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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Os escribo al regreso del viaje que he realizado a algunos países de
América del Sur. En Ecuador, Perú y Brasil, además de tener la alegría
de reunirme con un buen número de hermanas y hermanos vuestros, y con
muchas otras personas, he rezado ante diversas advocaciones de la Virgen.
Apoyándome en cada una y en cada uno, he tratado de revivir la piedad
con que San Josemaría rezaba ante las imágenes de la Santísima Virgen,
y he agradecido a nuestra Madre su constante oración por la Iglesia
y por la Obra, pidiéndole que nos siga bendiciendo abundantemente. Sí,
he contado con vuestra oración mariana, porque llevo muy grabada en
el alma una exclamación de nuestro Padre, en el Santuario de Aparecida,
que luego repitió en São Paulo: «le he dicho a la Virgen que quería
rezar con mucha fe». Antes, primero en Ecuador, he considerado la estupenda
lección de San Josemaría, pues le afectó el mal de altura, el “soroche”,
y tuvo que reducir casi completamente su actividad de catequesis, mientras
seguía creciendo en su vida personal la devoción a San José y la infancia
espiritual: allí estuvo “activamente inactivo” quince días. En Perú,
han pasado por mi mente muchísimos recuerdos; entre otros, su alegría
inmensa al ver representada una escena que llevaba muy metida en el
corazón: la Virgen y San José en adoración a Jesucristo escondido en
el Sagrario: ¡con qué cariño se detuvo ante el altar!
Intensifiquemos nuestras muestras de amor a la Virgen, en los meses
que aún nos restan para la conclusión de este año mariano. Precisamente
el próximo día 15, solemnidad de la Asunción, comenzaremos a recorrer
la segunda parte. Procuremos hacerlo con un renovado espíritu filial,
al compás de la vida mariana de San Josemaría. «Si en algo quiero
que me imitéis —nos dijo innumerables veces—, es en el amor que
tengo a la Virgen». Y, en otras ocasiones, nos señalaba: «imitad
a Jesucristo, que es el Modelo de todo, también en el amor a su Madre»[1].
El hecho de llegar a la mitad de los meses del tiempo que, con motivo
del 80º aniversario del comienzo de la labor de la Obra entre las mujeres,
hemos puesto en manos de la Virgen, nos ofrece la oportunidad de hacer
un balance de las semanas transcurridas, para impulsarnos a proseguir
la andadura a buen ritmo. Especialmente «en las fiestas de Nuestra
Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia
el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud
maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero,
si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión
propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se
quieren de verdad»[2].
La solemnidad del día 15 nos invita a poner en práctica con esmero este
consejo de nuestro Padre. La grandiosa elección que de Ella hizo Dios
desde la eternidad, para que fuera Madre del Verbo encarnado, llega
a su culmen cuando es recibida gloriosamente, en cuerpo y alma, en el
Cielo. La Asunción de María, que cierra la parábola iniciada con su
Inmaculada Concepción, nos incita vivamente a fijarnos con mayor detenimiento
en nuestra Madre, a meditar con mayor hondura cómo recorrió Ella su
peregrinación diaria en este mundo, hasta llegar a la morada celestial.
En el evangelio de la Misa de esa fiesta, la Iglesia nos propone el
pasaje de la Visitación de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel. Los
Padres y los escritores eclesiásticos han comentado siempre ese episodio
como una imagen gráfica de lo que caracterizó la entera existencia de
Santa María, definida por su obediencia pronta y alegre a lo que el
Señor le indicaba. Desde el fiat que pronunció en la Anunciación
hasta ese otro fiat, manifestado sin palabras, al pie de la Cruz,
toda la vida de María se resume en una fidelidad completa, sin fisuras
de ningún tipo, a la Voluntad amabilísima de Dios.
San Lucas, el evangelista que más nos ha hablado de María, relata con
detalle esa visita de la Virgen a Santa Isabel: una escena bien impresa
en nuestra memoria —como tantas otras del Evangelio—, porque cada día
la contemplamos al meditar los misterios del Rosario. Volvamos a saborearla
ahora.
Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña,
a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e
Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
“Bendita Tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De
dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues
en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno;
y bienaventurada Tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que
se te han dicho de parte del Señor”[3].
A estas palabras de Isabel, la Virgen, inspirada también por el Espíritu
Santo, respondió con ese canto de agradecimiento y de alegría incontenible:
el Magnificat. No nos podemos detener en todas sus riquezas;
sólo deseo resaltar algunos detalles de esta escena, sobre la que San
Josemaría meditó profundamente.
San Gabriel comunicó a María que Isabel esperaba un hijo, como prueba
de la omnipotencia de Dios; no le pidió, ni sugirió, que fuera a visitarla.
Sin embargo, la Virgen piensa que su prima necesita de su auxilio y
descubre también en eso una voluntad de Dios. Inmediatamente se dirigió
al pueblecito donde residía su anciana prima. Llama la atención ese
cum festinatione, con prisa, que San Lucas subraya oportunamente.
El motivo salta a la vista, como explicó ya San Ambrosio: «La gracia
del Espíritu Santo no admite lentitud»[4].
El Santo Padre Benedicto XVI, siguiendo a ese Doctor de la Iglesia,
comenta que «el evangelista, al decir esto, quiere destacar que para
María, seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha realizado
en Ella la Encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda
y emprender enseguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir
solamente por Dios»[5].
El Evangelio nos ofrece la primera lección que aprendemos de nuestra
Madre, constante en su conducta: cuando el amor de Dios se nos manifiesta
al alma, el deber nuestro que de ahí deriva se concreta en corresponder
a su gracia con urgencia, con generosidad plena a esas inspiraciones
divinas, sin entretenerse en lo que pudiera significar un retraso o
una tardanza. Cuando Dios pasa a nuestro lado —y a todos nos ha llamado
y nos llama por nuestro nombre, para que le sigamos muy de cerca—, hay
que dejar de lado todo lo que pudiera dificultar ese ir tras de Él,
con Él. La existencia entera ha de estar rubricada por esa sagrada
prisa que —como afirma el Papa— se requiere en quien sabe «que Dios
es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear prisa en nuestra
existencia»[6].
Recuerdo algunos sucedidos de la vida de nuestro Padre, que nos ilustran
cómo nuestro Fundador alimentaba sus prisas para amar más y más a Dios
y a la Virgen.
Desde los primeros años de la Obra, a medida que iba prendiendo con
mayor fuerza en su alma el cariño a nuestra Madre, sus biógrafos relatan
cómo se esmeraba en saludar a Santa María en las imágenes que encontraba
en sus recorridos por las calles de Madrid. En una ocasión, anotó en
sus apuntes personales el siguiente suceso: «esta mañana volví sobre
mis pasos, hecho un chiquitín, para saludar a la Señora, en su imagen
de la calle de Atocha, en lo alto de la casa que allí tiene la Congregación
de S. Felipe. Me había olvidado de saludarla: ¿qué niño pierde la ocasión
de decir a su Madre que la quiere? Señora, que nunca sea yo un ex-niño»[7].
Hacia el final de su vida, cuando ya se encontraba más débil, pasaba
un día delante de un relieve de la Virgen sosteniendo al Niño, en Villa
Tevere. Quiso besar a la imagen y, como delante había un banco, no resultaba
fácil. Se empeñó en cumplir ese gesto. Luego nos invitó a pensar: aunque
esto sea una nadería —se refería al esfuerzo que había debido realizar—,
vamos a preguntarnos qué manifestaciones de cariño ponemos, con denuedo,
para corresponder al amor de Dios y de la Santísima Virgen, ante la
gran manifestación de amor que se encierra en la Encarnación. Os traslado
la pregunta. ¿Qué esfuerzo concreto estamos decididos a poner en los
meses que faltan del año mariano, para corresponder a la predilección
que el Señor y su Santísima Madre nos demuestran constantemente? ¿Queremos
quererla —no es una redundancia— más? ¿La buscamos con el afán de que
nos lleve a su Hijo?
Repasemos un segundo detalle de la escena de la Visitación. Cuando María
exclama su Magnificat de alabanza a Dios, la primera consideración
que sale después de su boca —como antes, en la Anunciación— es el reconocimiento
de su humildad, en el sentido de proclamar su nada delante de Dios;
un reconocimiento que es parte esencial de esta virtud. «¡Qué grande
es el valor de la humildad! —“Quia respexit humilitatem...” Por
encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno
gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías: “Porque vio mi humildad,
he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones”»[8].
Señalaba San Agustín que «la morada de la caridad es la humildad»[9].
Sólo sobre una base de profunda humildad se abona el terreno para que
crezca una caridad sincera. La extraordinaria humildad de la Virgen,
que en todo momento quiso que Dios obrara en su alma, sin apropiarse
méritos de ninguna clase, alcanzó que el Señor se inclinase hacia Ella
cada vez con más amor, conduciéndola de plenitud en plenitud hasta recibirla
en la gloria.
Hijas e hijos míos, aprendamos de esta Madre buena a comportarnos de
igual modo en las más diversas circunstancias. Hasta el último momento,
tendremos que luchar contra los enemigos de nuestra santificación; especialmente
contra el amor propio, que define el principal obstáculo que se opone
a nuestra unión con Dios. Pero escuchemos de nuevo a San Josemaría.
En una ocasión, respondiendo a quien le preguntaba cómo luchar en este
punto de la vida espiritual, insistía: «es bueno que tengas deseos
de ir contra la soberbia; pero yo, sin ser profeta, te digo que tendrás
inclinaciones de soberbia hasta la última hora de tu vida. Pídele al
Señor que te haga humilde (...): quia respexit humilitatem ancillæ
suæ (Lc 1, 48). Dios Nuestro Señor la miró porque vio la
humildad de su Sierva. Por lo tanto, tú procura servir a Nuestro Señor
e imitar a la Virgen en la humildad. En el Evangelio, no la encontramos
a la hora de los grandes triunfos de su Hijo: la encontramos al pie
de la Cruz. Pero también la encontramos ante el primer milagro: lo hace
el Señor, porque se lo pide la Virgen Santísima. Pídele el milagro de
que te haga humilde a ti y de que me haga humilde a mí»[10].
La meditación de los grandes privilegios de Santa María nos llena ciertamente
de pasmo: ¡es tan maravillosa nuestra Madre del Cielo! La contemplamos,
en la escena del Apocalipsis, vestida de sol, con la luna bajo sus
pies y coronada de estrellas[11].
Sin embargo, «todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos
a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera
más cerca»[12]. Desde
el Cielo, en efecto, nos sigue a cada una, a cada uno, como si fuéramos
su único hijo, su única hija, y no cesa en sus desvelos por nosotros,
para que un día lleguemos a gozar, en unión con su Hijo y con todos
los ángeles y santos, de la eterna bienaventuranza.
Se lo recordaremos una vez más, el próximo 15 de agosto, al renovar
la consagración del Opus Dei a su Corazón dulcísimo e inmaculado. Fomentemos
ese día la comunión de intenciones con todos los fieles de Prelatura
—los que estamos en la tierra y los que ya han rendido su alma a Dios—,
y de modo especial con nuestro Padre, bien unidos a la consagración
que realizó en Loreto el año 1951 y a la que yo personalmente renovaré,
en nombre de todos, en este año mariano. Confiemos nuestras ilusiones
y nuestros proyectos a los cuidados de nuestra Madre, que —según una
acertada expresión de Santo Tomás de Aquino— es «totius Trinitatis
nobilis triclinium»[13],
el lugar donde la Trinidad encuentra su reposo; porque —como afirma
el Papa en una reciente audiencia— «con motivo de la Encarnación, en
ninguna criatura, como en Ella, las tres Personas divinas inhabitan
y sienten delicia y alegría por vivir en su alma llena de gracia. Por
su intercesión podemos obtener cualquier ayuda»[14].
Se lo volveremos a repetir el 22 de este mismo mes, fiesta de Santa
María Reina, y al día siguiente, aniversario de aquella locución divina
que dejó en nuestro Padre «sabores de panal y de miel», en momentos
en que lo necesitaba especialmente: adeamus cum fiducia ad thronum
gloriæ, ut misericordiam consequamur!
Que sea muy intensa nuestra oración por el Santo Padre, por su Augusta
Persona —también por su reposo en estos meses—, por sus intenciones,
por todos los proyectos que, para bien de las almas, lleva en el corazón.
Y, al compás de todo esto, ayudadme en mis intenciones.
Con todo cariño, os bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Pamplona, 1 de agosto de 2010
[1] San Josemaría, Notas
de una reunión familiar, 12-IV-1974.
[2] San Josemaría, Amigos
de Dios, n. 291.
[3] Lc 1, 39-45.
[4] San Ambrosio, Exposición
del Evangelio según San Lucas, II, 19 (PL 15, 1560).
[5] Benedicto XVI, Homilía
en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2009.
[6] Ibid.
[7] San Josemaría, Apuntes
íntimos, n. 446 (3-XII-1931). Cit. en A. Vázquez de Prada, El
Fundador del Opus Dei, vol. I, p. 341.
[8] San Josemaría, Camino,
n. 598.
[9] San Agustín, La
santa virginidad, 51.
[10] San Josemaría,
Notas de una reunión familiar, 21-X-1972.
[11] Cfr. Ap
12, 1.
[12] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 2-I-2008.
[13] Santo Tomás de
Aquino, Exposición sobre el Avemaría, cap. 1.
[14] Benedicto XVI,
Discurso en la audiencia general, 23-VI-2010.
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