Dios, rey poderoso y cariñoso

Intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles que consagró a meditar sobre el Salmo 92, un himno de gloria al Dios creador.

Ciudad del Vaticano, miércoles 3 de julio 2002 .

El Señor de reina como salvador amoroso de su pueblo

        1. El contenido esencial del Salmo 92, en el que hoy nos detenemos, queda expresado sugestivamente por algunos versículos del Himno que la Liturgia de las Horas propone para las Vísperas del lunes: «Creador inmenso, que marcaste el curso y el límite del curso de las aguas con la armonía del cosmos, diste a la áspera soledad de la tierra sedienta el refrigerio de torrentes y mares».

        Antes de entrar en el meollo del Salmo, dominado por la imagen de las aguas, percibamos su tono de fondo, su género literario. Al igual que los Salmos sucesivos (95-98), nuestro Salmo es definido por los expertos en la Biblia como el «canto del Señor rey». Exalta ese Reino de Dios, manantial de paz, de verdad y de amor, que nosotros invocamos en el Padrenuestro, cuando imploramos «¡Venga a nosotros tu Reino!».

        De hecho, el Salmo 92 comienza precisamente con una exclamación de júbilo que suena así: «El Señor reina» (versículo 1). El Salmista celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y salvadora, creadora del mundo y redentora del hombre. El Señor no es un emperador impasible, relagado en su cielo alejado, sino que está presente en medio de su pueblo como Salvador potente y grande en el amor.

Un poder incontestable

        En la primera parte del himno de alabanza aparece el Señor rey. Como un soberano, se sienta en un trono de gloria, un trono que no puede derrumbarse y que es eterno (Cf. versículo 2). Su manto es el esplendor de la trascendencia, el cinturón de su túnica es la omnipotencia (Cf. v. 1). La realeza omnipotente de Dios se revela en el corazón del Salmo, caracterizado por una imagen impresionante, la de la aguas tumultuosas.

        El Salmista hace referencia en particular a la «voz» de los ríos, es decir, al estruendo de sus aguas. En efecto, el fragor de grandes cascadas produce, en quien siente su ruido ensordecedor y experimenta en todo el cuerpo su escalofrío, una sensación de tremenda fuerza. El Salmo 41 evoca esta sensación, cuando dice: «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado» (versículo 8). Ante esta fuerza de la naturaleza, el ser humano se siente pequeño. El Salmista, sin embargo, la utiliza como un trampolín para exaltar la potencia del Señor, que es aún más grande. Ante la repetición en tres ocasiones de la expresión «Levantan los ríos» su voz (Cf. Salmo 92, 3), responde repitiendo tres veces la afirmación de la potencia superior de Dios.

Según los Padres

        3. A los Padres de la Iglesia les gustaba comentar este Salmo aplicándolo a Cristo, «Señor y Salvador». Orígenes, según la traducción al latín de san Jerónimo, afirma: «El Señor ha reinado, se ha revestido de belleza. Es decir, quien antes había temblado en la miseria de la carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad». Para Orígenes, los ríos y las aguas que elevan sus voces, representan las «aguas de los profetas y de los apóstoles», que «proclaman la alabanza y la gloria del Señor, anuncian su juicio por todo el mundo» (Cf. «74 homilías sobre el libro de los Salmos» –«74 omelie sul libro dei Salmi»–, Milán 1993, páginas 666.669).

        San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo de los torrentes y de los mares. Como ríos caudalosos de agua, es decir, llenos de Espíritu Santo, los apóstoles ya no tienen miedo y alzan finalmente su voz. Pero, «cuando Cristo comenzó a ser anunciado por tantas voces, el mar comenzó a agitarse». En la consternación del mar del mundo –escribe Agustín– la nave de la Iglesia parecía ondear con miedo, enfrentada a menazas y persecuciones, pero «el Señor es admirable», «ha caminado sobre el mar y ha aplacado las aguas» («Esposizioni sui salmi», III, Roma 1976, p. 231).

Su clima de confiada oración

        4. Dios, soberano de todo, omnipotente e invencible está siempre cerca de su pueblo, al que le ofrece sus enseñanzas. Esta es la idea que el Salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono de los cielos le sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz cósmica le sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: «Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término» (versículo 5).

        Concluye así un himno breve pero lleno de sentido de oración. Es una oración que genera confianza y esperanza en los fieles, que con frecuencia se sienten turbados, ante el miedo de ser arrollados por las tempestades de la historia y golpeados por fuerzas oscuras.

        Un eco de este Salmo se puede percibir en el Apocalipsis de Juan, cuando el autor inspirado, al describir la gran asamblea celeste que celebra la caída de la Babilonia opresora, afirma: «Y oí el ruido de una muchedumbre inmensa, como el ruido de grandes aguas, como el fragor de fuertes truenos. Y decían: "¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso"» (19, 6).

El "Teólogo"         5. Concluimos nuestra reflexión sobre el Salmo 92 dejando la palabra a san Gregorio Nazianceno, el «teólogo» por excelencia entre los Padres de la Iglesia. Lo hacemos con un bello canto en el que la alabanza a Dios, soberano y creador, asume un aspecto trinitario. «Tú, [Padre,] has creado el universo, le has dado a todo el puesto que le compete y le mantienes en virtud de tu providencia... Tu Verbo es Dios-Hijo: es consubstancial al Padre, igual a él en honor. Él ha armonizado el universo para reinar sobre todo. Y, al abrazarlo todo, el Espíritu Santo, Dios, cuida y tutela todo. Te proclamaré, Trinidad viviente, único soberano... fuerza perdurable que rige los cielos, mirada inaccesible a la vista, pero que contempla todo el universo y conoce toda la profundidad secreta de la tierra hasta los abismos. Padre, sé benigno conmigo: ... que yo pueda encontrar misericordia y gracia, pues tuya es la gloria y la gracia hasta la edad sin fin» («Carme» 31, in: «Poesie/1», Roma 1994, pp. 65-66).