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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
El Sacrificio eucarístico,
al que Cristo nos convoca cada día, nos introduce en el corazón del
Misterio pascual. Cada vez que celebramos o asistimos a la Santa Misa,
participamos en el supremo acto de amor que Cristo realizó en la Cruz,
y al que ordenó toda su vida. Pero hay momentos y circunstancias en
que la adoración y la acción de gracias, la reparación y la súplica
que elevamos a Dios por Cristo, en la Santa Misa, adquieren un relieve
especial.
A este júbilo y gratitud
a Dios por un don tan grande que hemos de actualizar en cada jornada
se unen las celebraciones litúrgicas de las solemnidades que hemos celebrado
o celebraremos en estos días, porque nos ponen en íntima comunión con
diversos aspectos del misterio de Cristo y nos comunican al mismo tiempo
gracias específicas.
Los Hechos de los Apóstoles
narran que, en la Iglesia primitiva, el Espíritu Santo se manifestó
en Pentecostés como viento impetuoso y como lenguas de fuego que se
posaban sobre las cabezas de los Apóstoles, llenándolos de sus dones
y otorgándoles la paz que el mismo Maestro les había prometido: la
paz os dejo, mi paz os doy[1].
Por medio de esos signos de la venida del Espíritu Santo, el Señor nos
da a conocer también los efectos de la acción del Paráclito en las almas
que se abren dócilmente a su gracia.
En el viento impetuoso
que se menciona, descubrimos la fuerza divina capaz de doblegar los
obstáculos más formidables, y también el aire fresco que disipa las
nubes tóxicas que muchas veces envenenan el ambiente. Este símbolo explica
Benedicto XVI «hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio,
tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire
espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor»[2].
Las lenguas de fuego nos hablan del Amor encendido con el que quiere
inflamar los corazones de los hombres. Esa llama «ha descendido sobre
los Apóstoles reunidos, ha prendido en ellos y les ha comunicado el
nuevo ardor de Dios. De este modo se realiza lo que había predicho el
Señor Jesús: "He venido a traer fuego a la tierra, ¡y qué quiero sino
que se encienda!" (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto con los fieles
de las diversas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los
extremos confines de la tierra; y así han abierto un camino a la humanidad,
un camino luminoso, y han colaborado con Dios, que con su fuego desea
renovar la faz de la tierra»[3].
Agradezcamos a la Virgen
su intercesión constante para volvernos más sensibles a las inspiraciones
del Espíritu Santo, como les sucedió a los Apóstoles reunidos alrededor
de Ella en el Cenáculo. Pienso especialmente en los bienes que nos ha
conseguido durante el mes de mayo, en el que hemos procurado honrarla
con verdadera piedad filial, y me detengo concretamente en la intimidad
que nos ha invitado a mantener con Jesús.
Por otra parte, el
domingo pasado, fiesta de la Santísima Trinidad, ha sido una llamada
más del Cielo para que nuestros pensamientos y nuestros corazones estén
allí donde se encuentran los verdaderos goces: junto al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo, único Dios que llena el universo, que habita por
la gracia en nuestros corazones y que desea admitirnos a la comunión
definitiva de su misma vida en la gloria del Cielo. ¿Cómo hemos rezado
el Trisagio Angélico durante las jornadas que precedían a la fiesta?
¿Hemos hecho eco a los Ángeles en su alabanza perenne a la Santísima
Trinidad? Y una vez pasada la fiesta, ¿seguimos con el afán de tratar
a cada una de las Personas divinas, distinguiéndolas sin separarlas?
Quiero referiros una
anécdota. En el oratorio del Padre, en el Colegio Romano de la Santa
Cruz, sobre el mármol frontal del baldaquino, se grabaron las palabras
BENEDICTA SIT SANCTA TRINITAS ATQUE INDIVISA UNITAS. Cuando San
Josemaría acudió muchas veces, pero todavía en obras a ese lugar,
ya no veía bien. Sabía de sobra el texto de la inscripción, pero siempre
preguntaba, invitando a rezar: ¿qué está escrito ahí? Ojalá toda nuestra
vida sea una alabanza al Dios Uno y Trino.
Ahora nos preparamos
para las solemnidades del Corpus Christi y del Sagrado Corazón de Jesús,
tan unidas entre sí no sólo en el tiempo, sino porque conmemoran dos
manifestaciones de la inmensa complacencia que Dios ha puesto en los
hombres. El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor
de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la
Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los
soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió
sangre y agua (Jn 19, 34). Agua y sangre de Jesús predicaba
nuestro Padre que nos hablan de una entrega realizada hasta
el último extremo, hasta el consummatum est (Jn 19, 30),
el todo está consumado, por amor[4].
Precisamente en la
solemnidad del Sagrado Corazón, el 11 de junio, finaliza el Año sacerdotal.
Continuemos rezando y moviendo a otras personas a rezar por las vocaciones
sacerdotales, por la santidad de los sacerdotes y de todo el pueblo
cristiano. Pido al Señor que ese clamor, que hemos intentado incrementar
a lo largo de los meses pasados, no cese nunca en nuestras almas; también
para acallar a quienes atacan la gran maravilla del sacerdocio.
Hace unos días fui
en peregrinación a Turín para rezar ante la Sábana Santa expuesta a
la veneración de los fieles. Causa verdadera impresión pensar cuánto
sufrimiento le hemos costado al Señor. Como dijo Juan Pablo II, «la
Sábana Santa es espejo del Evangelio. En efecto, si se reflexiona
sobre este lienzo sagrado, no se puede prescindir de la consideración
de que la imagen presente en ese lienzo tiene una relación tan profunda
con cuanto narran los evangelios sobre la pasión y muerte de Jesús,
que todo hombre sensible se siente interiormente impresionado y conmovido
al contemplarlo»[5].
He ido a venerar la
Síndone acompañado de todas y de todos como hago siempre
en mis viajes para pedir al Señor que inflame nuestros corazones
con el fuego del Espíritu Santo. Como comentaba Benedicto XVI pocas
semanas atrás, al regresar de su estancia en la capital del Piamonte,
«ese lienzo sagrado puede nutrir y alimentar la fe, y reavivar la piedad
cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo
crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del
mensaje cristiano»[6].
Ver a Dios, contemplar
el rostro de Jesucristo, ser eternamente feliz con la visión de
la gloria divina, constituye el deseo más hondo de todas las criaturas
humanas, aunque millones de personas no sean conscientes de esa aspiración.
Me viene a la memoria el afán de nuestro Padre por contemplar la faz
del Señor. Nos comentaba que ese deseo es razonable. Los que se quieren,
procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es
lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría
si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo.
Vultum tuum, Domine, requiram (Sal 26, 8), buscaré, Señor,
tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos añadía, sobre todo
en los últimos años de su existencia terrena, y pensar que
llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como
en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara (1 Cor
13, 12). Sí, hijos, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Sal 41, 3)[7].
Fomentemos también
nosotros esa aspiración, buscando a Jesucristo
en el Tabernáculo donde se encuentra realmente presente y en nuestra
alma en gracia. Tratemos de encontrarlo también en los miembros de la
Iglesia, su Cuerpo místico, especialmente en los más desvalidos: los
enfermos, los pobres, los que sufren persecución a causa de sus convicciones
religiosas, los que padecen muchos otros tipos de injusticia en tantos
lugares del mundo. Nadie nos debe resultar indiferente; todos estamos
llamados a ser miembros del Cuerpo de Cristo, que resucitó y sigue operante
en la historia; «miembros vivos, cada uno según la propia función, es
decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos»[8],
mediante la incorporación a Sí mismo en el Bautismo.
En la hondura amabilísima
de este sacramento arraiga nuestro ser cristiano. Nuestra llamada a
la santidad y al apostolado se concreta en sabernos mediadores en Cristo
Jesús para la salvación del mundo. ¡Qué claras nos resultan las siguientes
palabras de San Josemaría! Apóstol es el cristiano que se siente
injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado
para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios
con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que
confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que siendo
esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial
capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a
los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra
y del ejemplo, con la oración y con la expiación[9].
Saboreemos estas consideraciones
ahora que finaliza el Año sacerdotal, y tratemos de sacar consecuencias
personales. Nos puede servir otra confidencia de San Josemaría en Forja:
Cristo Jesús, Buen Sembrador, a cada uno de sus hijos nos aprieta
en su mano llagada como al trigo; nos inunda con su Sangre, nos purifica,
nos limpia, ¡nos emborracha!...; y luego, generosamente, nos echa por
el mundo uno a uno: que el trigo no se siembra a sacos, sino grano a
grano[10].
En primer lugar, el
Señor nos inunda con su Sangre por medio de los sacramentos,
y así nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha!: nos conduce
a la santidad. Pero sólo si queremos, si dejamos obrar al Paráclito,
que es el Artífice de nuestra identificación con Jesús.
Hemos de buscar el
contacto con la Humanidad Santísima del Señor en la Penitencia y en
la Eucaristía. Hemos de asimilar sus enseñanzas, no sólo leyendo la
Sagrada Escritura y con afán de adquirir y mejorar la formación doctrinal,
sino permaneciendo en diálogo sincero con Él en la oración: implorando
que su Palabra penetre hasta lo más recóndito de nuestro pobre yo y
empape nuestros afectos y deseos. Y hemos de desear que Él nos conduzca:
seguir sus huellas, aprender de sus virtudes, para identificarnos más
y más con su modo de sentir, de comprender y de amar.
Una vez que el Espíritu
Santo realiza estas operaciones en nosotros o mejor, al mismo tiempo,
el Señor nos echa por el mundo, como el sembrador lanza a voleo
los granos de trigo en el surco, para que den fruto; siendo nosotros
mismos unión entre Dios y los hombres, gracias a nuestra alma sacerdotal.
Los ministros sagrados poseen además el sacerdocio ministerial recibido
en el sacramento del Orden, que les capacita para actuar in persona
Christi Capitis, para que Cristo Cabeza de la Iglesia esté presente
en las celebraciones litúrgicas.
En el Opus Dei, el
Señor nos ha dado una llamada específica, dentro de la común vocación
cristiana, que nos impulsa a servirle con el espíritu que San Josemaría
encarnó desde 1928. Sobre la base del carácter bautismal, la gracia
específica de la llamada a la Obra nos empuja a ayudar a Cristo en la
salvación de las almas, siempre, pero no porque seamos mejores que los
demás. Jesucristo es el único Mediador entre los hombres y Dios[11],
pero desea que colaboremos con Él en esa tarea.
Primero hemos de unirnos
muy piadosamente al Sacrificio de Cristo en la Misa. La vida entera,
por esa vinculación a la Eucaristía, se convierte en un acto de adoración,
de acción de gracias y de reparación: se transforma en entrega total
de nuestra persona y de nuestro operar, como instrumentos de Jesucristo
en el mundo. Convirtiendo nuestra jornada en una Misa como
decía nuestro Padre, somos verdaderamente almas de Eucaristía:
hombres y mujeres que se esfuerzan por reproducir en toda su conducta
la del divino Maestro.
Estamos entonces en
condiciones de ayudar a que todas las personas reciban los frutos de
la Redención; nos convertimos en instrumentos de Cristo para enseñar
a los demás su doctrina, para acercarlos a la fuente de la gracia que
son los sacramentos y para conducirlos por las sendas de la vida eterna,
planteándonos estas mismas fases en nuestro caminar cotidiano. Bajo
la guía del Espíritu Santo, acompañaremos verdaderamente los pasos del
Señor y se realizará en nosotros aquella aspiración de San Josemaría:
dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo
y nos hacemos una misma cosa con Él[12].
Se acerca un nuevo
aniversario del tránsito de nuestro Padre a la casa del Cielo. Acudamos
con fe a su intercesión, en las semanas que aún faltan hasta el 26 de
junio, para que, siguiendo fielmente su ejemplo y sus enseñanzas, también
nosotros sepamos conformar nuestras vidas con la vida de Cristo, hasta
ser una sola cosa con Él.
El día anterior recordaremos
la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, que tanta
huella de fidelidad nos han transmitido. Estuvieron siempre "a la de
Dios", y por eso supieron ser enteramente dóciles a lo que nuestro Padre
les pedía, para hacer fielmente el Opus Dei en servicio de la Iglesia.
De ellos se decía, refiriéndose también a nuestro Fundador: los ha ordenado
y ahora los "mata" de trabajo. Fijémonos en cada uno tanto los
sacerdotes como los seglares para aprender a no decir nunca "basta"
ante las exigencias de nuestra alma sacerdotal.
Seguid muy unidos a
mi oración y a mis intenciones. Me apoyo especialmente en los enfermos
que nunca faltan en la Obra y en quienes sufren por un motivo u otro.
Si unen sus padecimientos a la Cruz de Cristo, ofreciendo con alegría
sus penas y dolores, pueden convertirse en medio de su fragilidad
en columnas firmes que nos sostienen a los demás.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de junio de
2010.
[1]
Jn 14, 27.
[2] Benedicto XVI, Homilía
en la solemnidad de Pentecostés, 31-V-2009.
[3] Benedicto XVI, Homilía
en la solemnidad de Pentecostés, 23-V-2010.
[4]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 162.
[5]
Juan Pablo II, Discurso en Turín, 24-V-1998.
[6] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 5-V-2010.
[7]
San Josemaría, Notas de una meditación, 25-XII-1973.
[8] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 5-V-2010.
[9]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.
[10]
San Josemaría, Forja, n. 894.
[11]
Cfr. 1 Tm 2, 5.
[12]
San Josemaría. Vía Crucis, XIV estación.
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