negociables, como
repetidas veces ha manifestado Benedicto XVI: «La protección de la
vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la
muerte natural; el reconocimiento y promoción de la estructura natural
de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio,
y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas
radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la perjudican y contribuyen
a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable
papel social; la protección del derecho de los padres a educar a sus
hijos»[34].
El Papa aclaraba que «estos principios no son verdades de fe, aunque
reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la
misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad.
La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional,
sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación
religiosa. Esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o
tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra
la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia
misma»[35].
21. Idéntico razonamiento, con igual motivo, cabe sostener sobre puntos
esenciales de la doctrina cristiana que sufren, en nuestros días, un
acoso intolerante por parte de grupos de personas ciegamente obstinadas
en eliminar el sentido religioso de la sociedad civil. Desgraciadamente
abundan los ejemplos; desde burdos ataques a Jesucristo, a quien tratan
de poner en ridículo, hasta acusaciones calumniosas contra la Iglesia,
sus ministros, sus instituciones.
La tarea del cristiano, que desea ser coherente con su vocación, consiste
en mostrar a Cristo a los demás, saberse altavoz primero con el
ejemplo, pero también con la palabra oportuna de las enseñanzas
de la Iglesia, especialmente en los temas más debatidos en la opinión
pública. Salta a mi memoria lo que tan claramente expuso don Álvaro:
«Como es preciso barrer primero la propia casa (...), cada uno debe
examinar cómo se preocupa de este cometido eminentemente cristiano»[36].
Palabras que suenan como un eco de la predicación del Apóstol a los
primeros fieles: ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación
(...); que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor,
sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no
conocen a Dios. En este asunto, que nadie abuse ni engañe a su hermano
(...); porque Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad
(1 Ts 4, 3-7).
La recomendación de san Pablo adquiere singular relieve en las circunstancias
presentes. Resulta imposible, en efecto, luchar eficazmente contra esa
ola viscosa y sucia que pugna por envolverlo todo, si en nuestro interior
se admite alguna complicidad aunque parezca pequeña con
esas «cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de
ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales,
los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón»[37].
Con el mismo relieve destaca el texto de san Gregorio Nacianceno, que
el beato Juan Pablo II citaba en su exhortación apostólica sobre la
misión de los Obispos. Así se expresaba ese Padre y Doctor de la Iglesia:
«Primero purificarse y luego purificar; primero dejarse instruir por
la sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego iluminar;
primero acercarse a Dios y luego llevar a otros a Él; primero ser santos
y luego santificar»[38].
Porque no nos consideramos mejores que los demás y no nos equivocamos
en esta apreciación, nos conviene volver una vez y otra a tratar
de adecuar lo más perfectamente posible nuestra situación personal a
la doctrina de Jesucristo. Hemos de persuadirnos de que, primero, hemos
de pelear en nuestro interior, decididos de verdad a conformar con el
querer de Dios nuestros pensamientos, proyectos, palabras y obras, hasta
los más pequeños: «La lucha tiene un frente dentro de nosotros
mismos, el frente de nuestras pasiones. Vigila quien pelea interiormente,
para apartarse decididamente de la ocasión de pecado, de lo que puede
debilitar la fe, desvanecer la esperanza o desmejorar el Amor»[39].
22. Aquí se centra se centrará siempre un punto de examen
diario para los próximos meses. ¿Cómo es nuestra lucha por la santidad?
¿Descendemos a detalles concretos, en sintonía con lo que nos sugieren
en la dirección espiritual personal? ¿Acudimos con frecuencia al Señor,
implorando una fina delicadeza de conciencia que en nada coincide
con los escrúpulos, para descubrir las pequeñas grietas en los
muros del alma, por las que intenta introducirse el enemigo restando
eficacia también a nuestra tarea apostólica? ¿Nos llena de contento
la posibilidad de encontrar nuevos puntos de lucha, para afrontarlos
decididamente, deportivamente, sostenidos por la gracia de Dios?
Non enim vocávit nos Deus in immundítiam sed in sanctificatiónem
(1 Ts 4, 7). Nos ha llamado Dios, no a la inmundicia, sino a la
santidad. Aunque otra cosa pretendan inculcar algunos medios de comunicación
o desviaciones de cualquier tipo con la complicidad, en primer
término, de nuestras tendencias desordenadas, la pelea por la
limpieza de conducta se muestra siempre atractiva, siempre posible;
por tanto, en cualquier circunstancia puede y debe proponerse este ideal
a cada persona, por aparentemente lejos que se encuentre de esta meta.
No existe criatura humana que no busque un asidero donde agarrarse,
en este mar de olas y tempestades que atraviesa nuestra época, y que
realmente no es una situación nueva. Los cristianos contamos con la
inmensa fortuna y capacidad de transmitir esa seguridad, que muchos
anhelan quizá sin darse cuenta. Sigamos adelante, peleando con alegría
las batallas del Señor (cfr. 1 Mac 3, 2), in hoc pulchérrimo
caritátis bello, en esta hermosísima pelea de caridad cuyo desenlace
feliz se encuentra plenamente asegurado, con la victoria del Señor,
para los que se mantienen fieles a su Amor.
23. Benedicto XVI ha subrayado recientemente l |