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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Os escribo estas líneas
teniendo bien grabada en la memoria la imagen de Benedicto XVI y de
los innumerables jóvenes que, acogiendo la convocatoria del sucesor
de san Pedro, acudieron a la Jornada Mundial de la Juventud. Hemos preparado
todos ese evento en la oración, persuadidos de que a muchos les llegaría
de un modo u otro la voz del Señor, que invita a cada uno a seguirle.
Una vez finalizados esos días, continuemos rezando para que las decisiones
de una vida cristiana más intensa y más apostólica maduren en quienes
hemos escuchado y meditado las palabras del Santo Padre.
Os invito a considerar
este mes algunos aspectos que el Romano Pontífice destaca al comentar
la figura del patriarca Abrahán nuestro padre en la fe, como
le llama la liturgia[1],
por su fidelidad constante en cumplir los mandatos del Señor.
A lo largo del caminar
terreno de Abrahán, destaca su escucha atenta de la palabra divina.
Desde que abandona su familia y su tierra natal, dejando atrás las falsas
divinidades para servir al Dios vivo, su existencia está marcada profundamente
por la entrega confiada al Dios que se le ha revelado. También nosotros
hemos de acercarnos a la Sagrada Escritura con el afán de descubrir
la voz de Dios. Así lo expresaba el Romano Pontífice hace pocos meses:
«Quiero invitaros (...) a conocer mejor la Biblia que espero
tengáis en vuestras casas y, durante la semana, deteneros a leerla
y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la
relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica a nosotros
y el hombre que responde, que reza»[2].
Nuestro Fundador daba
el mismo consejo: leer cada día algún párrafo del Nuevo Testamento esforzándose
por hacer una lectura meditada, contemplativa, en primera persona, para
aprovechar las luces del Paráclito. «Leed la Escritura Santa. Meditad
una a una las escenas de la vida del Señor, sus enseñanzas. Considerad
especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel
puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a
otro confín de la tierra»[3].
Como bien conocéis, en su agenda de bolsillo llevaba anotados algunos
textos de la Sagrada Escritura, que repasaba y ponderaba con frecuencia.
De su experiencia personal procede una consideración recogida en Surco:
«Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé
(...), son para que encarnes, para que "cumplas" el Evangelio
en tu vida..., y para "hacerlo cumplir"»[4].
Pero volvamos a la historia
de Abrahán. La fe le conduce a oír con atención la palabra del Señor
y a ponerla por obra. Su intimidad con Dios crece con el trato, hasta
el punto de que la Sagrada Escritura, cuando formula su elogio, dice
de él que era amigo de Dios[5].
También Jesucristo da ese título a los Apóstoles: os he llamado amigos,
porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer[6].
Y nos lo repite a cada una, a cada uno no una vez, ¡muchas!, a lo
largo de la jornada.
El amigo abre su corazón
al amigo, le habla de sus preocupaciones, de sus proyectos y alegrías.
Y, en los ratos de oración, se afianza más y más esa intimidad con Dios.
La historia de Abrahán es paradigmática. Fijémonos en que, cuando el
Señor decide castigar a los habitantes de Sodoma y Gomorra por sus muchos
pecados, se lo comunica antes a su amigo. ¿Cómo podré ocultar a Abrahán
lo que voy a hacer, cuando Abrahán se va a convertir en un pueblo grande
y poderoso, y en él van a ser bendecidos todos los pueblos de la tierra?[7].
El Santo Padre comenta a este propósito: «aquí interviene Abrahán
con su oración de intercesión (...). A través de él, el Señor quiere
reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y
ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del
mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean
salvados»[8].
Impresiona mucho, y
a la vez resulta alentador, este pasaje de la Escritura en el que un
hombre, firmemente apoyado en su condición de amigo, se enfrenta en
cierto modo con el Altísimo, abogando por la conversión de los pecadores
con una oración confiada. ¿Vas a destruir al justo con el malvado?
Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad; ¿la vas a destruir?;
¿no la perdonarás en atención a los cincuenta justos que haya dentro
de ella? Lejos de ti hacer tal cosa; matar al justo con el malvado,
y equiparar al justo y al malvado; lejos de ti[9].
El Señor condesciende
a la petición de Abrahán. Sin embargo, el patriarca, temiendo que ni
siquiera cincuenta justos se hallen en la ciudad, va reduciendo el número
en su diálogo, hasta llegar a una decena: no se enfade mi Señor si
hablo una vez más; quizá se encuentren allí diez. Dios contestó: no
la destruiré en atención a los diez[10].
Al final, como nos consta y causa pena, por la cerrazón de los corazones,
Sodoma y Gomorra fueron destruidas: no se hallaron en esas ciudades
ni siquiera ese pequeño número de justos que las hubieran librado del
castigo.
¡Qué importante es la
oración de unos por otros! Más allá de la conclusión histórica de este
pasaje, aquí se nos revela la grandeza de la misericordia divina. Explica
el Papa que, «con su oración, Abrahán no invoca una justicia meramente
retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta
a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos»[11].
También ahora, como en otros momentos de la historia, el Señor está
dispuesto a convertir los corazones, atendiendo las súplicas de sus
amigos. Pero es preciso que cada una y cada uno rece más, para que las
almas vuelvan a la amistad de Dios y para que nosotros no nos alejemos.
Como decía nuestro Padre, el problema es que «rezamos pocos, y los
que rezamos, rezamos poco».
Es preciso orar siempre
y orar con más intensidad por las necesidades de la Iglesia, de las
almas, del mundo entero. Hagámoslo con fe, humildad y perseverancia.
Recordemos la promesa del Señor a David, descendiente de Abrahán: fui
tecum in omnibus, ubicumque ambulasti[12],
he estado contigo en todas tus andanzas. Estas palabras conmovían mucho
a nuestro Padre, porque veía en ellas la seguridad de que el Señor se
encuentra constantemente junto a sus hijos.
La profecía mesiánica
dirigida a David prosigue con estas otras palabras: cuando hayas
completado los días de tu vida y descanses con tus padres, suscitaré
después de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino
(...). Tu casa y tu reino permanecerán para siempre en mi presencia
y tu trono será firme también para siempre[13].
Esta promesa se hizo realidad en Jesucristo y sigue vigente en la Iglesia.
En una ocasión se cumplen ahora ochenta años, san Josemaría
la entendió como referida también a la Obra, parte viva del Cuerpo místico.
Hacía oración ante el Sagrario, con esfuerzo, cuando el Señor puso en
sus labios esas palabras tal como se leían entonces en la liturgia.
Nuestro Fundador lo dejó escrito en sus apuntes espirituales. «Dicen
así las palabras de la Escritura que encontré en mis labios:
"et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum
in æternum": apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola
despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer
estas palabras (...) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender,
para consuelo nuestro, que "la Obra de Dios estará con Él en
todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre"»[14].
Pensemos más, por tanto,
que tú y yo hemos de estar con el Señor, correspondiendo a los toques
de la gracia. Aunque cada uno de nosotros sea y se sepa poca cosa, nuestro
Padre Dios desea contar con nuestra colaboración junto a los demás
fieles de la Iglesia para llevar su misericordia a la humanidad.
Él desea salvar a los hombres de sus pecados verdadera causa de
todos los males, pero respeta la libertad de las criaturas. Como
en el caso de aquellas ciudades por las que intercedió Abrahán, se precisa
una mínima respuesta por parte de los hombres: «Para transformar
el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por eso los
justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abrahán repite continuamente:
"Quizás allí se encuentren..."»[15].
Recalca el Papa que «"allí", dentro de la realidad enferma,
es donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver
la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras
ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para
que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan
nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es
la ausencia de Dios»[16].
¿Nos damos cuenta de
que nuestra conversación confiada con el Señor ocupa un lugar importante
para que se cumpla el designio divino de la salvación? Dios cuenta con
nuestra pelea personal, con tu oración y la mía, para enviar abundantes
gracias a las almas. ¡No nos desalentemos ante la aparente prepotencia
del mal! El profeta Jeremías buscaba de parte de Dios un solo justo
en Jerusalén, para salvar la ciudad: recorred las calles de Jerusalén,
mirad bien y enteraos, buscad por sus plazas a ver si encontráis a un
hombre, si hay quien haga justicia y busque la fidelidad: entonces la
perdonaré[17]. La
situación ha cambiado radicalmente después de la Encarnación del Verbo.
Ya no es la falta de un justo lo que puede impedir el efecto de la misericordia
divina, porque ese Justo existe: es Jesús, vencedor del pecado y de
la muerte, que en el Cielo conserva la humanidad asumida y vive siempre
para interceder por nosotros[18].
Por eso, no han de faltar nunca quienes, en medio del mundo, eleven
constantemente sus plegarias al Cielo, bien unidos a Jesucristo. Y entonces,
como afirma el Santo Padre, «la oración de todo hombre encontrará
su respuesta; entonces toda intercesión nuestra será plenamente escuchada»[19].
Cuántas veces he oído
de labios de nuestro Padre este grito: «¡Fe, hijos míos, fe!»
Porque todo se remedia si rezamos, si unimos nuestras peticiones a las
que Cristo alza a Dios Padre en la Santa Misa, sacrificio de una eficacia
impetratoria infinita. Así se han comportado siempre los cristianos,
sobre todo en épocas de especial dificultad. Releamos una página de
los Hechos de los Apóstoles, que nos relata la prisión de Pedro en Jerusalén[20].
San Josemaría la consideraba en una de sus meditaciones durante los
meses de persecución religiosa en España, en 1937. Sus palabras, dirigidas
entonces al pequeño grupo de personas que le acompañaban en un refugio,
aparecen plenamente actuales, pues, superando las concretas vicisitudes
históricas, se detienen en lo permanente.
Al meditar sobre esa
escena, nuestro Padre se preguntaba: «¿Qué podían hacer los primeros
cristianos para defender a su primer Papa? La mayor parte de ellos eran
gente sin influencia alguna; y los que la tenían, no podían usarla.
Pero San Lucas no deja de consignarnos la conducta de aquellos primeros
hermanos nuestros. Dice: oratio autem fiebat sine intermissione
(Hch 12, 5). Oraban sin cesar. Toda la Iglesia, en pie, con los
brazos en alto en actitud de oración, clamaba a su Dios. ¿Cuáles fueron
los resultados de esta conducta? Por la noche, en la prisión de Pedro,
un ángel se aparece en su celda, le despierta y le avisa: surge,
velociter (Hch 12, 7); levántate deprisa, vístete y cálzate.
Las cadenas se quebrantan, se franquean las puertas de la prisión, y
el Príncipe de los Apóstoles sale de su encierro»[21].
¡Cómo deseo que este
comentario de nuestro Fundador nos impulse a una oración por la Iglesia,
por el Papa, por todas las almas, llena de confianza! En los ratos de
meditación delante del Sagrario, hablemos con el Señor de nuestros amigos,
de nuestros parientes, de nuestros conocidos, pidiendo para ellos todo
lo que necesiten. Hagamos nuestros planes de apostolado con Jesús
y junto a Jesús, que así saldrán adelante: desde las iniciativas
más corrientes, quizá aparentemente pequeñas y nada es pequeño cuando
se trata del bien espiritual de un alma, hasta los proyectos de más
envergadura que miran a devolver a la sociedad un profundo sentido cristiano.
Volvamos a poner por obra el consejo de san Josemaría: «Antes de
hablar de Dios con las almas, hablemos con Dios de las almas». ¿Tú
pides cada día por las personas que encuentras? ¿Te esfuerzas por trabar
nuevas amistades, intensificar el trato con quienes ya son amigos tuyos?
Recemos de modo especial por el viaje del Papa a Alemania, del 22 al
25 del presente mes.
Retornando a las consideraciones
del principio de estas líneas, insisto en la necesidad de encomendar
al Señor los frutos de todas las actividades realizadas estos meses
en el mundo entero. Insisto: recemos especialmente por la continuidad
de la labor apostólica con la juventud, después de las jornadas de Madrid,
para que en todas partes muchos hombres y mujeres jóvenes se decidan
a seguir de cerca a Jesucristo. Confiemos estos deseos a la Santísima
Virgen, aprovechando las diversas fiestas marianas que jalonan el mes
de septiembre. Y no nos olvidemos de estar, con Ella, junto a la Cruz
de Jesús, en la Misa y durante la jornada entera. De este modo se harán
realidad las hambres de santidad y de apostolado que deseamos sembrar
en los corazones.
Acudamos también a la
intercesión del queridísimo don Álvaro, que tan fielmente llevó a cabo
el cambio de relevo. No imagináis cuántos personajes y personas
me han hablado de lo que ya anunció nuestro Padre: «Cuando yo falte,
no habrá ningún terremoto en la Obra». Y esto, como gracias a Dios
sucedió, se llevó a cabo por la total colaboración de su primer sucesor,
con la paz inalterable que le caracterizaba.
Para mis viajes a África,
me he trasladado a Francia, sede de una de las dos líneas aéreas que
tienen vuelos directos a Costa de Marfil y a Congo, y allí he permanecido
unas semanas. Como bien podéis imaginar, en París recordando muy expresamente
a nuestro Padre y al queridísimo don Álvaro fuimos a rezar a la Medalla
Milagrosa, también aquí acompañado por todas y por todos, como siempre,
gracias a Dios. Y, también como siempre, he tocado que se goza estando
"en Casa". He pasado unas semanas en Couvrelles, rememorando los pasos
de san Josemaría y de su primer sucesor por esa casa de retiros. Me
he unido a sus intenciones, para que el Señor continúe bendiciendo la
labor en esa Región y en todas, porque necesitamos multiplicarnos por
500, pues de muchos nuevos países nos llaman a gritos. Doy muchas gracias
al Señor por haber coincidido con vuestras hermanas o con vuestros hermanos
franceses, insistiendo en que de todos los lugares necesitamos muchos
nuevos brazos.
A punto estamos de comenzar
la labor en Sri Lanka: ¿no sentís las hambres de colaborar, cada una
y cada uno desde su sitio, en esta siembra de paz y de alegría por todo
el mundo?
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Pamplona, 1 de septiembre
de 2011.
[1] Misal Romano, Plegaria
eucarística I.
[2] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 18-V-2011.
[3] San Josemaría, Amigos
de Dios, n. 172.
[4] San Josemaría, Surco,
n. 672.
[5] Cfr. 2 Cro
20, 7; Is 41, 8; Dn 3, 35.
[6] Jn 15, 15.
[7] Gn 18, 17-18.
[8] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 18-V-2011.
[9] Gn 18, 23-25.
[10] Ibid., 32.
[11] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 18-V-2011.
[12] 2 Sam 7,
9.
[13] Ibid., 7,
12-16.
[14] San Josemaría,
Apuntes íntimos, n. 273 (8-IX-1931). Cfr. A. Vázquez de Prada,
"El Fundador del Opus Dei", vol. I, pp. 385-386.
[15] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 18-V-2011.
[16] Ibid.
[17] Jr 5, 1.
[18] Hb 7, 25.
[19] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 18-V-2011.
[20] Cfr. Hch
12, 1-19.
[21] San Josemaría,
Notas de una meditación, 24-VI-1937.
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