|
Itinerarios
de vida cristiana
|
|
|
|
|
Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Cantando ayer el Te
Deum en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, ante el
Santísimo Sacramento expuesto en la custodia, dábamos gracias a la Trinidad
Beatísima por los beneficios que nos ha concedido en el año que acaba
de transcurrir. Me sentí muy unido al Papa y a toda la Iglesia, especialmente
a cada una y a cada uno de vosotros, y a los innumerables Cooperadores
y amigos de la Prelatura. He visto y he oído cómo nuestro Padre rezaba
este himno, con hambre de unirse al canto de alabanza que toda la creación
rinde a Dios. Todas las mañanas, después de celebrar la Santa Misa y
mientras se quitaba los ornamentos sacerdotales, lo recitaba con inmensa
devoción, bien unido a sus hijas y a sus hijos.
En estos días de Navidad,
y siempre, es lógico que se alce con más intensidad al Cielo nuestra
acción de gracias, en primer lugar, por la encarnación y el nacimiento
de Nuestro Señor Jesucristo. Este don es el fundamento perenne de nuestra
gratitud, de nuestra alabanza, de nuestra adoración, a un Dios que no
cesa de amarnos con locura y que nos lo manifiesta sin interrupción.
El comienzo del año
nuevo nos debe ayudar a tener más presente esta prueba del amor divino.
Los Padres de la Iglesia y todos los santos, en las diversas épocas
de la historia, se han llenado de admiración al considerar que, con
el nacimiento de Cristo, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Inmenso
se ha hecho pequeño asumiendo nuestra limitada condición humana. «¿Qué
mayor gracia pudo concedernos Dios?», se pregunta san Agustín. «Teniendo
un Hijo único lo hizo Hijo del hombre, para que el hijo del hombre se
hiciera hijo de Dios. Busca dónde está tu mérito, busca de dónde procede,
busca cuál es tu justicia; y verás que no puedes encontrar otra cosa
que no sea pura gracia»[1].
Nuestro asombro y nuestro
agradecimiento aumenta aún más si consideramos que Dios no nos ha dado
solamente este regalo por un tiempo o para un momento determinado, sino
para siempre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del
espacio, para hacer posible "hoy" el encuentro con Él. Los textos litúrgicos
navideños nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados
por Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los
hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas,
este "hoy ha nacido para nosotros el Salvador", no estamos utilizando
una expresión convencional vacía, sino entendemos que Dios nos ofrece
hoy, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad
de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para
que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme
con su Gracia, con su Presencia[2].
A la luz del amoroso
designio divino con la humanidad entera y con cada uno, adquieren su
verdadero relieve los acontecimientos del año que acaba de concluir:
la salud y la enfermedad, los éxitos y los fracasos, los acontecimientos
felices y los dolorosos, lo que consideramos bueno y lo que nos pareció
menos bueno... Qué bien lo expresó nuestro Fundador en aquel punto de
Camino, cuando exhorta a levantar el corazón a Dios, en
acción de gracias, muchas veces al día. Porque te da esto y lo
otro. Porque te han despreciado. Porque no tienes lo que
necesitas o porque lo tienes.
Porque hizo tan
hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. Porque creó el
Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. Porque hizo
a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
Dale gracias
por todo, porque todo es bueno[3].
Es cierto que en el
mundo abundan los dramas y sufrimientos: catástrofes naturales que arrebatan
la vida a millares de personas, focos de guerra y violencia en muchos
lugares, enfermedades y carencia de bienes de primera necesidad en innumerables
puntos de la tierra, divisiones y rencillas en las familias y entre
los pueblos... A todo esto hay que añadir ahora la profunda crisis económica
que afecta a muchos países, con tantos hombres y mujeres en paro forzoso.
Sin embargo, aunque
la razón no llegue a entender el porqué de estas situaciones, la fe
nos asegura que este tiempo nuestro encierra ya, de forma definitiva
e imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo salvador (...).
La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y
débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a reencontrar la presencia
de Dios y de su amor que da la salvación también en las horas breves
y fatigosas de nuestra vida cotidiana? ¿No es una invitación a descubrir
que nuestro tiempo humano también en los momentos difíciles y
duros está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor,
es más, por la Gracia que es el Señor mismo?[4].
Hagamos memoria, hijas
e hijos míos, de los innumerables beneficios recibidos en los meses
que acaban de transcurrir. Podemos meditarlos en la intimidad de la
oración. A pesar de nuestra poquedad personal, ha sido un año más de
fidelidad a nuestra vocación cristiana en la Iglesia, siguiendo el espíritu
de la Obra. Y podemos enumerar otros muchos beneficios: los frutos espirituales
de un trabajo ofrecido a Dios y realizado con espíritu de servicio a
las almas; las personas que, gracias al ejemplo y a la palabra apostólica
de los hijos de Dios, se han acercado con intimidad al Señor o lo han
descubierto en la trama de su existencia ordinaria; el comienzo de la
labor apostólica estable de fieles de la Prelatura en nuevos países
y su consolidación en otros; la llamada divina a servirle en el Opus
Dei que el Señor ha dirigido a muchas personas en el mundo entero; la
profunda remoción interior, las conversiones y vocaciones de entrega
total, siguiendo los más variados caminos espirituales, que Dios ha
suscitado en la Iglesia con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud
celebrada en el mes de agosto... Y tantos otros beneficios en la vida
personal, familiar y social, que toca a cada uno descubrir y agradecer.
Ante este panorama
sin fronteras, podemos hacer nuestra la oración que san Josemaría rezó
innumerables veces, especialmente en los últimos años de su existencia
terrena: Sancte Pater, omnipotens, æterne et misericors Deus,
Beata Maria intercedente, gratias tibi ago pro universis beneficiis
tuis etiam ignotis[5];
Padre Santo, omnipotente, eterno y misericordioso Dios: por la intercesión
de la bienaventurada Virgen María te doy gracias por todos tus beneficios,
también los desconocidos. Porque, efectivamente, son más los beneficios
que nos han pasado inadvertidos que los que conocemos. ¿Quién podría
contar las veces que el Señor, con su paternal providencia, nos ha librado
de peligros del alma y del cuerpo? ¿Quién sería capaz de enumerar las
gracias que la Santísima Virgen nos ha conseguido en estos meses?
Por eso, es natural
y sobrenaturalmente lógico que tratemos de mantener una constante actitud
de agradecimiento. Como exhortaba san Josemaría al comienzo de un nuevo
año: Ut in gratiarum semper actione maneamus! Que estemos siempre
en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece
bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo
blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y
por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno.
Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también
en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido
y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito que
traerá mucho bien para nuestras almas de no ser nunca más infieles[6].
Dirijamos ahora la
mirada al año que comienza. ¡Cuántos beneficios nos otorgará el Señor,
si lo recorremos de la mano de Santa María! Se lo pedimos a nuestra
Madre en esta fecha en la que la Iglesia conmemora solemnemente su Maternidad
divina.
Las fiestas de estas
semanas nos impulsan a empaparnos del clima de la primera Navidad. Ante
el belén, imaginando los detalles de cariño de María y José con el Recién
Nacido, habremos examinado cómo es nuestro trato con los demás: nuestra
propia familia, los amigos, los colegas, y todas las personas que Dios
de un modo u otro va poniendo a nuestro lado. Para todos
hemos de ser luminarias que lleven a Cristo, como deseaba el Papa al
reflexionar sobre las luces que adornan el árbol de Navidad. Que
cada uno de nosotros decía aporte algo de luz en
los ambientes en que vive: en la familia, en el trabajo, en el barrio,
en los pueblos, en las ciudades. Que cada uno sea una luz para quien
tiene al lado; que deje de lado el egoísmo que, tan a menudo, cierra
el corazón y lleva a pensar sólo en uno mismo; que preste más atención
a los demás, que los ame más. Cualquier pequeño gesto de bondad concluía
el Santo Padre es como una luz de este gran árbol: junto con
las otras luces ilumina la oscuridad de la noche, incluso de la noche
más oscura[7].
Apliquemos estas consideraciones
a la existencia cotidiana, tan rica de oportunidades de entrega a Dios
y a los demás. Es cierto que somos y nos sentimos poca cosa; por eso
mismo, os transmito la invitación de nuestro Fundador a volvernos voluntariamente
pequeños delante de Dios, para que nuestro Padre celestial y nuestra
Madre la Virgen se ocupen con especial esmero de cada uno. Esta decisión
comporta el deseo de renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia;
reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la
gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para
perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan
los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños[8].
El trato de los hijos
pequeños con sus padres su abandono en ellos, su confianza, sus
audaces peticiones nos sirve de modelo para nuestras relaciones
con Dios. Es la actitud fundamental del cristiano, que, renovada un
día y otro, jornada tras jornada, nos asegura que andamos por la senda
justa, independientemente de los éxitos o fracasos que puedan presentarse.
¿Nos detenemos con frecuencia a pensar si estamos caminando con el Señor?
¿Le dejamos que nos acompañe a toda hora? ¿Cómo le hablamos de lo que
se nos presenta en cada momento?
¿Quién va a ser mejor
Maestra que la Santísima Virgen? Al escuchar el anuncio de san Gabriel,
se abandonó plenamente a la Voluntad divina fiat mihi secundum
verbum tuum!, y creyó firmemente que se cumplirían las
cosas que se te han dicho de parte del Señor, como proclamó santa
Isabel, inspirada por el Espíritu Santo[9].
Luego, en Caná, dirigió a su Hijo una petición llena de fe, intercediendo
por las necesidades de los esposos no tienen vino
y recomendó a los sirvientes cumplir exactamente lo que les indicara
el Señor: haced lo que Él os diga[10].
Miremos más a la Virgen, invoquémosla más.
Dentro de pocas fechas,
el 9 de enero, se cumplen ciento diez años del nacimiento de san Josemaría.
Aprovechemos este aniversario para acudir con fe a su intercesión, pidiendo
por la Iglesia y la humanidad. Llevadle de modo especial las necesidades
de la Obra, de sus hijas y de sus hijos en el mundo entero, y seguid
rezando por mis intenciones. Todas y todos estáis constantemente presentes
en mi oración; especialmente los que pasan por momentos de mayor sufrimiento
físico o espiritual. Con palabras de san Pablo, os aseguro que es
justo que yo sienta esto por cada uno de vosotros, ya que os tengo en
el corazón (...). Dios es testigo de cómo os amo a todos vosotros en
las entrañas de Cristo Jesús[11].
Me parece también muy
oportuno que recordemos el empuje sobrenatural y humano, el optimismo
nacido de la fe, que san Josemaría transmitió a sus hijos en la Carta
Circular del 9 de enero de 1939, un año después de su llegada a Burgos,
pensando en el incremento de la labor apostólica de la Obra al concluir
la guerra civil española, cuyo fin era ya inminente.
¿Obstáculos?
No me preocupan los obstáculos exteriores: con facilidad los venceremos.
No veo más que un obstáculo imponente: vuestra falta de filiación
y vuestra falta de fraternidad, si alguna vez se dieran en nuestra
familia. Todo lo demás (escasez, deudas, pobreza, desprecio, calumnia,
mentira, desagradecimiento, contradicción de los buenos, incomprensión
y aun persecución de parte de la autoridad), todo, no tiene importancia,
cuando se cuenta con Padre y hermanos, unidos plenamente por Cristo,
con Cristo y en Cristo. No habrá amarguras, que puedan quitarnos la
dulcedumbre de nuestra bendita Caridad[12].
Con la fuerza de nuestro
Padre, y en su nombre, os pido que afinemos en la filiación y en la
fraternidad. Si no cuidásemos a fondo estos pilares de nuestra familia
sobrenatural, se provocarían grietas en la estructura de la Obra, a
las que ninguno debe quitar importancia. Os digo lo que también nos
comunicó en los años 50: que recemos el oremus pro unitate apostolatus,
porque lo vivamos sin solución de continuidad.
Con todo cariño, deseándoos
los mejores regalos del Cielo en este nuevo año, os bendice
vuestro
Padre
+ Javier
Roma,
1 de enero de 2012.
---------------
[1] San Agustín, Sermón
185 (PL 38, 999).
[2] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 21-XII-2011.
[3] San Josemaría, Camino,
n. 268.
[4] Benedicto XVI, Homilía
en las I Vísperas de la solemnidad de María, Madre de Dios, 31-XII-2010.
[5] San Josemaría, Notas
de una reunión familiar, 15-IX-1971.
[6] San Josemaría, Notas
de una meditación, 25-XII-1972.
[7] Benedicto XVI, 7-XII-2011.
[8] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 143.
[9] Lc 1, 38 y
45.
[10] Jn 2, 3
y 5.
[11] Flp 1, 7-8.
[12] San Josemaría,
Carta Circular, Burgos, 9-I-1939; en A. Vázquez de Prada, "El
Fundador del Opus Dei", II, p. 380.
|