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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Después de viajar a
Pamplona para la revisión médica y también para ver a los enfermos,
tengo el propósito de ir a Costa de Marfil y hablar con vuestros hermanos
y hermanas de ese queridísimo país, por el que tanto hemos rezado en
los meses anteriores. Continuemos en esa misma línea ahora, con el fin
de que las heridas producidas por la guerra se curen cuanto antes, sin
dejar resentimientos ni odios; que todos sean generosos en el perdón,
de modo que la reconciliación entre unos y otros cobre honda realidad,
para bien de las familias, de la sociedad civil y de la entera nación.
Encomendemos estas intenciones al Corazón Sacratísimo y Misericordioso
de Jesús, al que honramos hoy, 1 de julio, en la liturgia, y al Corazón
dulcísimo de María, cuya fiesta es mañana. Y pidamos mucho por todos
los lugares donde abunda el sufrimiento.
Esta fiesta de Jesús
nos invita a meternos, con una oración confiada y filial, en el Corazón
de ese Dios que se ha encarnado por amor nuestro. Como escribió nuestro
Padre en una homilía, «en esto se concreta la verdadera devoción
al Corazón de Jesús: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos,
y en mirar a Jesús y acudir a Él, que nos anima, nos enseña, nos guía»[1].
También ahora, desde el Cielo, nos impulsa a renovar nuestro deseo de
progresar en el trato personal con la Trinidad Santísima. A propósito
de esto, he vuelto a considerar algunas sugerencias del beato Juan Pablo
II en su carta apostólica, con la que trazaba las vías de la Iglesia
para el nuevo milenio. Tras señalar, como objetivo prioritario, despertar
el afán de santidad en todo el pueblo de Dios, concretaba: «Para esta
pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga
ante todo en el arte de la oración»[2].
El Señor, a quien no
dejamos no debemos dejar de agradecer su bondad, se sirvió
también del ejemplo y de las enseñanzas de nuestro Fundador, para que
todas y todos, también los demás cristianos, atribuyamos la máxima importancia
al cultivo de una vida de oración seria y constante. Alimentemos este
afán en la lectura asidua de la Palabra de Dios y mediante la participación
de todo nuestro yo en la liturgia especialmente en la Santa Misa
diaria, hasta hacer del trato con Dios carne de nuestra carne,
alma de nuestra alma, vida de nuestra vida. Aunque llevemos muchos años
esforzándonos cotidianamente en este empeño, estamos persuadidos de
que tenemos necesidad de recomenzar jornada tras jornada. «En
efecto, señala Benedicto XVI, sabemos bien que la oración
no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo
siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la
vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela
de Jesús para aprender a orar con autenticidad»[3].
Don Álvaro recordaba
con frecuencia el propósito formulado por san Josemaría cuando cumplió
70 años: ser alma de oración. Desde que el Señor comenzó a manifestarse
en su vida, en plena adolescencia, nuestro Padre entró por caminos de
oración y fue siempre fiel a ese conversar diaria y filialmente con
Dios. El hecho de que, tantos lustros después, manifestara ese deseo,
aparte de revelar su profunda humildad, supone una confirmación de lo
que afirma Benedicto XVI fundado en la experiencia de los santos.
Muchas veces nos hemos
detenido a considerar las escenas del Evangelio que nos presentan a
Jesús en diálogo con su Padre Dios. A los Apóstoles les maravilló esa
actitud del Maestro, y una vez le pidieron: Domine, doce nos orare[4];
Señor, enséñanos a orar. Jesucristo les dio la falsilla, las
líneas-guía por las que discurre la oración cristiana: Padre nuestro,
que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino;
hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo[5].
Cabe recorrer esta senda
de muchas maneras, porque la relación de cada alma con Dios será siempre
muy personal: el Señor nos cuida a cada uno como a una joya de valor
inapreciable: una conmovedora realidad, pues cada alma ha sido rescatada
al precio de la sangre de Cristo[6].
No olvidemos que, como consecuencia del seguimiento de sus hijas y de
sus hijos, dentro de esta gran autopista la oración cristiana
que conduce a nuestro Padre celestial, por medio de Jesucristo, a impulsos
del Espíritu Santo[7],
el Señor nos ha dicho: vigilate et orate[8],
estad en vela y orad. Todos hemos de frecuentar como dice Benedicto
XVI la «escuela de Jesús». Y de nuestro amadísimo
Padre hemos aprendido a tratar a Dios con piedad de niños y doctrina
de teólogos; con hambre de dirigirnos a Jesucristo como a nuestro Hermano
mayor y a la Virgen como Madre nuestra; a san José como padre de esta
familia sobrenatural que es la Iglesia; a los ángeles como compañeros
y custodios en el camino hacia la vida eterna.
Renovemos cotidianamente
el afán de tratar personalmente a Dios. Me refiero ahora a los tiempos
diarios dedicados a la meditación, que constituyen junto con el
recurso a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía el
hontanar, la fuente de agua fresca con la que hemos de empapar nuestro
trabajo, nuestro apostolado, nuestras actividades familiares y sociales;
en definitiva, toda nuestra existencia; también las horas dedicadas
al sueño y al descanso. Os aseguro que no es tarea difícil, tampoco
en tiempos de aridez espiritual o de cansancio físico o psíquico, si
nos dejamos guiar por las luces del Espíritu Santo y los consejos de
la dirección espiritual.
«Hemos de ser almas
contemplativas decía san Josemaría en 1973, y para
eso no podemos dejar la meditación. Sin oración, sin meditación, sin
vida interior no haríamos más que el mal (...). Ahora parece que tenemos
más obligación de ser verdaderamente almas de oración, ofreciendo al
Señor con generosidad todo lo que nos ocupa y no abandonando jamás nuestra
conversación con Él, pase lo que pase. Si os comportáis de esta manera,
viviréis pendientes de Dios durante todo el día, y os esforzaréis seriamente
para hacer muy bien esas dos medias horas diarias de meditación»[9].
Nuestro Padre no nos
pide que hagamos muy bien la oración, sino que nos esforcemos
cada día por empezar, seguir y acabar bien la oración. Es una meta
que está a nuestro alcance, con ese recomenzar cada mañana, dejando
de lado los fracasos pasados, grandes o pequeños. El resto prácticamente
todo brota como fruto de la acción del Paráclito en nuestras almas,
pues el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos
lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede
por nosotros con gemidos inefables[10].
Busquemos, pues, en
primer lugar, la puntualidad en esas citas con Dios, que jalonan nuestro
caminar diario. Parece un detalle de poca monta, pero os confirmo siguiendo
las enseñanzas de san Josemaría que reviste mucha importancia.
«No dejéis nunca la oración mental. Para ser contemplativos, ¿cuál
es el mejor camino?: la oración. Cuando un alma empieza a pensar que
no sabe hacer oración, que lo que nos enseña el Padre es muy difícil,
que el Señor no le dice nada, que no le oye, y se le ocurre: pues para
estar así, lo dejo todo, y me quedo con las oraciones vocales, tiene
una mala tentación».
«¡No, hijos míos!
Hay que perseverar en la meditación. Esas quejas díselas al Señor en
tus ratos de oración; y, si es necesario, repítele durante media hora
la misma jaculatoria: Jesús, te amo; Jesús, enséñame a querer; Jesús,
enséñame a querer a los demás por Ti... Persevera así, un día y otro,
un mes, un año, otro año, y al fin el Señor te dirá: ¡tonto, si estaba
contigo, a tu lado, desde el principio!»[11].
Podrán presentarse dificultades,
excusas, razonamientos engañosos para retrasar o recortar las medias
horas de la meditación. Por eso conviene que demos importancia a la
puntualidad en épocas de trabajo más intenso, o en momentos en los que
se experimenta cansancio o desánimo. Como recuerda el Papa, «la
oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra
inscrita en el corazón de toda persona»[12].
Siempre resulta posible hablar con el divino Huésped del alma; cabe
hallarle en cualquier lugar y en cualquier situación, aunque si
es posible acudimos al Sagrario, donde Jesús está real y sustancialmente
presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. En cualquier
caso, siempre hemos de poner el esfuerzo de recogernos, alejando en
lo posible las distracciones que quizá nos asalten. «Nos recogemos
dentro de nosotros mismos afirmaba san Josemaría en una de
sus catequesis, y adoramos a Dios, que se digna poseernos,
y comenzamos a hablar con Él, con naturalidad, como se habla con un
hermano, con un amigo, con un padre, con una madre, con un vecino a
quien se estima. Como se habla con el amor. Hablad con confianza y veréis
qué bien os va. Tendréis vida interior»[13].
Insisto: a veces no
sabremos qué manifestarle, cómo conversar con Él, nos faltarán las palabras;
pero no olvidemos entonces que hacer oración «es una actitud interior,
antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente
a Dios antes que realizar actos de culto o pronunciar palabras»[14].
Otra razón para acudir con fidelidad a la práctica de la oración mental
en situaciones de stress o de aridez interior; y evidentemente
en esos casos, el cuidado de este recurso se demuestra especialmente
necesario. En ocasiones, la charla filial con el Señor no cuajará ni
siquiera en palabras interiores; pero el hecho de acompañarle durante
los minutos previstos, sin pretender consuelos sensibles, constituye
una demostración clarísima de amor a Dios, de identificación con su
Voluntad santísima, de olvido de sí. «En este mirar a Otro, en
este dirigirse "más allá" está la esencia de la oración, como experiencia
de una realidad que supera lo sensible y lo contingente»[15].
Nada más consolador
que la certeza de que, si nosotros podemos amar y tratar a Dios, proviene
de que Él nos amó primero[16].
Lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica cuando enseña que
«esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración;
la iniciativa del hombre es siempre una respuesta»[17].
Por eso, el propósito de esmerarnos en los ratos de meditación, cotidianamente
renovado, obliga a Dios por expresarlo de algún modo
a concedernos su gracia con más abundancia. ¿Piensas, además, con frecuencia,
que la única arma del Opus Dei es y será siempre la oración? ¿Cómo defiendes
con esta arma el servicio de la Obra a la Iglesia? Ciertamente, tanto
amaremos y mantendremos el espíritu que de nuestro Padre hemos recibido,
cuanto más almas de oración seamos.
Las enseñanzas de nuestro
Padre sobre la oración contienen una enorme riqueza y son de gran utilidad.
¿Quién de nosotros no se ha sentido retratado alguna vez en aquellas
frases de una de sus homilías? «A lo largo de estos años, se me han
acercado algunos, y compungidos de dolor me han dicho: Padre, no sé
qué me pasa, me encuentro cansado y frío; mi piedad, antes tan segura
y llana, me parece una comedia... Pues a los que atraviesan esa situación,
y a todos vosotros, contesto: ¿una comedia? ¡Gran cosa! El Señor está
jugando con nosotros como un padre con sus hijos».
«Se lee en la Escritura:
ludens in orbe terrarum (Prv 8, 31), que Él juega en toda la
redondez de la tierra. Pero Dios no nos abandona, porque inmediatamente
añade: deliciæ meæ esse cum filiis hominum (Ibid.),
son mis delicias estar con los hijos de los hombres. ¡El Señor juega
con nosotros! Y cuando se nos ocurra que estamos interpretando una comedia,
porque nos sintamos helados, apáticos; cuando estemos disgustados y
sin voluntad; cuando nos resulte arduo cumplir nuestro deber y alcanzar
las metas espirituales que nos hayamos propuesto, ha sonado la hora
de pensar que Dios juega con nosotros, y espera que sepamos representar
nuestra comedia con gallardía»[18].
No quiero terminar estas
líneas sin mencionar algunas fechas más significativas de este mes.
Viviremos con más presencia de don Álvaro el día 7, fecha de su petición
de admisión en la Obra. El 16, festividad de la Virgen del Carmen, requiere
lógicamente que haya un recuerdo especial para la hermana de nuestro
Padre, Tía Carmen, que tanto contribuyó a confirmar el aire de familia
de los Centros del Opus Dei. En esa fecha, además, encomendemos de modo
particular a las benditas almas del purgatorio, confiándolas a la intercesión
de nuestra Madre del Cielo.
Como os pido machaconamente,
permanezcamos unidos en la oración; pidamos unos por otros, por las
labores apostólicas en el mundo entero, por las intenciones del Santo
Padre. Ante el Sagrario, en nuestros ratos de meditación, podemos presentar
al Señor los afanes que llenan nuestra alma, sirviéndonos de la intercesión
de la Virgen y San José, de los Ángeles custodios y de san Josemaría,
nuestro amadísimo Padre.
Me da alegría escribiros
que el sábado, 18 del mes pasado, he viajado a la isla de Cerdeña, a
Cagliari, donde he rezado ante la Patrona, la Virgen de Bonaria. Me
consta que san Josemaría rezó por esta tierra y estoy seguro de que
mucha gente sarda responderá con generosidad a las llamadas del Señor,
precisamente por esa petición de nuestro Padre: ayudémosles, porque
también desde allí nos ayudan a manos llenas.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Pamplona,
1 de julio de 2011.
[1] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 164.
[2] Beato Juan Pablo II,
Carta apost. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 32.
[3] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 4-V-2011.
[4] Lc 11, 1.
[5] Mt 6, 9-10.
[6] Cfr. 1 Pe 1,
18-19.
[7] Cfr. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunos aspectos de la meditación
cristiana, 15-X-1989, n. 29.
[8] Mt 26, 41.
[9] Notas de una reunión
familiar, septiembre de 1973.
[10] Rm 8, 26.
[11] San Josemaría,
Notas de una reunión familiar, septiembre de 1973.
[12] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 11-V-2011.
[13] San Josemaría,
Notas de una reunión familiar, 1972.
[14] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 11-V-2011.
[15] Ibid. Cfr.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunos aspectos
de la meditación cristiana, 15-X-1989, n. 30.
[16] 1 Jn 4,
19.
[17] Catecismo de
la Iglesia católica, n. 2567.
[18] San Josemaría,
Amigos de Dios, n. 152.
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