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Obras
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
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La
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Romano
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas:
Dos grandes signos
caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual.
En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual,
que en la procesión a través de la iglesia envuelta en
la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla
de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla
del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo
signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo,
la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta
después como agua de manantial, como elemento que da vida en
la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que
nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no
sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes
signos de la creación, como la luz y el agua. Característica
esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce
a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes
de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias
y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El
número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en
siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse
a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión
panorámica por el camino de la historia de la salvación,
desde la creación, pasando por la elección y la liberación
de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta
historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo.
En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas
profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos
futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el
fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten
que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así,
nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran
la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual,
el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan
con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos
indica que también el relato de la creación es una profecía.
No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir
del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien conscientes
de ello. No entendían dicho relato como una narración
del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo
esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos
ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual
hablar también de la creación? ¿No se podría
empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma
un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta
debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar
la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero
orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los
orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión
de fe comienza con estas palabras: "Creo en Dios, Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra". Si omitimos este comienzo del
Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida
y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se
ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo,
no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella
conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio
de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos
una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad
llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador.
Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida.
La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito
de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales.
Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva
de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos
confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede
darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la
gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella
van juntas.
El mensaje central
del relato de la creación se puede precisar todavía más.
San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el
significado esencial de dicho relato con una sola frase: "En el
principio existía el Verbo". En efecto, el relato de la
creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión
que aparece con frecuencia: "Dijo Dios...". El mundo es un
producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo
central de la lengua griega. "Logos" significa "razón",
"sentido", "palabra". No es solamente razón,
sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma.
Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de
la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto
de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de
todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad,
sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora,
es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la
alternativa última que está en juego en la discusión
entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la falta de libertad
y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más
bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a
la irracionalidad o a la razón? En último término,
ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el
relato de la creación y con Juan: en el origen está la
razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno
ser una persona humana. No es que en el universo en expansión,
al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se
formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar
y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela.
Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución
en algún lugar al margen del universo, su vida estaría
privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza.
Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón
creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también
la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado,
existe también aquello que es contrario a la creación.
Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así,
a través de la estructura del universo y a través de la
naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación
como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el
origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por
eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de
parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios
que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte
surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario
de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden
de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado
el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige
hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel,
el Sábado era el día en que todos podían participar
del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos,
grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así,
el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el
hombre y la creación. De este modo, la comunión entre
Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente
en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza,
la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada
en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza
es la razón intrínseca de la creación así
como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios
ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su
amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios,
el corazón del hombre que le responde es más grande y
más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos
deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo
de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún
un paso más. El Sábado es el séptimo día
de la semana. Después de seis días, en los que el hombre
participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios,
el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente
sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día,
es sustituido ahora por el primer día. Como día de la
asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante
Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró
con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío
el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige
hacia el séptimo día, para participar en él del
reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del
encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente
en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor
se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja,
por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos.
Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado,
el séptimo día como día del encuentro con Dios,
está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo
de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente
hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de
descanso se corresponde también con una lógica natural.
Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al
comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el
hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito.
El primer día de la semana era el tercer día después
de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se
había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro,
en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo
había cambiado. Aquel que había muerto vivía de
una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había
inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la
creación. El primer día, según el relato del Génesis,
es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido
de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido
en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el
primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación.
Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos
al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue
sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador
y de su creación. Celebramos este día como origen y, al
mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora,
gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón
es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte
que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos
el primer día, porque sabemos que la línea oscura que
atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos
porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final
del relato de la creación: "Vio Dios todo lo que había
hecho, y era muy bueno" (Gen 1, 31). Amén
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